El gran viento de Antonio Cisneros (im) Por Marco Antonio Campos [1] Escritor mexicano
a Rafael Vargas, Valió la pena ver y oír pasar ese ventarrón. Era un magnífico niño irreverente, iconoclasta, que tenía asimismo un corazón compasivo y solidario. Él se sabía –lo era- uno de los escasos grandes poetas que aún quedaban en nuestra lengua. Todo lo que tocaba, aun las cosas más nimias y dispares, las volvía novedosa poesía. Nacido en Lima, el 27 de diciembre de 1942, murió el pasado 6 de octubre de 2012. Permítaseme en este breve espacio dejar de él algunos recuerdos. Lo vi en muchas partes y leímos juntos en algunas: en Santiago de Chile, Morelia, Querétaro, Zacatecas, Monterrey, y sobre todo Lima y Ciudad de México… Es curioso o paradójico: según mi experiencia, Cisneros era muy diferente cuando se conversaba sólo con él o cuando estaba en grupo. En lo primero, era serio, pero si encontraba un grupo que supiera oírlo, podía ser por horas divertidísimo, brillantísimo. En noviembre de 2004, invitado por el poeta Rafael Vargas, agregado cultural de México en Chile, asistí a la Feria del Libro y a un encuentro de poetas en la Universidad Finis Terrae. Volví a encontrar a Cisneros después de muchos años. Bebiendo whisky, Toño (así le decíamos todos) era de carrera larga. La noche de su arribo, luego de estar bebiendo con otros poetas en el hotel NH, de calle Condell, nos invitó casi obligándonos a William Ospina y a mí “a seguirla”. Salimos a caminar, y como estaba casi todo cerrado, acabamos en un restorán de medio pelo en la Plaza Italia. Cisneros la traía gratuitamente contra los dependientes y bromeándoles les machacaba que Perú acababa de vencer en futbol a Chile. “¿A qué horas le pegan?”, me preguntaba. En la rockola del sitio no dejaban de sonar, para horror y tormento, canciones de Thalía, de Luis Miguel y Juan Gabriel. Al salir del changarro, mientras caminábamos hacia avenida Providencia, Ospina se puso a cantar canciones rancheras y yo lo acompañaba con algo que eran preferentemente aullidos. Nos detuvieron un joven y una joven carabineros: la joven era bonita. Toño de inmediato entró a explicarles: “Miren, somos unos poetas que venimos del Perú, de Colombia y de México. Estamos aquí en el hotel NH. Como ustedes ven, el poeta colombiano se sabe mejor las rancheras que el mexicano”. Los carabineros sonreían. Le pregunté a la carabinera: “Por el demérito patriótico que me hizo el poeta peruano ¿me permite que le dé un beso de despedida?”. En los siguientes días Cisneros relataba los hechos, pero como pegó mucho entre los chilenos la anécdota con la carabinera, modificó la versión, y contaba en plural: “Entonces, luego de decirles que William Ospina sabía mejor las rancheras, Marco Antonio y yo nos despedimos de beso de la carabinera”. En las dos últimas semanas de octubre de 2009, cuando se
le dedicó el Encuentro de Poetas del Mundo Latino en Morelia y se le dio, junto
con Hugo Gutiérrez Vega, el Premio de Poetas del Mundo Latino Víctor Sandoval
en Aguascalientes, nunca lo vi tan feliz, tan cordial, tan afable con la gente,
luciendo a diario impecables trajes. En Morelia su foto cubría calles y
plazas. Hace cosa de mes y medio me habló por teléfono. Tenía un cáncer durísimo en el pulmón y una severa fibrosis pulmonar. Lo hacían pedazos las quimioterapias. Cosa de una semana más tarde me pidió un medicamento (Permefidona) que se vendía en México pero no en Perú. Mi hermana lo buscó por todas partes y acabó encontrándolo en Canadá. Iba a enviárselo, pero Antonio le contestó en un correo muy cariñoso diciéndole que eran mayores las contraindicaciones y la mayoría de los neumólogos españoles y franceses lo desaconsejaban. Cisneros tenía una bella familia. Fueron meses muy difíciles para su esposa (Nora) e hijos (Diego, Soledad y Alejandra). Él, muy apegado a la familia, creía ser buen hijo, buen esposo, buen padre, buen abuelo. Tardará en América Latina en surgir otro poeta de sus múltiples dimensiones. Yo lo recordaré siempre como el poeta que sólo escribió libros inimitables, inmarchitables, y como un entrañable amigo al que será muy difícil no extrañar. México D.F., octubre de 2012
[1] Marco Antonio Campos (México, D.F., 1949). Poeta, narrador, ensayista y traductor. Ha publicado los libros de poesía: Muertos y disfraces (1974), Una seña en la sepultura (1978), Monólogos (1985), La ceniza en la frente (1979), Los adioses del forastero (1996) y Viernes en Jerusalén (2005. La editorial El Tucán de Virginia volvió a reunir en 2007 su poesía en un solo tomo: El forastero en la tierra (1970-2004). Es autor de un libro de aforismos (Árboles). Ha traducido libros de poesía de Charles Baudelaire, Arthur Rimbaud, André Gide, Antonin Artaud, Roger Munier, Emile Nelligan, Gaston Miron, Gatien Lapointe, Umberto Saba, Vincenzo Cardarelli, Giuseppe Ungaretti, Salvatore Quasimodo, Georg Trakl, Reiner Kunze, Carlos Drummond de Andrade, y en colaboración con Stefaan van den Bremt, Miriam van Hee, Roland Jooris, Luuk Gruwez, André Doms y Marc Dugardin. Libros de poesía suyos han sido traducidos al inglés, francés, alemán, italiano y neerlandés. Ha obtenido los premios mexicanos Xavier Villaurrutia (1992) y Nezahualcóyotl (2005). Y en España, el Premio Casa de América (2005) por su libro Viernes en Jerusalén. En 2004, se le distinguió con la Medalla Presidencial Centenario de Pablo Neruda otorgada por el gobierno de Chile. En París es miembro de la Asociación Mallarmé. En el 2009 obtuvo el premio de poesía Ciudad de Melilla, España. |
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