La
llamada “narrativa posmoderna” irrumpe en 1978, con tres obras que abren ya ese
espacio:
. Superando el
realismo y la denuncia, las tres convertían el lenguaje en protagonista de las
ficciones. Con
Rodrigo Parra Sandoval (Cali, 1938) rompía los esquemas
narrativos tradicionales, poniendo en evidencia el rancio anacronismo de las
instituciones del Estado, la moral, el fanatismo religioso que dominaban en
todos los aspectos de la vida y la impostura de los usos sociales, con un
sentido del humor que le ha permitido explorar técnicas y procedimientos
inéditos en títulos como
(2002).
(Anorí, Antioquia, 1936), quien no nombra la ciudad de
Medellín, pero la dibuja con finas pinceladas, ofreciendo una nítida y vibrante
fotografía, desde
(2009). Crítico y poeta, Ruiz Gómez se caracteriza por el rigor
de sus propuestas formales, por la habilidad para llevar a la prosa el lenguaje
sobrio y directo de su poesía, con lo que informa del cambio de valores y de
estéticas que introduce la cultura del narcotráfico en el país, ahondando en la
subjetividad contemporánea mediante el monólogo interior. Con él se puede decir
que la literatura colombiana se libera de la equivocada creencia de que la
belleza está en los adornos de la frase.
,
lo que fue un obstáculo para la promoción de una obra que merecería mayor
atención. Por otro lado, Manuel Mejía Vallejo (Jericó, Antioquia, 1923-1998)
obtiene el Premio Rómulo Gallegos 1989 con
(1984). Rafael Humberto Moreno Durán (Tunja, 1945-2005),
que acaparó gran parte de la atención crítica nacional e internacional publica en
España la trilogía
(1981-1986), situada en la Bogotá de los sesenta y los setenta, en el ambiente
universitario de la época. Aquí exploraba el mundo femenino con un lenguaje plagado
de juegos verbales y referencias intertextuales que ponían en evidencia la
robusta cultura libresca en la que se apoyaba.
(Pereira, 1939) que explora la ciudad en una novela de compleja
estructura, atravesada por intertextualidades, entre tiempos y espacios
superpuestos.
(1975) es una de las obras más importantes sobre
la violencia en Colombia. Sin embargo, no obtuvo en el país el reconocimiento
que merecía. La autora aborda este tema como memoria de infancia y nos da una
referencia, el año de 1967, en la ciudad de Bogotá, desde donde la protagonista
se proyecta hacia distintos tiempos del pasado. En un momento en que la novela
latinoamericana se sometía a la más audaz experimentación,
….exige mucha atención del lector. Metáfora
del adormecimiento de las décadas posteriores al magnicidio que hundió al país
en un inmovilismo atroz, el personaje recuerda hechos dolorosos de su vida
mientras se despereza. A esta le siguen títulos como
Igualmente debe tenerse en cuenta a Fanny Buitrago
(Barranquilla, 1945) quien sorprende por su precocidad con El hostigante verano de los dioses (1963). La ironía en esta autora
se anticipa a las posturas posmodernas ostensibles en narraciones como Los amores de Afrodita (1983) donde
recurre a la parodia, el humor y el pastiche, introduciendo distintos
lenguajes, tanto de los medios masivos de comunicación como del habla popular;
y en Señora de la miel (1993) entre
otras. Buitrago ha incursionado en distintos géneros, cuento, teatro,
literatura infantil y juvenil, consolidándose, junto con Albalucía Ángel, como
referente de la literatura hispanoamericana contemporánea en el contexto
internacional, gracias a la atención de la crítica especializada.
Al mismo nivel de estas escritoras se encuentra
Marvel Moreno (Barranquilla, 1939-1995) con tres libros de cuentos y una
novela,
En diciembre llegaban las brisas
(1987). Considerada una obra maestra por críticos como Jacques Gilard, Helena
Araújo y Fabio Rodríguez Amaya, este último destaca su minuciosa y elaborada «relojería»,
fruto de una pasión y una paciencia extremas, “con lo que logra focalizar y
rematar una idea absoluta de mundo, equilibrado y casi diabólico en su micro
mecanismo estructural”. Son cinco los métodos señalados por él en el proceso de
escritura de esta autora: la precisión analítica, el saber oblicuo, la lucidez
distante, la poética eversiva y la renovación lingüística.
