Irma Verolín Estudió letras en la Facultad de Filosofía y Letras de Buenos Aires y en grupos de estudios particulares con diferentes escritores e investigadores. En poesía participó desde fines de la década del setenta y hacia finales de los ochenta en el taller “La casona” coordinado por Marcos Silber. Integró el taller de Héctor Freire y Daniel Calmels y posteriormente el de Gustavo Geirola en el teatro I.F.T y en forma privada en el de Liliana Lukin. A partir de 1988 se dedicó a la narrativa. Ha publicado cuatro libros de cuentos: Hay una nena que gira, La escalera en el patio gris, Una luz que encandila y Una foto de Einstein tocando el violín y dos novelas: El puño del tiempo y El camino de los viajeros. Es también autora de literatura infanto-juvenil: La gata sobre el teclado, La lluvia sobre el mundo, El misterio del loro, El ferretero del tornillo perdido, entre otros. Ha obtenido diversas distinciones entre las que se destacan el Primer Premio Internacional de Novela Mercosur, el Premio Fondo Nacional de las Artes 1987, Premio Emecé 1993-94, Primer premio de Encuentro de Escritores patagónicos, Primer Premio Municipal Eduardo Mallea por su novela (La mujer invisible, inédita), primer Premio internacional “Horacio Silvestre Quiroga”, Beca a la creación artística del Fondo Nacional de las Artes, Primer Premio Internacional de Puerto Rico Fundación Luis Palés Matos, Primer Premio Macedonio Fernández de cuento, tres de sus novelas fueron finalistas en los premios Fortabat, La Nación de Novela y Planeta de Argentina. Ha participado en diversas antologías en el país y en el exterior. Ha sido traducida al inglés y al alemán. Es autora de ensayos literarios y de trabajos sobre evolución de la conciencia y calidad de vida. Es Maestra de Magnified Healing y de Reiki. Desde el 2014 tiene a su cargo junto a Inés Legarreta la coordinación del ciclo “Encuentros de Narrativa” en la entidad Artistas Premiados Argentinos. Se encuentra en prensa, próximo a su aparición, el libro de poemas De madrugada. Ediciones del Dock, Buenos Aires, 2014. MAÑANA DE LLUVIA Yo no sabía que a mi abuelo sólo le quedaban dos dientes que eran el sostén de sus otros dientes artificiales, pagados por él mismo en una dependencia del Servicio Social. Mi abuelo jamás había hablado de sus dos últimos dientes con orgullo o sin orgullo. Sencillamente se había acostumbrado a llevarlos pegados a la encía y cubiertos de metal plateado. Empezó a hablar de ellos por primera vez cuando sintió que se le movían y lo fastidiaban. Sí, los dos dientes se le movían mucho dentro de su boca roja y húmeda, especialmente cuando masticaba. Y en el vaivén se le movía toda la dentadura que había sido enganchada a los dos dientes de metal cuando los dos dientes no eran aún lo que terminaron siendo: dos temblequeos que a veces brillaban. Vaya a saber cómo un buen día mi abuelo dedujo que lo mejor que podía hacer era quitárselos. Sucedió durante la hora de comer. Así se lo dijo a mi abuela, secamente, sin rodeos, y con tono de decisión final. Después enarcó las cejas y corrió con suavidad el plato hacia el centro de la mesa. A mi abuela ese gesto tan típico de mi abuelo, le provocaba tirria, porque quería significar lisa y llanamente: no más comida por hoy. Para mi abuela que alguien no dejara el plato limpio era poco menos que un desprecio al sentido primordial de su vida. Lo cierto es que mi abuela se quedó mirando el plato a medio vaciar sin decir esta boca es mía. Y no se habló más del asunto. Los dos dientes plateados continuaron moviéndose dentro de la boca de mi abuelo arrastrando en su vaivén a los artificiales, que se defendían bastante bien porque estaban unidos entre sí. Y, por si esto fuera poco, además estaban sujetos por un paladar rosado, muy rosado, de ese color con que se pintan las flores que ilustran los almanaques y que contrastaba con el color natural de la boca de mi abuelo, hecha de carne rojiza, de esa carne bien rojiza y resbalosa que todo el mundo tiene en el interior de su boca. La mañana en que fuimos al consultorio del dentista llovía. Mi abuelo entró en el taxi como si entrara en una cueva. Yo lo ayudé a doblar la