Nació en Buenos Aires, en el año 1974. Es Licenciada en Artes de la Universidad de Buenos Aires. Fue premiada en concursos literarios, entre los que se destacan: Primer Premio Municipal de la Ciudad de Buenos Aires Cuento Inédito 2004/5 (fallo 2011) y Primer Premio en el XXXVIII Concurso Latinoamericano de Cuento “Edmundo Valadés”, Puebla, México, 2009, entre otros. Su última publicación es Matar a la niña, novela, editorial Textos Intrusos, 2013 y en el 2014 en su versión e-book, Editorial Sopa de Letras.
Tiene cuentos y poesías publicados en antologías, revistas y diarios. Fue jurado en concursos de cuento.
Para M.M.B
Teicher despertó con la resolución de que, en algún momento de la mañana, tenía que patear a Nietzsche. Estaba frenético. Boca jugaba el partido definitorio por el Torneo Apertura, contra River. Ese hecho merecía ser festejado con una patada sanguinaria. Cuando llegó a la cocina, lo vio sentado. Midió la distancia entre su pie y la cabeza de Nietzsche. Necesitaba golpearlo en el medio de los ojos para aturdirlo por varias horas y que no interrumpiera el partido. Se concentró pensando en el gol de media cancha del '79 que Seppaquercia metió a los cinco segundos de empezado el partido contra Huracán. Cuando gritó “¡Goooooooool, carajo!” Nietzsche lo miró de reojo y esquivó magistralmente el pie enloquecido. De un salto, aterrizó cerca de su plato y se dedicó a comer. En el proceso de patear a Nietzsche, que se había prolongado de manera innecesaria debido a la preparación anterior y a la sorpresa de la falla posterior, Teicher no logró mantener el equilibrio y cayó de forma abrupta. El golpe fue tan violento que tardó en reaccionar y, cuando lo hizo, tomó conciencia de que no podía moverse. Nietzsche siguió comiendo, inmutable, sin mirarlo.
Nietzsche
había recibido a lo largo de la vida una cantidad formidable de sobrenombres. Friedrich Wilhelm
Nietzsche para las presentaciones formales “Les presento a Friedrich Wilhelm Nietzsche, estamos orgullosos de él”; Friedrich para los momentos neutros “Friedrich, ahora no, más tarde”; Nichi, para los momentos cariñosos “Nichi bonito, qué lindo bigote, Nichi”; Nichito Malo, para los retos “Nichito Malo, sé bueno” Nichi Nuchito, para los momentos de amor insano “Nichi Nuchito, te amo, te amo, te amo, te amo”. Esa era la serie de apodos que su ex mujer repetía, sintiéndose orgullosa de su inventiva mediocre. Teicher no lo llamaba de ninguna manera. Tenían una relación de conveniencia. Se ignoraban mutuamente. Ese contrato tácito funcionó hasta el día en que su ex mujer lo dejó. Después fue inevitable. Nietzsche para las presentaciones formales “Este es Nietzsche. ¿Le gusta? Lléveselo, por favor”; Demente-Esquizofrénico-Desquiciado para los enojos “¡Demente-Esquizofrénico-Desquiciado no arruines los libros!”; Bola Estúpida, para los momentos neutros “Bola Estúpida, tu existencia es inútil”; Objeto Inservible, para los días de lluvia “Objeto Inservible, podrías ser un paraguas”; Inmundicia Sifilítica, para los momentos filosóficos “Inmundicia Sifilítica el eterno retorno se creó para que yo pueda patearte por siempre”.
