Literatura y arte de la representación en la novela Tríptico de la infamia [1] Por Mario Wong Escritor y crítico peruano El universo es una perversa inmensidad hecha de ausencia.Uno no está en casi ninguna parte. A. Dolina
Muchas cosas sabe el zorro, el erizo sabe una sola y grande. Arquíloco A través de tres artistas europeos, Tríptico de la infamia, la última novela del escritor colombiano Pablo Montoya, nos sumerge en la convulsionada historia del siglo XVI; en las complejas intersecciones de las relaciones entre Europa y América, en tiempos del descubrimiento y de la conquista. En que el asombro y la fascinación ante el descubrimiento del Nuevo Continente, en esta historia -que narra, en este tríptico, el acercamiento con los indios en la Florida, que tuvo Jacques Le Moyne, cartógrafo y pintor de Diepa; la vida convulsionada de François Dubois, pintor de Amiens, quien escapa a la masacre de Saint-Bartolomé; y el recorrido europeo, vital y artístico, de Théodore de Bry, grabador de Lieja- dejan paso al horror, al saqueo y a las masacres en una época de grandes cambios y guerras de religiones. Pintura, grabado y ficción narrativa, en esta novela de gran aliento, son formas de la representación artística para dar cuenta de la violencia y del horror, de ese « algo inquietante » que se olvida o que no se quiere ver, las más de las veces y que, sin embargo, está-ahí (como la part maudite, de G. Bataille) y nos remite al pavor del presente. La visión del « meta-narrador » aunque escéptica (y, aquí, me adelanto completamente), en este libro, no deja de presentar la otra cara de la moneda: « …al contrario de lo que él (de Bry) y yo opinamos, hay grandes optimistas que creen que con cada ser humano que nace los ciclos de la vida se renuevan, que en nuestro ser habita un no sé qué de sustancia divina, que como supremas compañias están la música, la pintura, la filosofía y la poesía. Que algunos, ciertos elegidos de la inteligencia, piensan que ante el ciclo eterno de la violencia prevalece una victoria progresiva de la razón. » [2]. Como Carlos Fuentes en La región más transparente, A. Carpentier en El siglo de las luces y/o, más recientemente R. Bolaño en Nocturno de Chile (2000), P. Montoya recurre a la pintura, en este tríptico, para expresar lo « indecible ». Puedo decir, que así como esta obra de Bolaño es un libro de libros (un libro sobre los libros y sobre sus autores; y que, ciertamente, no es solo eso), la novela de Montoya es una novela sobre artistas plásticos y sobre las formas de la representación en sus obras, y es mucho más que eso. En el Tríptico de la infamia, en sus páginas, además de contarnos ciertas etapas de sus vidas -de Le Moyne, en la experiencia, fracasada, de establecer una colonia de los hugonotes en la Florida (contada en la tercera persona, por un narrador omnisciente); de Dubois que cuenta desde que se halla en el vientre materno y del parcours del grabador Th. de Bry-, se sigue de cerca, a la par de los acontecimientos históricos, en ese tiempo de exterminio, los abatares en la creación de sus obras. Esta novela, está plena de referencias a la representación pictórica que bien pueden estar destinadas, es de suponerlo, a un narrataire extradiégetique (a una suerte de « lector hipotético » que es, pienso, el que prevee este tríptico). Lo indecible aflora, recurriendo a ciertas obras de dichos artístas, para contarnos el horror; el « recurso » se convierte en una forma de contarnos (la historia, que tiene que ver con la memoria y la verdad), como si se tratase de un « desplazamiento » inter-artístico [3].