Quedan fuera del canon muchos de
los autores nacidos en los cincuenta, aunque entre los mencionados, hay quienes
disfrutan de un sólido prestigio y también quienes empezaron a publicar en la
primera década del siglo XXI: José Luis Garcés, Julio Olaciregui, Jorge Eliécer
Pardo, Tomás González y Laura Restrepo (1950), Piedad Bonnett (1951), Rubén
Vélez, Sonia Truque y Eduardo García Aguilar (1953), William Ospina (1954),
Boris Salazar, Fabio Martínez y Harold Kremer (1955), Marco Schwartz, Enrique
Cabezas Rher, Gloria Inés Peláez y Claudia Ivonne Giraldo (1956), Triunfo
Arciniegas y Julio Paredes (1957), Alberto Esquivel, Héctor
Abad Faciolince y Evelio Rosero (1958), Lucía Donadío y Ester Fleisacher (1959).
Laura Restrepo (Bogotá, 1950)
lleva el testimonio y la crónica periodística a la novela, con ráfagas de
realismo mágico, en Dulce compañía
(1995), Premio Sor Juana Inés de la Cruz. En Delirio (2004), Premio Alfaguara de novela, cuestiona el ambiente
social, entre la corrupción política y la presión del medio familiar, desde la
locura femenina. En tanto que Piedad Bonnett (Amalfi, Antioquia, 1951), una de las
poetas más reconocidas, deconstruye la figura
del intelectual, desvelando su impostura y estrategias, en Para otros es el cielo (2004).
Heredero de Lezama Lima, Cabrera
Infante y García Márquez, Julio Olaciregui (Barranquilla, 1950) se adentra en
el mito explorando la riqueza, diversidad y complejidad de la cultura del Caribe,
dibujando trayectorias, superponiendo tiempos y espacios en
Dionea (2006). En el mismo contexto se
sitúa
Vulgata Caribe (2000), novela
épica de Marco Schwartz (Barranquilla, 1956), espejo del país, en la que
treinta mil colonos buscan un trozo de tierra intentando fundar su ciudad, como
en el relato bíblico, a merced de las promesas de políticos corruptos. Enrique Cabezas Rher (Guapi, Cauca, 1956) en
Miro tu lindo cielo y quedo aliviado
(1981) incorpora en el relato elementos propios de la cultura del Pacífico,
mientras que en
La estrella de papel (1990) se centra en la figura del burócrata y
su mediocre existencia con un arriesgado planteamiento formal. Eduardo García Aguilar (Manizales, 1953) publica
Tierra de leones (1986),
Bulevar de los héroes (1987) y
El viaje triunfal (1993), entre otros;
Héctor Abad Faciolince (Medellín, 1958) alterna la parodia, el realismo sucio, y el
autobiografismo en
El olvido que seremos
(2005). Julio Paredes (Bogotá, 1957) publica
La celda sumergida (2003) y
Cinco tardes con Simenon (2003); José Luis Garcés González (Montería, 1950) publica
Los extraños traen mala suerte (1984) y
Entre la soledad y los cuchillos (1985),
libros por los que ha sido premiado y a los que debe su prestigio.
Por otro lado, sorprende Alberto Esquivel (Cali, 1958) con un lenguaje descarnado
en el que refiere la vida de personajes callejeros en Acelere (1985), La vida de
los amigos tiene que respetarse (1994), Amor
en guerra (1996). Igualmente destaca Tomás González (Medellín, 1950)
en Los caballitos del diablo (2003),
con una prosa que nos informa desde el silencio; y Harold
Kremer (Buga, 1955) cuentista que aborda diversidad
de temáticas y técnicas narrativas, en su exploración de las pasiones humanas en
La noche más larga (1984), Rumor de mar (1989) y La cajita cuadrada (2007).
