Por Saúl Sosnowski [1] Escritor e investigador argentino
Escribir por el 50º. aniversario de Rayuela o por el centenario del nacimiento de Cortázar es operar por el lado de acá de los calendarios más que por las esferas de tiempos y de mundos que nos enseñó a ver. Pero a pesar de ello, pensar en 1914 y en 1984 permite dibujar en voz alta algunas marcas y no pocas huellas. Lo que se irá desglosando podrá ser leído como un diálogo con y a través de Cortázar y no tanto como otro testimonio de uno de sus lectores. Pero, ineludiblemente, voy hacia lo personal al tener ante mí la foto de nuestro primer encuentro. Es de 1973 y fue tomada en un congreso que conmemoró el 10º. aniversario (ahí va otro) de la publicación de Rayuela, divisoria de aguas en las letras argentinas, lectura obligatoria para más de una generación, y brújula para más de un argentino anclado en París, en Buenos Aires, o en un campus del norte sobre el norte. En “Sobre los clásicos” Borges considera los textos que los pueblos interrogan como si albergaran el secreto de sus orígenes y las claves del porvenir, interrogación que a su vez contribuye a la supervivencia de esos textos. Asociar esa noción a la narrativa de Cortázar le asignaría un aire de solemnidad poco acorde con hábitos menos monásticos y espirituales y con numerosas páginas escritas y leídas a contrapelo. Y sin embargo, y mal que le pese a más de un parricida porteño (incluyendo a quienes tanto asimilaron sus lecciones que su propia iniciación es parte del vacío), sus textos nos permiten interpretar décadas y cambios históricos, cuestiones con la vida y estrategias narrativas que el tiempo ha demostrado inimitables. Y junto a esa práctica, hay una rectitud y una conducta ética que el tiempo también ha demostrado que sí se podrían emular. Pertenezco a una tradición en la que un juego de palabras permite concluir, no siempre irónicamente, que después de la muerte todos son santos. Este no es el caso de Cortázar; tampoco pienso en canonizaciones (que son de otra cofradía), aunque sí rompió más de un canon en las letras, así como en otras zonas que le competen al intelectual consciente de su lugar y de su hora. Cortázar jugó y se jugó: con la seriedad que exigen los juegos, lo hizo con la literatura recordándonos para siempre que una página que nos deja inalterados es inútil o de corta duración; que jugar amando y amar jugando le dan nombre a la felicidad y son modos de supervivencia; que sin humor es imposible entrarle a la vida por la vía simpática (la única que los años nos enseñan a valorar); que quedarse en los márgenes no justifica el estar aquí y acabar dejando otra página en blanco. Algunos de sus cuentos mostraron cómo hilvanar versiones de realidad sin dejar rastros de la costura mientras que otros textos montaron la cocina del escritor. Frecuentemente, nos sometía a una magia deseada y necesaria; cada tanto, en instancias de creciente fascinación, develaba algún truco. Compartiendo una sensación de carencia ante todo lo que es ‘esto’, transitamos por tiempos y espacios simultáneos. Después de todo, no puede ser que ‘esto’ sea todo. ¿Y si lo fuera? Toda respuesta remite a un artículo de fe, aún su negación. La del lado de acá informa que no hay soluciones fáciles ni promesas de ultratumba: la apuesta está dada, no hay otro escenario, no queda más que jugarse con reglas propias, desfondar la puerta, o someterse a la ‘gran costumbre’. Pero ¿por qué someterse a esta costumbre una vez que se reconoce su falsía? Al estar consciente de las opciones, un “salvavidas” podrá ser la claudicación y la entrega, pero entonces no se rescatarán sino desechos de vida, jirones de lo que hubiera podido ser. O el término medio que adoptó uno de sus personajes como lúcido eco del perseguidor. O la locura y la muerte. Al partir desde la comprensión, o apenas de la sensación a flor de piel, de una carencia, el viaje carecerá de sentido si se retorna al punto de partida con la misma mirada. Y eso también lo aprendimos gracias a quien dejó el margen y la inacción (que no es la cordura) para cubrir con trazos propios vidas ajenas que diseñan el rostro de quien dibuja. Pensar Cortázar es también sentirlo. Quizá porque hasta sus páginas más especulativas, filosóficas, desconcertantes en sus vuelos y vuelcos, y tan llenas de humo y de jazz estaban atravesadas por la pasión; quizá porque siempre estaba de cuerpo entero junto a sus personajes de papel y junto a sus lectores. Buscaba la sintonía entre esos dos mundos sabiendo que sólo transitándolos juntos valía la pena el esfuerzo. Podía ser tablón y mate o tabaco negro y puente, hallazgos y pérdidas y búsquedas para recuperar lo perdido –otra definición del hombre desde esa palmada inicial con llanto y olvido. Son pasajes y (des)encuentros: viajes y cruces y modos de ser otro o de aspirar a serlo. Clara conciencia de que poco vale medirse por el tamaño del yo; que aún las peleas con el ángel se hacen para ser más humano, menos egoísta, más generoso con lo que uno no se permite y con los demás que a veces temen y prefieren no ver. Del ‘yo’ al ‘tú’ para pasar al ‘nosotros’: no es solamente una opción ideológica (aunque también lo fue y lo sigue siendo), es la decisión que finalmente permite acceder al amor. Y también, por qué