Teicher nunca había entendido dos cosas. La primera, y más importante, era comprender por qué su ex mujer lo había abandonado. No a él, eso no le interesaba, sino a esa cosa animada con pelos. La segunda era descifrar por qué había elegido ese nombre, y no uno digno de su mentalidad volátil como “Pelusa” o “Micifuz”. Era imposible que ella percibiera cabalmente la filosofía de Nietzsche como para que el nombre implicara un homenaje. Aunque sospechaba que su ex mujer tenía una sordidez encapsulada que convivía alegremente con su monumental simpleza e inutilidad. Se llamaba Isabel, igual que la hermana del filósofo. De la inmensa riqueza que emanaba de un personaje como Nietzsche haber elegido ese aspecto, el de la relación enfermiza entre Elisabeth y su hermano, y no el más liviano, del parecido con el bigote, le producía tal aversión que pensó en matarlo y embalsamarlo y, después de ese proceso de goce, mandárselo por correo a su ex para que, finalmente, practicara un incesto zoófilo y necrófilo.
Teicher seguía tirado en el piso repugnante de la cocina, indefenso. Tomó una serie de notas mentales: “Contratar a una persona para que limpie el piso, urgente”, “Matar a Nietzsche”, “Levantar los muebles para recuperar todos los objetos supuestamente perdidos”, “Matar a Nietzsche”, “Volver al gimnasio, ponerme en forma y patear con éxito a este animal nauseabundo, por siempre”. Vio pasar a una cucaracha por debajo de la heladera, pararse en el medio de la cocina, mover las antenas, subir por la mesa y caminar entre la cerveza helada, el sándwich, las papas fritas, para perderse dentro del queso roquefort. El descaro de la cucaracha le pareció un insulto a su condición de mamífero futbolero depredador.
Faltaban diez minutos para el partido y, antes de la apocalíptica patada voladora, había llevado a cabo el ritual. Se había levantado con el pie derecho; había caminado al baño recitando el listado de los concentrados; se había bañado usando sólo la mano derecha; había cantado los hits de la hinchada como “Boca es mi vida, es la alegría, sos lo más grande de la Argentina, lo corre a Racing y a las gallinas, lo corre al Cuervo y a la policía, dale bo, dale bo.”; había escrito en el espejo empañado “¡Vamos Xeneizes, mierda!”; se había puesto la camiseta reglamentaria que compró cuando ganaron la Supercopa del 89; los calzoncillos y las medias agujereadas que usaba para todos los partidos; había preparado la comida sistematizada, la que comía siempre en el mismo orden y en las mismas proporciones; había aislado la casa de sonidos externos cerrando persianas y ventanas porque necesitaba absoluta concentración y ya había prendido el televisor en el canal correspondiente. No podía, bajo ningún concepto ni situación, perderse ese partido porque esa falta, lo sabía con certeza, podía provocar un desequilibrio energético en el balance cabalístico depurado a lo largo de siglos por los hinchas futboleros. Intentó arrastrase, pero cualquier movimiento lo obligaba a gritar de dolor. Los puntos deseados, como el teléfono o el sillón, estaban a una distancia abismal. Se quedó boca arriba, mirando el techo.
Para serenarse empezó a recitar los Títulos Internacionales: “1977 Copa Libertadores de América, 1978 Copa Libertadores de América, 1978 Copa Intercontinental, 1989 Supercopa de América, 1990 Recopa Sudamericana…”. Nietzsche, que se paseaba por la casa, decidió caminar sobre el pecho de Teicher, dejando en evidencia que no consideraba al cuerpo de ese humano como a un obstáculo, ni reconocía su presencia. Teicher gritó “Parásito asesino de Dios…” y se atragantó. En ese momento supo que Dios, efectivamente, había muerto porque ningún dios, ni ningún grupo de dioses, ni siquiera un simple demiurgo podían aprobar semejante castigo. La evidencia de tal afirmación le produjo terror. Era tal la brutalidad de lo que le estaba pasando que sólo cabía la posibilidad de la existencia de un virus letal, capaz de haber liquidado a todas las hordas celestiales, incluso a los dulces y pegajosos puttis alados. Dios había muerto y sabía que si Boca no ganaba, no había muchas oportunidades de que ni Dios, ni Jesús, ni la Santísima Trinidad resucitaran porque él se iba a encargar de asesinarlos cuantas veces fuera necesario. Nietzsche pasó la cola por la cara de Teicher que decidió, automáticamente, ignorar a eso, a esa cosa irrespetuosa que ni siquiera consideraba el detalle de que, gracias a su infinita misericordia, no lo había exterminado, aún.