Evelio Rosero (Bogotá, 1958) fusiona
el realismo fantástico de un Felisberto Hernández con el realismo de Juan Rulfo,
cuyos procedimientos le permiten incursionar en el misterio, en la frontera
entre la vida y la muerte, en novelas como
El
lejero (2003) y
Los ejércitos
(2006), Premio Tusquets 2006. Aquí los personajes deambulan entre la niebla y el
silencio en busca de sus seres queridos retenidos, se adentran en el infierno, escuchando
los gemidos de los muertos en vida. El vínculo entre
lo íntimo y la historia, acerca a Rosero a
Alonso Aristizábal (Filadelfia,
Caldas, 1940), en
Si a usted en el sueño le dieran una rosa
(1997) escrita en homenaje a Marcel Schwob, donde explora los pozos de dolor y felicidad
que dejan los amores juveniles. El autor sitúa las experiencias amorosas en el
periodo inmediatamente posterior a la violencia, la dictadura de Rojas Pinilla,
tema tratado también en su novela
Una y
muchas guerras (1985).
Paralelo a la obra de
estos escritores circula la narrativa de Fernando Vallejo (Medellín, 1942),
quien irrumpe con visceralidad en páginas que destilan un amargo repudio por la
humana condición, por el autoritarismo de una cultura en la que la presencia de
la madre se impone con el peso de la religión. En El río del tiempo (1985-88) nos lleva a la infancia con una belleza
no exenta de crueldad, pero su escritura se desvía en La virgen de los sicarios (1994) para convertirse en una diatriba. Vallejo se presenta como el
autor de mayor vigor, en el contexto internacional. Sin embargo, tras la
primera lectura, sus novelas posteriores a 1994 quizás deban esperar el también
implacable juicio del tiempo.
La nómina de autores
desconocidos fuera de Colombia es tan extensa que exigiría la elaboración de un
diccionario. Con todas las limitaciones menciono algunos nombres que merecen la
atención como Saúl Álvarez (Bogotá, 1948), quien lleva uno de los mejores blogs
literarios, y se caracteriza por la contundencia de su escritura en novelas
como La silla del otro (2005) y ¡Otra vez! (2007); Gabriel Uribe Carreño (El Socorro, Santander, 1947)
ágil, audaz y ameno autor de Maquiavelo
en Verona (1998), El Último retrato
de Cecilia Tovar (2006); así como José Cardona
López, excelente cuentista, autor de la novela Sueños para una siesta (1986); Al
otro lado del acaso (cuentos, 2012); Marco Tulio Aguilera Garramuño
(Bogotá, 1949), de Aves de paraíso
(1981), Cuentos para hacer el amor
(1983) y Paraísos hostiles (1985),
premiado y reconocido por su talento narrativo. Capítulo aparte merecería Antonio
Mora Vélez (1942), artífice de la novela de ciencia ficción con un larga lista
de títulos entre la que destacan Glitza
(1979), Lorna es una mujer (1986), El fuego de los dioses (2001) y Los nuevos iniciados (2008).
La década de los noventa se caracteriza por la presencia
de los nacidos a partir de los sesenta que, como he dicho, pretenden
desmarcarse de una tradición literaria que consideran “cargada de referencias
librescas” y escrita para un público “culto”. Apoyados por los poderosos grupos editoriales se les ha dado a conocer en circuitos internacionales y se les
han otorgado los más prestigiosos premios y, además, en muchos casos, las
bibliotecas públicas del país que adquieren sus libros favorecen con esa
“ayuda” a las editoriales y, a la vez, los promocionan. Estos declaran no tener
prejuicios estéticos y dirigirse un lector “menos snob”, como diría en una
entrevista Efraim Medina Reyes (Cartagena, 1967), representante del llamado
realismo sucio, quien responde a un momento en que se utiliza el golpe de
efecto para atraer a un público distraído, bombardeado
por reclamos consumistas.
