Jaime Sabines (México, 1926 - 1999)
Poeta y ensayista. Figura clave de la poesía mexicana del siglo XX. Entre
sus libros destacan: Horal (1950), La señal (1951), Adán y Eva
(1952), Tarumba (1956), Yuria (1967), Mal tiempo (1972), Algo
sobre la muerte del Mayor Sabines (1973), Nuevo recuento de poemas (1977).
Por su trabajo literario obtuvo importantes distinciones entre las que
destacan: Premio Chiapas, 1959; Premio Xavier Villaurrutia, 1973; Premio
Nacional de literatura, 1983; Premio Juchimán de Plata, 1986. En 1991,
el Consejo Consultivo le otorgó la Presea Ciudad de México y en 1994 el Senado de la República le concedió la medalla Belisario Domínguez. Por su libro «Pieces of Shadow» («Fragmentos de sombra»),
antología de su poesía traducida al inglés y editada en edición bilingüe,
obtuvo el Premio
Mazatlán de Literatura en 1996.
LENTO, AMARGO ANIMAL
Lento, amargo animal
que soy, que he sido,
amargo desde el nudo de polvo y agua y viento
que en la primera generación del hombre pedía a Dios.
Amargo como esos minerales amargos
que en las noches de exacta soledad
—maldita y arruinada soledad
sin uno mismo—
trepan a la garganta
y, costras de silencio,
asfixian, matan, resucitan.
Amargo como esa voz amarga
prenatal, presubstancial, que dijo
nuestra palabra, que anduvo nuestro camino,
que murió nuestra muerte,
y que en todo momento descubrimos.
Amargo desde dentro,
desde lo que no soy,
—mi piel como mi lengua—
desde el primer viviente,
anuncio y profecía.
Lento desde hace siglos,
remoto —nada hay detrás—,
lejano, lejos, desconocido.
Lento, amargo animal
que soy, que he sido.
TÍA CHOFI
Amanecí triste el día de tu muerte, tía Chofi,
pero esa tarde me
fui al cine e hice el amor.
Yo no sabía que a
cien leguas de aquí estabas muerta
con tus setenta
años de virgen definitiva,
tendida sobre un
catre, estúpidamente muerta.
Hiciste bien en
morirte, tía Chofi,
porque no hacías
nada, porque nadie te hacía caso,
porque desde que
murió abuelita, a quien te consagraste,
ya no tenías qué
hacer y a leguas se miraba
que querías morirte
y te aguantabas.
¡Hiciste bien!
Yo no quiero
elogiarte como acostumbran los arrepentidos,
porque te quise a
tu hora, en el lugar preciso,
y harto sé lo que
fuiste, tan corriente, tan simple,
pero me he puesto a
llorar como una niña porque te moriste.
¡Te siento tan
desamparada,
tan sola, sin nadie
que te ayude a pasar la esquina,
sin quien te dé un
pan!
Me aflige pensar
que estás bajo la tierra
tan fría de
Berriozábal,
sola, sola,
terriblemente sola,
como para morirse
llorando.
Ya sé que es tonto
eso, que estás muerta,
que más vale callar,
¿pero qué quieres
que haga
si me conmueves más
que el presentimiento de tu muerte?
Ah, jorobada, tía
Chofi,
me gustaría que
cantaras
o que contaras el
cuento de tus enamorados.
Los campesinos que
te enterraron sólo tenían
tragos y cigarros,
y yo no tengo más.
Ha de haberse hecho
el cielo ahora con tu muerte,
y un Dios justo y
benigno ha de haberte escogido.
Nunca ha sido tan
real eso en lo que tu creíste.
Tan miserable
fuiste que te pasaste dando tu vida
a todos. Pedías
para dar, desvalida.
Y no tenías el
gesto agrio de las solteronas
porque tu
virginidad fue como una preñez de muchos hijos.
En el medio justo
de dos o tres ideas que llenaron tu vida
te repetías
incansablemente
y eras la misma
cosa siempre.
Fácil, como las
flores del campo
con que las vecinas
regaron tu ataúd,
nunca has estado
tan bien como en ese abandono de la muerte.
Sofía, virgen,
antigua, consagrada,
debieron enterrarte
de blanco
en tus nupcias
definitivas.
Tú que no conociste
caricia de hombre
y que desjaste que
llegaran a tu rostro arrugas antes que besos,
tú, casta, limpia,
sellada,
debiste llevar
azahares tu último día.
Exijo que los
ángeles te tomen
y te conduzcan a la
morada de los limpios.
Sofía virgen, vaso
transparente, cáliz,
que la muerte
recoja tu cabeza blandamente
y que cierre tus
ojos con cuidados de madre
mientras entona
cantos interminables.
Vas a ser olvidada
de todos
como los lirios del
campo,
como las estrellas
solitarias;
pero en las mañanas,
en la respiración del buey,
en el temblor de
las plantas,
en la mansedumbre
de los arroyos,
en la nostalgia de
las ciudades,
serás como la
niebla intocable, hálito de Dios que despierta.
Sofía virgen,
desposada en un cementerio de provincia,
con una cruz
pequeña sobre tu tierra,
estás bien allí,
bajo los pájaros del monte,
y bajo la yerba,
que te hace una cortina para mirar al mundo.
LOS AMOROSOS
Los amorosos callan.
El amor es el silencio más fino,
el más tembloroso, el más insoportable.
Los amorosos buscan,
los amorosos son los que abandonan,
son los que cambian, los que olvidan.
Su corazón les dice que nunca han de encontrar,
no encuentran, buscan.
Los amorosos andan como locos
porque están solos, solos, solos,
entregándose, dándose a cada rato,
llorando porque no salvan al amor.
Les preocupa el amor. Los amorosos
viven al día, no pueden hacer más, no saben.
Siempre se están yendo,
siempre, hacia alguna parte.
Esperan,
no esperan nada, pero esperan.
Saben que nunca han de encontrar.
El amor es la prórroga perpetua,
siempre el paso siguiente, el otro, el otro.
Los amorosos son los insaciables,
los que siempre -¡qué bueno!- han de estar solos.
Los amorosos son la hidra del cuento.
Tienen serpientes en lugar de brazos.
Las venas del cuello se les hinchan
también como serpientes para asfixiarlos.
Los amorosos no pueden dormir
porque si se duermen se los comen los gusanos.
En la oscuridad abren los ojos
y les cae en ellos el espanto.
Encuentran alacranes bajo la sábana
y su cama flota como sobre un lago.
Los amorosos son locos, sólo locos,
sin Dios y sin diablo.
Los amorosos salen de sus cuevas
temblorosos, hambrientos,
a cazar fantasmas.
Se ríen de las gentes que lo saben todo,
de las que aman a perpetuidad, verídicamente,
de las que creen en el amor
como una lámpara de inagotable aceite.
Los amorosos juegan a coger el agua,
a tatuar el humo, a no irse.
Juegan el largo, el triste juego del amor.
Nadie ha de resignarse.
Dicen que nadie ha de resignarse.
Los amorosos se avergüenzan de toda conformación.
Vacíos, pero vacíos de una a otra costilla,
la muerte les fermenta detrás de los ojos,
y ellos caminan, lloran hasta la madrugada
en que trenes y gallos se despiden dolorosamente.
Les llega a veces un olor a tierra recién nacida,
a mujeres que duermen con la mano en el sexo,
complacidas,
a arroyos de agua tierna y a cocinas.
Los amorosos se ponen a cantar entre labios
una canción no aprendida,
y se van llorando, llorando,
la hermosa vida.