Blas Matamoro

           Blas Matamoro 

Buenos Aires, 1942, escritor, periodista y crítico literario y musical.
Ha sido corresponsal de La Opinión y La Razón (Buenos Aires), Cuadernos Noventa (Barcelona) y Vuelta (México, bajo la dirección de Octavio Paz, de 1988 a 1998). Dirigió Cuadernos Hispano-americanos (1996-2007) y colabora en diversos medios como crítico literario y musical.
Escribe para la revista Scherzo, donde tiene una bitácora personal habitual. Entre sus ensayos destacan Por el camino de Proust (1988), las biografías de Schumann (2000) y de Rubén Darío (2002), o sus estudios musicales Proust y la música (2008) o Thomas Mann y la música (2009).
En 2010 ganó el Premio Málaga de Ensayo con su obra Novela familiar: el universo privado del escritor. En 2012 publicó una antología de sus cuentos, Los bigotes de la Gioconda (Tres Rosas Amarillas).
Es autor de los ensayos Cuerpo y poder. Variaciones sobre las imposturas reales (Fórcola, 2012), y El amor en la literatura: De Eva a Colette (Fórcola, 2014) y Lógica de la dispersión o de un saber melancólico (Mirada Malva, 2006), entre otros.
Es prologuista de las biografías Juan Rulfo. Biografía no autorizada (Fórcola, 2012), de Reina Roffé, y de Vivant Denon. El caballero del Louvre (Fórcola, 2012), de Philippe Sollers.





La gallina ciega *[1]

  

Al ir a la conferencia del profesor Guillaume me encontré en la puerta de Marchetti´s con el filólogo Stanis Pannekakis. Su grado de alcoholemia era todavía discreto, por lo que entendí que no estaba saliendo del local, sino seguramente a punto de entrar. Le pregunté si pensaba escuchar a Guillaume, tal vez con el soso propósito de evitarle una borrachera.

—No sé qué hacer, Lea –me dijo. Guillaume estará con Luisa. Temo no soportar la visión.

—Lo mejor es mirar las cosas cara a cara –dije– y acostumbrarse a la nueva situación. Yo te ayudaré a pasar el mal momento.

—Lo descuento, buena amiga. Pero ¿cómo mirarme cara a cara con Guillaume, si es ciego?

—Tanto mejor. Un personaje menos. La conferencia te distraerá. Guillaume es un hombre sabio y un charlista encantador. Ya verás.

Y, decididamente samaritana, lo tomé del brazo con energía y lo llevé al local de la Asociación Pro Arte. La sala estaba llena y pudimos disimularnos en unos sitios alejados de la tribuna. Había expectación entre la gente porque, tras años de ausencia, Guillaume volvía a su ciudad natal desde la remota Chicago donde enseñaba historia de la pintura moderna. Mientras, y a pesar de su ceguera, Guillaume acrecía su fama mundial, Stanis trataba en vano, en el fondo de húmedas bibliotecas y a través de viajes por las arduas carreteras de Grecia y Yucatán, de esclarecer el estado de la cuestión sobre escrituras imposibles, el maya y el cretense. Su amor por Luisa y por los manuscritos indescifrables probaba su gusto por los callejones sin salida. A su manera, inclinado sobre signos sin sentido, Stanis es también un ciego y hace de la ceguera de sus amantes un destino para Luisa.

La entrada de Guillaume, con Luisa del brazo, construyó un silencio lleno de elocuencia, apenas agrietado por el tintineo de joyas y carteras que se abrían y cerraban nerviosamente. Guillaume es un cuarentón altivo y elegante, al cual la ceguera da ese aire de ausencia sonriente que logra parecer algo vagamente sacerdotal. Me acerqué a saludarlos y conté a Luisa, en voz baja y lenguaje telegramático, que estaba con el lingüista desesperado. Ella lo buscó con la mirada y nunca mejor empleado el tópico para decir que se la clavó a la distancia, como esos puñales que los prestidigitadores arrojan, cargados de brillante crueldad y sin intención hiriente, a sus azafatas, en las ferias de curiosidades y los circos. Stanis se quedó, a su vez, clavado en aquella mirada, convirtiendo el juego en un duelo con arma blanca.

Entre el público estaba todo el mundo, como suele decirse, reduciendo el mundo a una sala de conferencias. Destaco la presencia de Clarita Gómez, antigua alumna de Guillaume, su amor imposible (de Clarita, quiero decir). Se guardaba soltera y aparentemente solitaria, custodiando el tesoro de su devoción no correspondida. No encuentro más que tópicos, pero si se puede comer a alguien con los ojos, Clarita, ostensiblemente, se estaba devorando a Guillaume.