Lejos de este “realismo sucio” se
sitúa una narración inclasificable como Veinticinco
centímetros (1999) de Rubén Vélez (Medellín, 1953), relato o aullido, que
ahonda en el sórdido mundo de los sicarios de Medellín, que husmea en su
retorcida sexualidad. La escritura de Vélez, despojada de solemnidad, es de un
humor penetrante y corrosivo, ajeno a cualquier
pretensión efectista. Su más reciente publicación, La máquina no devuelve (2012) propone un salto al abismo, una
lectura entre líneas, libre de patetismo y cargada de fina ironía.
El hecho es que en los noventa estos grupos editoriales venden la ilusión de que se
asiste a un nuevo boom con autores
como Santiago Gamboa (Bogotá, 1965) que opta por el género policíaco con Perder es cuestión de método (1997). Se
aprecia una predilección por este género que vincula la violencia política con
el narcotráfico y se ignoran otras propuestas como las de Ramón Illán Baca (Santa Marta, 1938), autor
de Deborah cruel (1990) y Disfrázate como quieras (2002),
narraciones libres de solemnidad. Fuera del circuito comercial destacan en este
género autores como Octavio Escobar, con Saide
(1995), Pedro Badran (Magangué,
Bolivar, 1960) con Un cadáver en la mesa
es mala educación (2007), Hugo Chaparro (Bogotá, 1961) con El capítulo de Ferneli (1992), Nahum
Montt (Barrancabermeja, 1967) con El
esquimal y la mariposa (2005).
Mario Mendoza (Bogotá, 1964) da cuenta de los
sucesos escabrosos recogidos por la prensa, como la matanza en la pizzería
Pozzeto de Bogotá en
Satanás (2002,
Premio Biblioteca Breve Seix Barral),
Jorge Franco (Medellín,1962) con
Rosario Tijeras (1999), aborda desde un
personaje femenino el tema del narcotráfico y la corrupción que padece el país,
que ya había explorado Gustavo Álvarez Gardeazábal en
El Divino y que retoma Juan Gabriel Vázquez (Bogotá, 1973) en su
más reciente novela,
El ruido de las
cosas al caer (Premio Alfaguara, 2011). Sin embargo, muchas de estas
novelas, como indica Piedad Bonnett en un artículo publicado en
El País, adolecen de una gran simpleza
al caer en “estereotipos y maniqueísmos”, y en aburridas moralejas. No es el
caso de autores como
Pablo Montoya (Barrancabermeja, 1963), quien se distingue
por la elegancia de su escritura en obras celebradas como
Lejos de Roma (2008) donde aborda el tema del exilio del poeta
Ovidio; y la más reciente,
Los derrotados (2012), que narra la vida del
sabio Francisco José de Caldas. También destaca la escritura de Enrique Serrano
(Barrancabermeja, 1960), con títulos como
De
parte de Dios, o
Tamerlán (2003)
y César Alzate (Medellín, 1967) con novelas como
La ciudad de todos los adioses (2001) y
Mártires del deseo (2011), narración autobiográfica en la que caben
crónicas y testimonios de amores y de una abierta homosexualidad.
No está de más señalar la notable
presencia de narradoras que han ampliado el corpus de la narrativa colombiana,
en la primera década del siglo XXI, desde
Lina María Pérez Gaviria (Bogotá,
1949):
Cuentos sin antifaz (2001),
Cuentos punzantes (2006) y
Mortajas cruzadas (2008); María Cristina
Restrepo (Medellín, 1949):
La vieja casa
de la calle Maracaibo (1989),
De una
vez y para siempre (2001),
Amores sin
tregua (2006) y
La mujer de los
sueños rotos (2009), pasando por Claudia Ivonne Giraldo (Medellín, 1956):
El hijo del dragón (2007) y
El cuarto secreto (2008), Gloria Inés
Peláez (Manizales, 1956):
Roa Séptima con
Catorce (2007) y
La francesa de Santa
Bárbara (2009); Emma Lucía Ardila (Bucaramanga, 1957):
Sed (1999) y
Los días ajenos (2002);
las ya mencionadas Lucía Donadío (Cúcuta, 1959):
Alfabeto de infancia (2009) y
Cambio
de puesto (2012), Ester Fleisacher (Palmira, Valle, 1959):
Las tres pasas (1999),
La flor desfigurada (2007) y
La risa del sol (2011), Lucía Victoria
Torres (Medellín, 1960):
El amor no es
una rosa (1986),
El soldado de cuerda
(2005),
Dejó una mariposa su capullo
(2008) y
Rojo como tu pelo (2009),
Carolina Sanín (Bogotá, 1973);
Todo en
otra parte (2005), hasta Andrea Cristina Rozo Gil (1978):
Turismo orgánico (2009) y un largo
etcétera. Tal circunstancia exigiría una mayor atención al corpus de la
narrativa que valore estas obras con amplitud de miras, con la consciencia de
que el talento y la calidad literaria tienen poco que ver con el género de sus
creadores y artistas.