1.- Representación píctural y ficción De la « Primera parte. Le Moyne », en lo concerniente al arte sobre el cuerpo de los indios y al arte europeo (en ese primer contacto de los franceses con los indios timucuas de la Florida), cito: « Ojalá pudiera tener ojos suficientes, decía, para mirar los dibujos que los timucuas se hacen en el cuerpo. La proliferación es, por decirlo de algún modo, su razón de ser. No me cabe duda que si de imaginación se trata, en el mundo de las representaciones pictóricas ellos nos llevan ventaja. Si me dieran a escoger cuál es más inquietante, si un muro catedralicio o un gobelino alegórico de esos que adornan nuestras paredes palaciegas, y estos cuerpos plenos de signos impenetrables, señalaría a los indios. Le Moyne explicaba que a ellos no les gustaba ser reproducidos en papel porque les parecía un elemento sin importancia. Aunque no tienen problema en pintar en mis papeles lo que hacen en la cara y el cuerpo de sus congéneres… » [4]. Y, al final de esta conversación de Le Moyne con el capitán Laudonnière (jefe de la expedición): « Ahora bien, lo interrumpía Le Moyne, mi opinión es que la pintura en ellos es una actividad celebratoria. Pero ¿qué celebran? Me aventuro a pensar que se pintan a todo momento para festejar el hecho de que en medio de una naturaleza poblada de ciclos aniquiladores, ellos son los elegidos, los diferentes, el punto de apoyo en medio de una existencia que apunta siempre al caos y al abismo. En una palabra, son los verdaderos civilizados. »[5] . Y de la « Segunda parte. Dubois », la evocación poética que hace de su madre, François Dubois, en los primeros años de su niñez, es importante en lo que concierne al asombro, en los inicios de su arte (y también, posteriormente, con respecto al escepticismo que marcará su vida, con la presencia fantasmal del padre, en los … « años turbulentos en los que la demencia penetró el corazón de los seguidores de Cristo » [6], cito seguido: « … Plasmaba el cuidado con que hacía los encajes y los jubones. También la dibujaba arrodillada frente a su altar multitudinario y cuando tomaba la canasta para ir al mercado a comprar verduras en la proximidad de la catedral. Entonces yo me soltaba de su mano y me dirigía hacia las puertas del templo y me adentraba en sus naves. Mis ojos iban de las luminicencias de cristal, en donde los ángeles rodeaban la existencia de Jesús, al vacío misterioso levantado en lo alto de las columnas y los arcos. Una emoción innombrable me sacudía la sangre y el niño que era yo se daba a correr, aspirando quizás a que el impulso de sus pasos lograra extraer de la espalda un par de alas tornasoladas. Pero la misma catedral se encargaba de hacerme comprender que mi destino era la tierra. Una vez descubrí en el centro de la nave a un viejo que daba pasos en círculo y miraba con atención un diseño forjado en el suelo. Me aproximé y le pregunté qué hacía. Recuerdo que el anciano se inclinó y, mirándome a los ojos, respondió: Esto es un laberinto. Trato de llegar al centro, allí donde está Dios, pero no soy capaz… » [7]. Una suerte de visión animista caracterizará esta etapa de su arte, antes de su aprendizaje parisino. Cito: « Tal vez esté errado, pero desde que era muchacho, al pintar las fachadas de la catedral y los palacios de Amiens, e incluso cuando me lanzaba a hacer esbozos donde aparecían las herramientas que me ayudaban a representar el mundo, se me venía la idea de que el pensamiento y las emociones no solo pertenecen a los seres vivos, sino que también son un atributo de los objetos. Pues qué otra cosa intentaba yo al pintar, por ejemplo, las tijeras, los husos, las agujas que utilizaba mi madre, si no era extraerles un movimiento a naturalezas que, detenidas en los dibujos que hacía, parecían muertas… » [8]. F. Dubois nos hace saber, posteriormente, los « secretos de su arte » [9] y, también, de lo que significó para él trabajar la profundidad espacial o lo que llaman, los pintores italianos, perspectiva [10]. La perspectiva le abrió, a Dubois, « las puertas de una dimensión nueva de la realidad ». Entre las tablas que le sirvieron de modelos se encontraba « El matrimonio Arnolfini » (1434) del pintor flamenco Jean van Eyck; la rememora desde su exilio en Ginebra. En lo concerniente a la perspectiva –al arte de la representación pictural y a la ficción, cito in extensius: « Recuerdo que cuando vi esa tabla, reproché con mi prepotencia juvenil un poco la torpeza de Van Eyck al hacer el piso de madera del cuarto. La perspectiva de ese suelo no está bien lograda y obedece a un nivel pictórico de aprendiz. Pero el secreto de la genial profundidad no respira allí, por supuesto, sino en el espejo cóncavo, situado detrás de la