La conferencia fue un espectáculo muy peculiar. Las luces bajaron de intensidad y el salón, con sus oros apagados y su antigua pompa, rodeó como un vasto halo la figura de Guillaume, un ciego que hablaba de artes visuales. Un reflector azulado lo destacaba en la penumbra y el lujo de las diapositivas que pasaban a ambos lados del conferencista –el tema era la pintura barroca de Tiepolo y Watteau– se multiplicaba en los espejos y en los cristales de las puertas. Damas de brocado, jardines sofocantes, desnudos opíparos y plumajerías circulaban como una multitud de leyenda a nuestro alrededor.

La atención que puse en el acto no me impidió observar a mis personajes. Las miradas de Stanis y Luisa se iban ablandando, rodeadas de suaves sonrisas, de rememoraciones calladas, de palabras sobreentendidas. En cuanto a Clarita, era notorio que recorría con sus ojos la boca de Guillaume, atrapando y acaudalando cada cosa que decía, para luego subir hacia las pupilas del ciego, que parecían contestar a sus ansiedades y devolverles una visión inexistente.

Debo confesar que la ilusión provocada por Guillaume en sus conferencias es impresionante. Cuando habla y explica los cuadros que nosotros vemos y él ya nunca podrá ver, parece un perfecto vidente. Las imágenes discurren a ambos lados del maestro y él las señala y detalla como si las estuviera viendo.

—Observen esa nube, ese muslo, ese cojín – dice, por ejemplo, y sus ojos se encienden con la expresión que corresponde, mientras sus manos acarician el objeto como si lo sustrajeran a la chata reproducción y lo pusieran al alcance de nuestras propias manos. Es inquietante Guillaume, porque habla sin perder la dirección de sus miradas en el vago espacio, sino fijándolas en las ajenas, penetrándolas, buscando aquiescencia, recibiendo aprobación silenciosa y elocuente. En el vértigo de la persuasión, creemos que ha recobrado sus plenos sentidos y todos contemplamos lo que él contempla.

Un aplauso estruendoso coronó la conferencia y Guillaume, de pie, enhiesto y flexible, agradeció como un concertista triunfante, inclinando la cabeza y mirando, por fin, cara a cara, a cada quien de nosotros. Abriéndose paso entre la multitud impertinente y perfumada, Luisa vino hacia mí y, con gesto nervioso, me apretó el brazo y me dijo, imperiosa:

—Ocúpate un momento de Guillaume. Necesito hablar con Stanis.

Se alejó hacia un rincón, donde la esperaba el desasosegado filólogo, y empezaron un diálogo que yo no podía descifrar pero que, por lo animado de las expresiones, parecía interrumpido poco antes y no reconocer una pausa de años. Me acerqué a Guillaume como pude y le dirigí las palabras al uso.

—¿Cansado, maestro? Imagino sus emociones. ¿Sabe quién soy?

—Por supuesto que sé. No entremos en detalles.

— Estaremos un rato juntos. Me hago cargo de usted.

— Sí, sí, un rato largo, en cuanto logre deshacerme de esta gente caníbal.

Bajo el control remoto y sin esperanzas de Clarita, Guillaume saludaba con mecánica gentileza y hasta se atrevió a firmar varios libros que los caníbales le tendían, persuadidos de que la ceguera no era ningún obstáculo. Por fin, tanteando cuerpos, me tomó del brazo y me dijo:

—Luisa, quiero ir a tomar unas copas al Marchetti´s. Ya sabes, es mi casa de infancia y me gustaría volver a ella.

¿Estaba tan confundido o lo hacía a propósito? ¿No distinguía mi voz, el tratamiento de usted, los detalles sin coincidencia de mi cuerpo con el de Luisa? Nunca lo sabré, pero estaba encantada con la confusión o lo que fuera. Luisa y Stanis habían desaparecido, de modo que nos quedaba el campo libre para seguir el disparate, el bello disparate.

Marchetti´s está a pocas calles del local donde ocurrió la escena anterior, de modo que anduvimos a pie la distancia, por aceras arboladas que una reciente lluvia primaveral volvía embalsamadas de flores nuevas. Guillaume me apretaba fuertemente, supongo que según han de hacer los ciegos, me dirigía furtivas caricias y evocaba momentos de su pasado que habían transcurrido en aquellos lugares. Por la acera de enfrente nos seguía Clarita Gómez, de fijo cada vez más sorprendida de aquel, para ella, espantoso espectáculo: Guillaume se estaba metiendo mano con una mujer que no era Luisa pero que tampoco era ella.