En la primera década del XXI la
historia recibe otro tratamiento con William Ospina (Padua, Tolima, 1954),
Premio Rómulo Gallegos, 2009, quien aborda la conquista en Ursúa (2005) y El país de la
canela (2008). En ellas se exalta la temeridad, el ímpetu de la empresa colonizadora,
se señala el poder destructor, la arrogancia y el desconocimiento del diferente.
Mientras Fabio Martínez (Cali, 1955) con
Balboa:
el polizón del Pacífico (2007), se acerca al relato de la historia con el
sentido del humor que caracteriza su escritura, ágil y fluida, desde esa
primera novela,
Un habitante del séptimo
cielo (1989), hasta
Baal y los hombres
invisibles (1994). Con humor, pero negro, ya había asumido la historia
Álvaro Miranda (Santa Marta, 1945), el periodo de la Independencia, en
La risa del cuervo (1984). También
Manuela Sáenz pasa a la ficción en
Nuestras
vidas son los ríos (2007), de Jaime Manrique Ardila (Barranquilla, 1949), y
La otra agonía. La pasión de ManuelaSáenz (2006)
, de Víctor Paz Otero (Popayán, 1945). Del mismo modo,
Roberto Burgos Cantor (Cartagena, 1948), se centra en el tema de la esclavitud en
La ceiba de la memoria (2008). Esta obra
que obtuvo el Premio Casa de las Américas 2009, refiere el dolor humano y apela
al valor moral de la compasión para conjurar las heridas históricas. Miguel Torres
(Bogotá, 1942) vuelve sobre el episodio más narrado de nuestra historia, el
bogotazo, en
El crimen del siglo
(2006) donde le da una vuelta de tuerca al tema desde el punto de vista del
asesino.
La saga de las novelas sobre la
violencia presenta una línea de continuidad empezando por El día del odio (1952) de Osorio Lizarazo (Bogotá, 1900), pasando
por El día señalado (1964), de Manuel
Mejía Vallejo, Cóndores no se entierran
todos los días (1971) de Gustavo Álvarez Gardeazábal (1945), Estaba la pájara pinta sentada en el verde
limón (1976), El jardín de las
Hartmann (1979) —las Weismar en posteriores ediciones—, de Jorge Eliécer
Pardo (El Líbano, Tolima, 1950), Las novelas de Arturo Alape, entre las más
notables: La noche de los pájaros
(1984) y El cadáver insepulto (2005),
hasta Abraham entre bandidos (2010)
de Tomás González.
En
El crimen del siglo Torres nos introduce en el ambiente de las
clases populares en la Bogotá de los años cuarenta, en cuyo seno se gesta el
líder que ha de redimirlas y también quien ha de ejecutarlo. El asesino
despierta nuestra conmiseración cuando entendemos que él mismo es un
instrumento de fuerzas oscuras y debe cumplir la orden de aquellos que jamás
muestran el rostro, pero deciden los destinos del país. La realidad se nos
presenta en una vívida puesta en escena, con un lenguaje cercano y accesible a
cualquier lector.