pareja. « Siempre he pensado que ese espejo es como un pasadizo hacia el mañana. El universo en él se vuelve hondo e insinuante. De tal modo que guarda una esperanza, la más menesterosa, de escapar de la realidad. Es como si el maestro flamenco nos estuviera diciendo que ésta no solo consiste en lo que vemos, sino en lo que se halla en los perfiles de un reflejo, e incluso en lo que está mucho más allá de él. El fin de toda imagen, y más aún el de las que conforman esta tabla, es decir que hay un camino que va de lo visible a lo invisible, de lo corpóreo a lo espiritual. Vivimos la realidad, nos susurra Van Eyck, al mostrarnos los dos amantes del primer plano. Sin embargo, existen circunstancias que pertenecen a otro orden y están guardadas en una ilusión suspendida. Y para corroborarlo ahí está el espejo en cuya superficie pulida se reflejan las espaldas de los esponsales y los dos secretos e innombrados testigos. Estos parecen más fantasmas que otra cosa, acomodados en el quicio de la puerta. Y está la luz que también entra por la ventana ampliada por el espejo. El afuera luminoso que vislumbramos, todavía con mayor certeza, como la alternativa de salida de una situación que, si bien es la expresión de una felicidad conyugal, está enmarcada bajo ciertas condiciones aciagas… »[11]. Aquí, la inquietante voz poética del « meta-narrador » se conjuga con la del ensayista en arte, como en algunos de los textos ficcionales más logrados de Borges. Dubois se vincula, en París, con el maestro Clouet, quien le hace conocer las técnicas del retrato y de la reproducción de la anatomía humana; lee el tratado de Durero sobre la simetría y las proporciones. Y conoce, también, a Ysabeau (originaria de Diepa, como Le Moyne, a quien estuvo ligada antes de que éste partiera hacia tierras americanas) y su « secreto del mundo »: « Una vez, lo confieso, dibujé su sexo. Ella se sintió turbada y no pudo desalojar la vergüenza. Le dije que se extendiera en el tálamo. Le pedí que abriera las piernas. Ysabeau no resistió mis ojos, que pasaban de su hendidura a su rostro, que era como un compendio de la visibilidad, y se lo tapó con un cojín. No sé si caiga en la exageración si digo que allí estaba el tema oculto de mi pintura. Sé que falta tiempo para que estas opiniones sean entendidas por las gentes de nuestro oficio, pues es comprensible que el resto de las personas proteste ante la aparición de un sexo, sediento y saciado, en un papel, en un lienzo o en una tabla. Pero en la intimidad de mis experiencias me sentía como un Palinuro capaz de… » [12]. Dubois evoca -también en París- al pintor Jacques Le Moyne (conocido como el « pintor de indios », en los medios artísticos europeos), quien fue uno de los sobrevivientes de la expedición francesa a la Florida. Cito: « …poco me atrajeron sus consideraciones sobre la realidad que había dejado al otro lado del mar. Cuando evoco su rostro, el pelo desordenado y negro, sus ojos de un azul excesivo y las huellas de las geometrías en su piel -se hizo tatuar por el indio Kututuka, a quien él pintó[13]-, relaciono la narración de sus peripecias con las simpatías exhibicionistas… En alguna ocasión señalé, para gran molestia suya, que era desmedido comparar las pinturas corporales indígenas, de las que él mostró algunos motivos llevados en un cuaderno, con el arte que nuestros maestros ejercían en las iglesias y palacios. Mi opinión, en general, es que ambas expresiones no se pueden comparar. Jacques, en cambio, era incansable al decir que los indígenas manejaban el color mejor que nosotros y se mostraban más imaginativos. Pero, preguntaba yo incrementando su efervescencia, ¿conocen la perspectiva y la técnica del retrato y el desnudo? » [14]-