no, a compartirlo todo en lo más íntimo del ser y en lo más público de la comunidad. Y era eso lo que se sentía en el diálogo con Cortázar y con sus textos. Si bien unas prácticas críticas, que merecen respeto por su devoción, han aprovechado la sutileza de sus estrategias para llevar a cabo análisis estructurales de sus relatos, esa obra de ingeniería apenas alcanzó la superficie. Algo parecido le pasó a la computadora que dijo “No way, baby” –Cortázar dixit— al pedirle que descifrara el glíglico. Qué sentido tiene aproximarse a esa piel si no es para hundirse en la pasión que suscita el saber que allí mismo, en la más tierna oscuridad del goce, había acceso; acceso y paso no sólo de una galería a otra, sino de un modo de vida a otro, dejando atrás la repetición quejumbrosa y las sinsalida para ver la calle y finalmente permitirse ir por el alivio de ser y aprender, una vez más, a jugar jugándose. Las páginas de Cortázar me han acompañado desde los años 60 y a través de varias mudanzas –ninguna dramática y más de una deliciosamente gozosa. Además de sus libros me acompaña el privilegio (sí, privilegio sincero y honesto, no tengo por qué buscar un sustantivo enfriado por la distancia crítica para decir justamente eso) de haberlo conocido, de haber podido hablar con él y, mucho más, de haberlo oído, de haber aprendido por él y gracias a sus textos, lecciones de literatura, de honestidad intelectual, de vida.Cuando escribí el prólogo a su obra crítica completa para la edición de “Círculo de lectores” sentí que eran un modo de caminar por las vigas de un palacio. También por ese lado, que exigía otra temperatura, se filtraron personajes junto a su imagen y a las ganas de acercarme más a este lado de las palabras. Tratándose de Cortázar (sabrán disculpar, espero, el compás de tango con sabor a bolero), el paso del tiempo no es olvido ni alarga las distancias. Leerlo no es sólo retornar al primer momento del encuentro con la página y ya saberlo de otro modo, sino, simultáneamente, instalarnos en lo más próximo e inmediato. Queda para otros textos la formalidad de la cátedra y los seminarios; éste es el momento de recordar, en la cercanía de la amistad y de las letras, que las páginas de Cortázar siguen siendo trampolines hacia otros modos de entender y de gozar y de no rendirse ante la monotonía ni ante versiones desgastadas. Es un buen momento, como todo aquel que surge de frecuentar sus páginas, para sentirnos cómplices por las asociaciones que provoca algún capítulo definitorio; uno temprano de Rayuela, posiblemente, o una distante morelliana. O un instante fugaz en la conducta de un cronopio, o un pasaje en que Cortázar se juega elocuentemente por su derecho a la literatura y por su compromiso con los Derechos Humanos. A páginas y pasajes puntuales sumo instancias más privadas. Y recuerdo un hotel en Georgetown cuando accedió a una larga entrevista y un segundo paseo por ese barrio, años más tarde, esta vez con Carol Dunlop (encuentro del que guardo un remordimiento personal por no haberlos llevado a Blues Alley y cerrar la noche con jazz). Y la grabación de un video en la Ciudad de México, Cortázar ya tristemente solo, y las calles por donde lo paraban para saludarlo y le acercaban algo para firmar y él agradecía, pacientemente, tanto alboroto. Y oír junto a él, en unas butacas alejadas del escenario, la lectura de una novela que no llegaríamos a conocer y saber que con un gesto había quedado todo dicho. Y ya en París, en su departamento, donde generosamente (no es nada casual que la generosidad aparezca cada vez que hablamos de él) me prestó materiales inéditos que sólo se conocerían demasiado tarde para conversar. Y en esa estación del Metro yendo en direcciones contrarias, mirándonos en la despedida… En esos escasos minutos que se fueron con el chirrido de las vías no hubo, no merecía haber más nadie; alguna sombra que fue cuerpo y se va deshaciendo como no se desvanecerá nunca el saber que sí, Cortázar, él sí, siempre. [1] Saúl Sosnowski nació en Buenos Aires en 1945. Estudió historia y literatura y tomó cursos de cultura latinoamericana en los Estados Unidos. Tras doctorarse en la Universidad de Virginia llegó a la Universidad de Maryland en 1970, donde ha sido profesor de español y literatura latinoamericana, director del Departamento de Español y Portugués (1979-2000), director/fundador del Centro de Estudios Latinoamericanos desde 1989, director de Programas Internacionales (2000-2005), así como fundador de la prestigiosa revista Hispamérica, dedicada exclusivamente a la literatura hispanoamericana y donde entrevistó a escritores emblemáticos como Manuel Puig, Jorge Luis Borges, Julio Cortázar, Carlos Fuentes y Adolfo Bioy Casares, entre muchos otros. Hasta la fecha ha publicado más de 200 textos de investigación y crítica literaria, entre conferencias, ensayos, monografías, notas literarias y reseñas. En su extensa labor editorial destacan títulos como Julio Cortázar: Una búsqueda mítica (1973); Borges y la Cábala: La búsqueda del Verbo (1976) traducido al portugués y al alemán; La orilla inminente: Escritores judíos-argentinos (1987); así como cuatro volúmenes de la paradigmática Lectura crítica de la Literatura Latinoamericana (1996-1997) de la editorial Ayacucho. |