En medio de estos pensamientos perdió la conciencia. Cuando despertó no sabía dónde estaba. El golpe había atontado a Teicher de tal manera que no podía pensar con claridad, hasta que vio a Nietzsche, peligrosamente cerca, mirándolo fijo con una especie de sonrisa como si sintiera un placer secreto por verlo en esa situación degradante. Miró el reloj de la cocina y gritó. Faltaban cinco minutos para que terminara el partido. El dolor no podía ser un impedimento. Tenía que llegar al living. Él nunca se había perdido un solo partido en toda su vida.
Pensó en jugadores descomunales como Silvio Marzolini, Rojitas, Antonio Roma, el Leoncito Pescia, el Loco Gatti, Roberto Mouzo y, en honor a esas luminarias, hizo el esfuerzo sobrehumano de arrastrarse. El dolor le cortaba la respiración y, para concentrarse, repetía mentalmente: “Boca te quiero, antes de ser gallina yo me muero”. Cuando logró llegar a la puerta del living y estirar el cuello escuchó como Borobio relataba el final del partido: “Estamos acá en la mítica Bombonera, en el barrio de La Boca, nada más y nada menos que en el clásico de los clásicos, Boca-River y estamos llegando al final del partido. Un partido que tuvo de todo, dos goles por bando, goles de cabeza, de penal, de fuera del área, jugadores expulsados y un clima increíble. Este partido, en este estadio debería encabezar la lista de eventos deportivos que hay que ver antes de morir. Pero volvamos a la acción. El partido está 2 a 2 y lleva la pelota el Diablo Monserrat, ataca River, que lo quiere ganar sobre la hora, va por derecha Monserrat, elude a Pineda, tira el centro, cabecea Salas y ¡ataja el Mono Navarro Montoya! ¡El partido está para el infarto! Sale rápido el Mono con un saque largo a mitad de cancha, la baja el “Yorugua” Cedrés, lo marca Ayala y le hace falta. Amarilla para Ayala y tiro libre para Boca. Puede ser la última pelota de la noche. Estamos en tiempo cumplido. Bilardo, el técnico de Boca, manda a todos al área. Ahí mismo esperan el “Tweety” Carrario, Cedrés, el uruguayo Guerra, también suben los centrales, la “Tota” Fabbri y el Negro Cáceres van a buscar el cabezazo ganador. Ahora es Boca quien quiere gritar sobre el final y llevarse toda la gloria, así que pone toda la carne en el asador. El árbitro da la orden, Mauricio Pineda tira el centro, se eleva el uruguayo Hugo Romeo Guerra entre los centrales de River, cabecea con la nuca ganándole a sus marcadores y…” Y Nietzsche que estaba acostado en el sillón, pegó un salto sobre el control remoto y apagó el televisor.
Por un segundo Teicher no entendió qué era lo que estaba pasando. Después, atónito, sintió un dolor fulminante en el brazo izquierdo que se extendió al pecho. Sabía que esos eran los síntomas de un infarto. Entendía que iba morir de rabia, de impotencia, de dolor y que nunca iba a conocer el resultado del partido. Nietzsche le pasó la cola por la cara y caminó filosóficamente hasta la cocina.
Antes de morir, Teicher supo con certeza dos cosas. La primera, haber comprendido finalmente por qué su etérea y sórdida ex mujer había elegido ese nombre de tanto peso para un gato insignificante. La segunda y más importante, el motivo por el cual ella había abandonado a Nietzsche. El eterno retorno se encargaría de que la simple y eficaz acción de apagar el control remoto de Nietzsche y, como consecuencia de ello, su muerte (el perfecto homicidio premeditado de su ex mujer) se repitiera una y otra vez.