2.- Arte pictórico en tiempos de masacres, literatura y estilo La infamia atraviesa la historia de ambos continentes, en esta etapa de guerras de religiones, en que el catolicismo español, providencialista y militante, legitimaba[15] la conquista y la colonización del Nuevo Continente, reivindicando para él solo la posesión de la verdad. Y la narrativa de Pablo Montoya no se contenta, para dar cuenta del horror de la historia (en los inicios del descubrimiento y de la conquista) -a todo lo largo de este tríptico-, con singularizarse estilísticamente (y sabemos cuan importante es el estilo, como que éste es, siempre, la voz del narrador), ni se deja atrapar por las trampas del idioma y de la representación; su prosa no tolera ser cernida por lo concebible y representable tradicionales. Dubois recuerda, en esta segunda parte del tríptico, lo que fueron sus últimos días en París, capital del reino, estremecida por las tensiones diarias entre protestantes y católicos: « …jamás se acostumbra uno a estas atmósferas en las que Cristo, símbolo de una supuesta concordia universal, era el fuego que atizaba los rencores. Pero en nosotros, los diferentes en esta igualdad delirante, existía una dosis de resistencia. Ella era, sin duda, nuestro escudo. El señalamiento parecía tan claro, y de esto nos habríamos de dar cuenta más tarde, que estábamos seguros que todos sabían en dónde vivían los allegados a la nueva religión. Desde los púlpitos de las iglesias, Simon Vigor, Artus Desiré y René Benoist, nos llamaban leprosos espirituales. Desiré decía haber visto en el cielo un dragón de siete cabezas, parecido al del Apocalipsis, que se habría de abatir sobre nosotros. Vigor vociferaba, como un poseído, que los acuerdos de paz entre católicos y protestantes eran una tea execrable que terminaría por consumir a Francia. Para él, la paz era una blasfemia, una resignación vergonzosa, una cobardía sin fin. Solo la guerra era justa y la única capaz de extirpar la mancha de la herejía. » [16]. De la mirada de los cuadros de Antoine Caron, Dubois dice (y esto es importante por lo premonitorio): « De él había visto alguna de sus fiestas y matanzas antiguas. Esas plazas enormes y vacías, amparadas por figuras alegóricas y sobrias columnas romanas, me atraían mucho. Una de sus pinturas llegó a ocasionarme inquietud. Es aquella que muestra a un grupo de astrónomos observando un eclipse. Más allá de los sabios terrestres, reunidos en dos grupos, que señalaban el arriba en medio de sus instrumentos de medida, hay un cielo con reflejos de incendio. Una luna al acecho flota entre nubes densas. La visión de esa imagen me embargaba de un extraño entusiasmo y talvez, eso es lo que pienso ahora, su atmósfera era una antesala a los días próximos. »[17]. En la realización de su último proyecto en París, que consistía en dibujar la ciudad, F. Dubois se preguntaba, muchas veces, hacia dónde apuntaba éste, en el forjamiento de ella desde sus partes, y si él era, en el París de entonces, « el único que se disponía a representar, aunque maltrechamente porque estaba rodeado de los impedimentos impuestos por mis ojos y mis manos, su esencia inabarcable. » [18]. Y, en la página anterior: « Empecé a entender que toda ciudad es una moneda de caras simultáneas. Allí brota el ángel y allá el demonio. En este lado surge con una lucidez súbita la sabiduría y en este la bruma de la locura. Junto a la serenidad del templo se levanta la convulsión del lupanar… ». El « meta-narrador » dispone de un estilo muy afinado, a lo largo de las páginas de este tríptico, para relatar, fiiccionalizar, los cuestionamientos artísticos de Dubois; sobre todo, luego de que éste manifiesta su deslumbramiento por las esculturas de ninfas, en el cementerio de Saint-Innocents, del artista Jean Goujon. Cito: « …, satisfecho con la visión de las esculturas de Goujon, pero cada vez más expectante, regresaba a mis dibujos. Es cierto que una especie de desconsuelo se instalaba en mí. Tal vez lo que yo estaba haciendo, me decía, era un encadenamiento fatigante, una enumeración hiperbólica, un escenario repleto de compartimientos inútiles. Cuando revisaba mis trabajos, concluía que la condensación milagrosa que pretendía se me escapaba. Pero, ¿podría hacer yo tal tarea? Si algún día alguien viera lo hecho por mí, ¿podría afirmar que, en efecto, allí estaba sintetizada la ciudad? » [19].