En resumen, la mejor narrativa
colombiana no ha tenido el reconocimiento que merece más allá del ámbito
nacional. Segregadas por las estrategias del marketing, la mayoría de las obras
experimentales, arriesgadas y comprometidas con la literatura, quedan fuera de
la maquinaria que decide el éxito y coloca los libros en los circuitos
internacionales, desde unos parámetros ajenos a lo literario.
Pero este desdén hacia la
literatura, entendida como tal, se debe también al hecho de que actualmente no
existe en el país una crítica rigurosa y argumentada que cuestione los
productos del mercado, sin temor a indisponerse con los grupos hegemónicos y
que, además, sea capaz de acoger y valorar propuestas formales e innovadoras de
calidad. Después de Baldomero Sanín Cano, no se cuenta con críticos de la
dimensión del uruguayo Ángel Rama, cuya amplia perspectiva le permitió trazar
el proceso de la novela hispanoamericana anterior y posterior al boom. Tampoco se cuenta con trabajos
como los del investigador Jacques Gilard, que, entre otras aportaciones, revisó
los archivos municipales del Caribe donde descubrió en la prensa de los años
cuarenta a autores olvidados y enterrados, pese a sus importantes propuestas
formales. Desafortunadamente para el proceso de la narrativa colombiana, gran
parte de los proyectos, que Gilard llevó a cabo con Fabio Rodríguez Amaya,
siguen inéditos. Hay que señalar también la labor crítica, de traducción y
difusión de éste último, quien ejerce su magisterio como catedrático de
Literatura Latinoamericana en la Universidad de Bérgamo, en Italia, donde, con
independencia de criterios, ha dado a conocer a muchos de los autores
colombianos fuera del marketing.
Asimismo es meritorio
el trabajo de las editoriales universitarias, de los editores independientes
que se arriesgan con los libros que el mercado considera no comerciales. En
esta encrucijada la literatura colombiana busca una salida en la Red, en las
publicaciones universitarias, en los nuevos soportes, lo que demuestra la tenacidad
y convicción de sus creadores, quienes asumen el compromiso con la escritura,
con su verdad, pese a la exclusión y al silencio, en un contexto cultural
cerrado y localista. Pero es también muy estimulante comprobar que tenemos una
importante reserva, pues como les sucede a los buenos vinos, las grandes obras,
que siempre mejoran con el tiempo, pueden esperar el momento de su
consagración.
[1] Consuelo Triviño Anzola, narradora y ensayista, Bogotá, 1956, es doctora en Filología Románica
por la Universidad Complutense de Madrid, ha sido profesora de Lengua española
y de Literatura hispanoamericana en la Universidad Nacional de Colombia y en la
Universidad de Cádiz. Está vinculada al Instituto Cervantes desde 1997. Su obra
narrativa ha sido valorada por la más exigente crítica literaria. El escritor Darío Ruiz Gómez ha señalado su
aporte al proceso de la narrativa en el país. Críticos, como Julio Ortega de la
Universidad de Brown, subrayan la alta calidad de su prosa y su tersa escritura,
en novelas como La semilla de la ira
(2008) -inspirada en el polémico escritor colombiano José María Vargas Vila-,
considerada una de las mejor escritas y narradas de la literatura colombiana y
latinoamericana. Prohibido salir a la calle (1998, La Mirada Malva, 2009, Sílaba Editores, 2011) aborda la
infancia desde los ojos de una niña, en la Bogotá de finales de los sesenta y
principios de los setenta. Helena Usandizaga, profesora Titular de Literatura
hispanoamericana de la Universidad Autónoma de Barcelona, la sitúa como referente
de la novela de formación y del proceso de cambios sufridos en la ciudad de
Bogotá. Del mismo modo, en su novela Una isla en la luna (2009), la autora rompe con las convenciones del realismo,
recurriendo a la auto reflexión y la fragmentación para desmotar la identidad
de unos personajes, hijos de las reivindicaciones de mayo del sesenta y ocho,
con sus discursos ideológicos tendenciosos. Los cuentos reunidos en La casa imposible (2005), traducidos y
antologados en importantes colecciones, han recibido la atención de la crítica
que señala su arriesgada escritura y vibrante vitalidad.