Llegamos a Marchetti´s. El palacete borbónico estaba espléndidamente restaurado y desvirtuado. Después de los Guillaume, vivió años de abandono, sirvió de oficina a la Seguridad Social, como clínica psiquiátrica y ahora era un sitio de copas. Guillaume tocaba las paredes, las balaustradas, las puertas, reconstruyendo la casa familiar: el vestíbulo, el salón, el comedor, la biblioteca. Hasta exigió subir al primer piso, donde los reservados, explicándome cada alcoba y cada tocador.

Nos instalamos en una mesa y pedimos unos cocktails de aquellos tiempos. Cuál no sería mi sorpresa al ver en un puesto vecino a Stanis y Luisa que se hablaban al oído, ahogaban sonrisas y se aislaban del mundo, sin reparar en nadie, ni siquiera en nosotros. Stanis agotaba dosis de vodka que Luisa apenas podía seguir, en tanto, desde un rincón, Clarita abusaba de la Coca-Cola, acalorada y ruborosa, pues una mujer sola en un lugar de copas deja estrecho margen al observador.

Guillaume y yo, tuteándonos, nos perdíamos en los cuentos de un pasado que no habíamos compartido. ¿Con quién estaba él, con quién estaba yo? Los cocktails me hicieron comprender que, en ciertos momentos, lo mejor es no intentar comprender. A cierta altura de la conversación, con mis manos entrelazadas a las de Guillaume, me sentí una carnosa dama de Watteau o de Tiepolo.

—Vamos al jardín – dijo el maestro --. Me trae más y más recuerdos.

Salimos al aire libre. Había una luna cómplice sobre los húmedos senderos, que todavía no habían sido molestados por la restauración.

— Vamos al pabellón de los juguetes. Está allí al fondo – dijo el ciego, con esa seguridad del ciego que todo lo ve.

—Pero, querido, está cerrado. Esta parte de la casa no ha sido habilitada.

— No temas, Luisa, conservo la llave de aquellos tiempos.

El pabellón de los juguetes es un pequeño chalé donde los niños de la casa guardaban sus trastos de diversión y hacían los deberes bajo la vigilancia del preceptor. Ahora está lleno de sillones y biombos que lo dividen en involuntarios espacios íntimos. Advertí que Clarita nos seguía discretamente, pero ya nada podía hacer para interrumpir el cuento. Abrimos la puerta y entramos. Guillaume se tendió, con ciega seguridad, sobre un Récamier tal vez color mostaza. La insistente luna astillaba las cosas y las proveía de fantasmas.

—Ah, el tiempo perdido – exclamó Guillaume con entusiasmo, supongo que entusiasmo por la pérdida del tiempo.

Dos fuertes manos aferraron mis hombros y una voz susurró a mis espaldas:

—Está prohibido entrar en el pabellón, señorita Lea. Soy el gerente del local.

Me volví aterrorizada. Nos habían descubierto y la historia galante se volvería un ridículo espectáculo. Pero me vi ante Damián Pedrocchi, espléndido en su esmoquin blanco, bronceado como siempre por el sol de las piscinas, sonriendo con tierna suficiencia y con sus ojazos verdes que intentaban resplandecer en la oscuridad. Damián, aquellos días en las Bahamas, ¿era concebible como carcelero?

—Te estuve observando desde que entraste con el ciego. Estás tan apetecible como siempre. Ya sabes: toda aventura paga su precio –dijo, con fascinado acento de amenaza.

— Estoy dispuesta a pagarlo – repliqué cayendo en sus brazos, porque nada mejor podía hacer que dejarme ir ante su enorme presencia sofocada y cálida. Por suerte, Clarita Gómez entró en ese momento y se dirigió al Récamier donde Guillaume suspiraba “Luisa, Luisa”. Los últimos en llegar fueron, justamente, Luisa y Stanis. Todos desaparecieron  –mejor dicho: desaparecimos– tras unos oportunos biombos. El resto de las palabras fueron esas torpezas deliciosas que corresponden a la situación. Nuestras mínimas voces se hacían respuestas entre las cosas que nos protegían, nos aislaban, nos señalaban.

—Ah. Luisa, los ecos del amor, los ecos de los años –decía Guillaume, como dirigiendo la escena desde su ceguera y aceptando entre sus brazos a la victoriosa exalumna.

Salí del brazo de Damián, Guillaume del brazo de Luisa y Clarita, tan sola como Stanis.

—¿Qué tal la has pasado, mi amor? – dijo Guillaume a Luisa.

—Como nunca, amor mío – contestó ella.

Sentado en un banco del jardín, Stanis sollozaba a la luz de la luna. Clarita se le acercó y le dijo:

—No llore, buen hombre. El mundo está lleno de gente. 


[1] *Del libro Las barricadas misteriosas