3.- Arte píctural & literatura (mise en abyme): de la masacre de Saint-Bartolomé al exterminio de la Conquista La infamia se hace presente en la carniceria de Saint-Bartolomé, en la que fieles católicos, inflamados desde los púlpitos por la clerecía, masacran a los hugonotes de casa en casa, en los barrios de París. Dubois, que logra escapar, pone en cuestión « la aseveración aparentemente lúcida y tal vez pragmática, que dice que luego de las matanzas queda la esperanza de una humanidad pacificada… » [20]. Para él, por el contrario, hay una suerte de « fascinación por el mal » ; y, aquí, continúo la citación: « Yo estuve en París durante esos días y sé que no hubo ni hay ni habrá tal apaciguamiento. La humanidad siempre está al borde del abismo y su sed de destrucción no disminuye. A toda hora está tocando las puertas de la calamidad, estimulando el desvarío, abriendo la caja de Pandora de sus demonios internos. En eso consiste su perpetua condición. No, luego de las matanzas lo que queda es el olor ácido y dulzón de la sangre y el de la podredumbre de los cuerpos desmembrados. Después de las matanzas queda una pausa detrás de la cual se adivina nuestro deseo secreto de saborear otras fronteras del horror. Estamos atados a esa inclinación turbia que surca la historia de nuestros días… » [21]. F. Dubois, más allá de las reticencias que manifiesta, en Ginebra, con respecto a las opiniones de su amigo Simon Goulard, ministro protestante, que le pide que haga un cuadro de la masacre de San Bartolomé, en un momento se cuestiona sobre la representación de ésta. Cito: « ¿Cuántos fueron? Quizás más de diez mil. Goulart dice que ese es aproximadamente el número de los asesinados. Yo no conté los muertos, es verdad, pero aveces cuando me doy a… El establecimiento de estas cifras, de todas formas, nunca será lo más importante. Qué importa que hayan sido tantos más o tantos menos. Lo que habría que preguntarse ahora es qué hacer con esos fantasmas insepultos. ¿Cómo introducirlos en la pintura que debo ejecutar? ¿De qué manera lograr que con unos cuantos rasgos se exprese la dimensión de un mundo despiadado? ¿Cómo unir en los ojos de quien mira dos fenómenos diferentes pero que deben complementarse?, pues sé que jamás es lo mismo una masacre que su representación. » [22]. Después de ciertos avances en su trabajo de representación (el cielo parisino y, valiéndose de la perspectiva, el Sena encanalado, para pintar las fachadas de lo que era esa parte de la ciudad, junto a Louvre), Dubois no deja de cuestionarse sobre éste y, también sobre su vida: « Cuando termino de moldear este París, estrecho y todavía sin nadie, entiendo mejor lo que significa el silencio visual y también lo que quiere decir la nada. ¿Si dejara así la tabla?, me pregunto. ¿Si prescindiera de todos los que murieron y habrán de morir incesantemente? Además, sé que al excluirlos me excluyo yo mismo, dejo de ser, desconozco el pasado para sumergirme en la desmemoria. Estas impresiones, durante varios días, me anclan en una especie de acedia. Vuelvo a decirme que la pintura no es lo que se ve sino su vacía impronta, la antesala de lo que nunca se ha dicho ni se podrá decir. Empero, me repito que el orden del universo, con el advenimiento del hombre y sus pasiones extremas, se ha roto sin remedio. Al preguntarme qué estoy haciendo y qué soy ahora para… » [23]. Y más adelante, a través de la representación pictorica de la masacre, que ejecuta Dubois, en este tríptico novelístico, lo que se da, literariamente, es una « puesta en abismo »[24] para decir lo infame. Cito (sólo una parte): « Entonces cierro las puertas de París. De ella ya no es posible salir. Mi tabla, que mide noventa y cuatro centímetros de ancho por ciento cincuenta y cuatro de largo, se convierte en una trampa. El espacio se va llenando de soldados y armas. ¿Cuántos son? No lo sé. Debería pintar a los asesinos, pero no cabrían en esta arena en donde debe formarse una coreografía de la abominación. ¿Cuáles son sus armas? Picas, alabardas, arcabuces, puñales, pistolas, garrotes, espadas. Las bocas que insultan y desprecian antes de que las manos ultimen. Pero las mías tiemblan. Siento cansancio y ni siquiera me he ocupado del río y de los cuerpos que caen a sus aguas. ¿Cuándo debo hacerlo? Tampoco lo sé. Me sobreviene una nueva fatiga y quiero parar de pintar y decirle a ellos, a