cabeza y los tobillos para que su cuerpo se plegara. Enseguida vi su torso acurrucado, blandito, en el asiento. De inmediato el taxi arrancó. La lluvia platinaba el asfalto y los techos niquelados de los automóviles. El taxista escuchaba la radio, parecía atento, interesado en lo que decían esas voces bien templadas. Le imaginé los ojos soñadores. En la radio alguien hablaba del mundo, de ese dichoso mundo desquiciado del que mi abuelo se iba retirando lenta y astutamente gracias a la estratagema de envejecer. El taxista movía la cabeza para asentir o disentir mientras la lluvia continuaba cayendo y mi abuelo se dejaba llevar con sus dos dientes puestos. Antes de que mi abuelo se sentara en el sillón, el dentista lo miró de arriba abajo. Enseguida dijo: - Anestesia a un hombre tan anciano yo no le pongo- y se cruzó de brazos. Cuando mi abuelo abrió la boca descubrimos que, además de los dos dientes plateados, tenía una llaguita. Era una llaguita insignificante con los bordes de hilo blanco. Mi abuelo cerró la boca y el dentista dijo: - No. Al darse cuenta de que tendría que volver a su casa con los dos dientes puestos, mi abuelo se puso a hacer pucheros. Volvimos en otro taxi escuchando otra emisora de radio. Y de nuevo la lluvia. El taxista, que giraba continuamente la cabeza hacia atrás para darle a nuestra conversación un toque más íntimo, tenía una expresión dura en los ojos. No dejó de darnos consejos sobre la higiene y la anestesia bucal ni de jactarse de no haber pisado jamás el consultorio de un dentista. Si le dolía alguna muela él se arreglaba solo. Eso dijo. Y lo recalcó tres veces. Los dientes se le caían de pronto, así, inesperadamente, y después tenía que vivir con las raíces dentro de la encía y soportar el dolor. Pero ir a lamerle el culo a un dentista, nunca, a Dios gracias, por lo demás estaba bien conforme con su vida, terminó diciendo el taxista sin dejar de mirarnos intermitentemente con sus ojos inexpresivos. A mi abuela la descorazonó muchísimo ver todavía los dos dientes tambaleantes dentro de la boca de mi abuelo. Hablamos de la llaguita. Hablamos por hablar, para decir algo, pero el tema se agotó enseguida. Fuera de su ubicación cercana a los dos dientes y de su borde blanco poco quedaba por decir. Entonces mi abuela se puso a preparar sopa y papilla. La vi manotear con una arandela de plástico y con el delantal marrón que, a esas alturas de la vida, estaba plagado de manchas indelebles y tenía roturas que nadie sería capaz de explicarse. Después mi abuela y yo hablamos de los buches con “Filocin” mientras mi abuelo se iba aflojando y aflojando en la silla porque se caía de sueño. - Abuela –dije- hay que llevarlo a la cama. - Sí –contestó ella- Fijate, parece un flancito. Yo me figuré que, poco a poco, desde la silla, mi abuelo iba a ir resbalándose por el mundo hasta desaparecer. De repente mi abuela dijo: - Si en vez de aflojársele el cuerpo a este hombre, se le aflojaran de una vez los dos dientes, esa sí que sería una gran suerte. Moví la cabeza hacia delante y me acordé del taxista y de sus ojos soñadores. Y de la lluvia. También me acordé de que la lluvia hacía brillar el mundo, como seguramente estaban brillando ahora en la oscuridad de la boca cerrada de mi abuelo sus dos dientes y el hilo blanco de los bordes de la llaguita que acabábamos de descubrir. Enseguida, en un ramalazo de la memoria, volví a aquella tarde remota en la que con las piernas sueltas en la silla de comer, me balanceé con entusiasmo. Mi abuelo, con cincuenta años, sonreía desde un rincón. Una de mis manos apretaba el sonajero, la otra estaba suelta en el aire. Me balanceé con mayor fuerza hacia delante, hacia atrás, hacia delante, buscando que la sonrisa cómplice de mi abuelo se ampliara más y más. Una, dos veces, y otra y otra y entonces en el mismo instante en el que vi levantarse a mi abuelo con los brazos extendidos y la cara roja de susto para socorrerme, caí de boca. Después vi un charco de sangre con mis dos dientecitos nadando en aquel mar rojo, y me puse a llorar a los gritos sin sospechar que más allá me esperaban los dentistas, los taxis, la vejez, la lluvia, el mundo. |