esa multitud de espectros que todavía no son imágenes, que soy un… » [25]. Dubois manifiesta su impotencia para trascender las formas. La tercera parte del tríptico, es un recorrido ficcional de la vida del grabador Théodore de Bry, de sus logros en el arte del grabado en Lieja y en Estrasburgo, hasta los veinte años de edad. Me interesa remarcar la influencia que tuvo Durero en el desarrollo de su arte; el Durero de la « Melancolía » y de « San Jerónimo en su estudio »; ambos grabados son de 1514. Sobre el primero, Giorgio Agamben sostiene -basándose en la teoría aristotélica del genio (en cuanto a la influencia que este humor tiene en la poesía y las artes)- que es « un fascinant complexe symbolique qui a trouvé son expression la plus ambiguë dans l’ange ailé de la Melencolia de Dürer. » [26]. Montoya escribe: « … Un ángel caído, rodeado de artefactos para medir el tiempo y el espacio, que mirá hacia allá. Ese allá donde hay un paisaje crepuscular, un firmamento desgajado en haces de luz y un arco iris inalcanzable. Théodore no comprendió la imbricación del mensaje. Pero se quedó extático ante la dimensión del arcano. » [27]; y, páginas más adelante: « Como su discípulo De Bry, e intuyendo que en ello residía su posibilidad de salvación, Durero se vio obsesionado por el detalle. Quién sabe de dónde le venía esta coyuntura capaz de interrumpir cualquier asomo de plenitud. A no ser que esta fuese la vívida aunque breve sensación de créer que terminaba lo interminable… Durero había sido un hombre de ojos indagadores cuyo universo pintado era el trasunto de un laberinto asfixiante. Por ello De Bry concluía, luego de trasegar por las calles de Amberes en busca de sus grabados, que el sueño de un artista único se vertía en una condición propia de las pesadillas. Porque mirar el universo de Durero era querer abarcar la realidad con los ojos sin jamás lograrlo… »[28]. En un momento de esta novela, casi al final, una copia de la « Tabla de Ginebra », de F. Dubois, sobre la masacre de San Bartolomé vuelve a aparecer (De Bry se encuentra con un grupo de sus amigos protestantes, ocupándose de la edición de un libro sobre ésta): « Mírela y dígame qué tal le parece. Théodore de Bry dio un paso adelante sin saber lo que iba a enfrentar. Su corazón inmediatamente dio un vuelco y se aceleró con premura. En la boca se le instaló una sequedad advenediza. Un nudo compacto se le hizo en la garganta. Los ojos no demoraron en congestionársele. La violencia, diseminada con calculada simetría en sus numerosas escenas, se le hundió en la mirada con una fuerza parecida a la del puño que golpea un rostro desprevenido. De Bry cerró los ojos y puso las manos como escudo. Pero los volvió a abrir y se encontró con la extensión, pintada con un azul pálido, de un cielo que parecía el trasunto de una amnesia. Fue bajándolos por las edificaciones que se veían envueltas en una atmósfera sobria y temiblemente calmada. Con la respiración contenida De Bry comenzó a ver el horror. La carreta que bordea la iglesia atestada de cadáveres. Las prestigiosas damas apaleadas y violadas sobre el puente. Los cuerpos color ceniza que se… Y De Bry trataba de establecer un lazo entre las muertes del mosaico que había pintado Dubois y las que lo asediaban desde el otro lado del océano. Era como si el mal entre los hombres tuviese el mismo semblante, las mismas maneras entre espontáneas y feroces, el mismo desorden en el fondo calculado. » [29].En lo que concierne a la problemática de la representación de la masacre, en el tiempo del descubrimiento y la conquista, el « meta-narrador » atribuye (se trata, sin ninguna duda, de una atribución ficcional), ahora, a De Bry (y se da el cambio de la tercera a la primera persona), quien realizó los diecisiete grabados que acompañan la edición de Fráncfort -patrocinada por los protestantes-, de la Brevísima relación de la destrucción de las Indias, de Bartolomé de las Casas, cito: « ¿Qué significa lo uno y lo otro? ¿Qué significa pintar y qué significa ser asesinado? ¿Qué significa la muerte violenta y qué la representación de esa muerte ?... En el fondo de mí hay algo que se niega a aceptar que un grabado logre expresar la cabal dimensión de un acontecimiento. La realidad siempre será más atroz y más sublime que sus diversas formas de mostrarla. Creo que todo intento de reproducir lo pasado está de antemano condenado al fracaso porque solo nos encargamos de plasmar vestigios, de iluminar sombras, de armar pedazos de vidas y muertes que ya fueron y cuya esencia es inasible… « ¿Bastan diecisiete grabados para redimir la infamia que la violencia provoca? Quizás no sea suficiente esto ni nada de lo que podemos hacer en adelante. Hemos ocasionado una herida que nunca será cerrada. Al contrario, cada acción que hagamos la ahondará sin remedio. Pero volver atrás no es posible porque todo pasado es irrecuperable. Y el presente siempre es de honda precariedad, aunque tratemos de construir en él gozos efímeros. Y el futuro, como un equilibrista que está pendiente de la cuerda en que… » [30]. Al final De Bry nos dice que no ignora que solo ha pintado la imagen de un exterminio. Sobre las imágenes del exterminio que realizo De Bry -y así concluyo este ya extenso artículo-, P. Montoya escribe: « En los grabados sobre la Brevísima relación de la destrucción de las Indias todo sucede vertiginosamente. En esta perspectiva hay una relación implacable entre crónica e imagen. Las muchedumbres indígenas, al fondo, están siempre corriendo en medio del pánico, contraponiendo a las escenas bucólicas una realidad de pesadilla. A los conquistadores españoles, por su parte, los empuja la premura. Y ésta no es torpe en absoluto. Sus pies parecen los de muchísimos Hermes. Toda imagen es una circunstancia ilusionista y detención y parálisis no existen en la representación visual. Al verse una y otra vez estos grabados, por ninguna parte encontramos la pausa, el reposo, el silencio. La consigna que siguen estos conquistadores está tocada por el afán. Como si, efectivamente, los empujara la voluntad de cometer un genocidio con la mayor brevedad posible… » [31] [1] Pablo Montoya, Tríptico de la infamia, Bogotá, Penguin Random House Grupo Editorial, S.A.S., 2014. [2] Ob. Cit., p. 269. [3] Ver Stéphanie Decante-Araya, « Mémoire et mélancolie dans Nocturno de Chile : éléments pour une poétique du fragmentaire », in : Karim Benmiloud et Raphël Estève (Coords), Les astres noirs de Roberto Bolaño, Bordeaux, Press. Univ. de Bourdeaux, 2007, p. 24-25. [4] Tríptico de…, p. 70-71. [5] Ob. Cit., p. 71-72. [6] Ob. Cit., p. 118-119. [7] Ob. Cit., p. 120-121. [8] Ob. Cit., p. 122. [9] Ob. Cit., p. 132-133. [10] Ob. Cit., p. 135-136 [11] Ob. Cit., p. 138. [12] Ob. Cit., p. 146. [13] Ver la « Primera parte » del tríptico, p. 79-81; este agregado explicativo es mío. [14] Ob. Cit., p. 151. [15] Ahí se ubica el rol simbólico que juega el apóstol Santiago, que de « Santiago matamoros », en la guerra penisular contra los musulmanes, devino « Santiago mataindios ». [16] Ob. Cit., p. 162. [17] Ob. Cit., p. 165-166. [18] Ob. Cit., p. 165. [19] Ob. Cit., p. 166. [20] Ob. Cit., p. 176. [21] Ob. Cit., p. 176-177. [22] Ob. Cit., p. 184-185. [23] Ob. Cit., p. 185-186. [24]« Mise en abyme transcendantale », tal como la define Lucien Dällenbach: « En raison de son aptitude à révéler ce qui transcende le texte à l’intérieur de lui-même et de réflechir, au principe du récit, ce qui tout à la fois, l’origine et le fonde, l’unifié et en fixe les conditions a priori de possibilité, la mise en abyme transcendantale engage necessairement une problématique d’ordre historico-philosophique, en ce sens qu’elle dépend de la manière dont telle œuvre, à tel moment, pense son rapport à la vérité et se comporte au régard de la mimesis. » (Ver Le récit spéculaire. Essai sur la mise en abyme, París, Seuil, 1977, p. 131-132; citación en el ensayo de Stéphanie Decante-Araya, Ob. Cit., p. 27-28). [25] Tríptico de…, p. 186. [26] G. Agamben, Stanze. Parole et fantasme dans la culture occidentale, París, Éds. Payot & Rivage, 1998, p. 35. [27] Tríptico de…, p. 201. [28] Ob. Cit., p. 216-217. [29] Ob. Cit., p. 274-275. [30] Ob. Cit., « América », p. 278-279. [31] Ob. Cit., « El exterminio », p. 283-284. |
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