Matías AlinoviBuenos Aires, 1972.Se licenció en Ciencias Físicas en la Universidad de Buenos Aires. Especializado en literatura científica, es autor de Historia de la energía (2007), Historia de las epidemias (2009), Historia universal de la infamia científica (2009) y de la novela La Reja (Alfaguara, 2013).Tradujo, prologó y anotó Dos lecciones infernales, de Galileo Galilei. Es autor de cuentos y de una obra de teatro que recrea resultados de la relatividad: La paradoja de los gemelos.Es colaborador regular del suplemento de ciencias del diario Página/12.Dión Cáceres (inédito)Creo que perdemos la inmortalidad porque la resistencia a la muerte no ha evolucionado; sus perfeccionamientos insisten en la primera idea, rudimentaria: retener vivo todo el cuerpo. Adolfo Bioy Casares La invención de Morel
Ahora que hemos vuelto a Aix, convocados por la renga, recuerdo que la primera vez llegamos con lluvia, con mucha lluvia, un agua que cegaba los cristales del auto. A través de esa cortina plomiza, el verde correspondía a vagas formas vegetales, a un lado del camino. Entendimos que la mancha gris, uniforme, que crecía al otro lado, debía ser el lago.
Habíamos reservado el hotel desde París porque el nombre nos pareció de buen augurio, La Croix du Sud. A la mujer que nos recibió –no acababa nunca de asombrarse ante nuestro aspecto: « Se diría que acaban de emerger de las profundidades del lago »– le preguntamos en seguida si en Aix había existido un Palace Hotel. Previsiblemente no pudo asegurarlo, aunque creía que sí. Cuando salió de la recepción esperé verla cojear, pero subió sin mayor dificultad las escaleras. Por pasillos oscuros, amplios, alfombrados nos condujo a nuestra habitación. La indiscriminada acumulación de objetos del más riguroso mal gusto lograba cierta armonía; el ambiente general hacía pensar en la cretona raída del Palace, en tiempos mejores. Los viejitos de la seguridad social, agrupados en un descanso de la escalera, nos recibieron con algún entusiasmo; en todo caso, al pasar junto a ellos provocamos una ola de calurosos monsieurdame.
Esa primera tarde, bajo la lluvia, fuimos hasta la orilla del lago, a convencernos de que el descenso de Maceira constituyó una verdadera proeza. Así fue, sin duda. Recogí algunas piedras en conmemoración de la gesta de un argentino en aguas extranjeras. Por la mañana, muy temprano, le hablamos del cuento a la recepcionista: una forma de justificar la salida del día anterior, bajo la lluvia. Mostró interés, y debimos anotar en un cuaderno el nombre del autor. Le aseguré que Dión era de origen francés, y ella me aseguró que era español. No insistí, porque en el momento supe que no recordaba que era del Bearne. Explicó que durante el verano no encontraba el tiempo de leer. « La lectura, fuera de temporada ». Y yo pensé que quizás en la calma de ese hotel de provincias, una tarde de lluvias, se reconocería en la renga, y se acordaría vagamente de nosotros.
***
Trabajo en una revista, soy un argentino anómalo, vivo en París. Semanalmente deploro en dos columnas la aparición de novelas que no entiendo. No me refiero a las tramas, unánimemente triviales, me refiero a los autores, incapaces de sustraerse a las facilidades de la provocación.
Por eso cuando se publicó el último cuento de Dión Cáceres y lo leí, recordé aquel episodio de Moreset Saughan y del crítico que creyó ofenderlo escribiendo que su último libro era lo mismo de siempre. Saughan encontró tan justa la apreciación que utilizó la frase del crítico como título para un nuevo libro de cuentos.
También la nouvelle de Dión era lo mismo de siempre, y eso era lo mejor que podía pasarnos a sus lectores. Cómo agradecí aquella confirmación póstuma del genio tranquilo de Dión. Era lo mismo de siempre y ni siquiera, como Saughan, debía adoptar la actitud enfática de declararlo desde el título. La distinción tranquila de Dión superaba todo énfasis. Dión tenía algo de dios.
Como siempre, también, le leí el cuento a Denise, y ella me dijo lo que me decía siempre: que nadie conoce la obra de Dión mejor que yo. Y que si el cuento transcurría en Aix, debíamos viajar a aquella ciudad del sur de Francia y hacer un artículo para la revista. Que yo lo merecía, dijo.
Así que una semana antes del primer viaje a Aix salí de casa con el mandato preciso de Denise: hacerme pagar un viaje a Aix. Un mandato que me pesaba y me impedía actuar con naturalidad. Alguna promesa tenue había logrado obtener de Sáez, nuestro director, pero la experiencia enseña que a la hora de establecer plazos y de inducir el ansiado desembolso, cualquier antecedente favorable se convierte en el estandarte de la negativa.
Lo encontré, sin embargo, mejor dispuesto a escucharme de lo que esperaba. Durante un cuarto de hora argumenté de pie, con moderada elocuencia. Como no llevaba nada preparado, los modestos aciertos retóricos no me sorprendían menos que a mi interlocutor. Hablé, cómo no, de nuestro Dión Cáceres, de sus historias perfectas, de las cartas en que minuciosamente lo registra todo, de sus prolongadas estadías en Aix, y hasta aseguré, quizás imprudentemente, que Denise podría tomar algunas fotos. El único momento de zozobra ocurrió sobre el final de la entrevista. Sáez completaba laboriosamente el cheque que a Denise y a mí nos permitiría pasar unos días lejos de París, cuando sin levantar la vista, dijo:
–Prometeme que ahí donde lo encuentres, en la penumbra del casino o durmiendo al sol, le arrancás una declaración que dispare la polémica con los otros.
Lo primero que me sorprendió fue la referencia literaria en boca de alguien que, según es fama, aborrece la lectura. Pero entendí que era casual; es decir, involuntaria. Entendí también que por los otros se refería colectivamente a las cuatro o cinco glorias de nuestra literatura nacional que pensábamos incluir en el número especial de la revista.
–Va a ser difícil –murmuré–, murió hace algún tiempo.
–¿Murió? ¿Cómo que murió? –fue la réplica agitada y previsible–. ¿Y para qué vas entonces?
–Voy –expliqué– para reencontrarme con la atmósfera de su último cuento.
Si hasta entonces había operado una modesta eficacia persuasiva, el ensueño pronto se desvaneció. Por primera vez reparé en la debilidad del argumento que esgrimía para justificar el viaje. Contra toda predicción, Sáez no volvió a hablar. Yo interpreté el silencio como una aceptación, y agregué:
–Y poder recrearla en el artículo.
Me refería a la atmósfera, naturalmente. Sáez me extendió el cheque. Mientras salía de la habitación, con un apuro taciturno que intentaba conjurar cualquier nuevo arranque de curiosidad, me preguntó desconfiadamente, como queriendo confirmar una sospecha:
–Decime una cosa, ¿y Cortazarena?
–¿Cortazarena qué?
–Quiero decir, ¿vive?
Porque el cheque probaba mi triunfo retórico, debí reprimir la tentación infantil de responder a gritos: « ¿Vive, digo? ¡Viene al Senado! », y me limité a la verdad:
–Murió hace veinte años.
De Aix, de esa primera visita, hay poco más que decir. En la plaza, frente a los baños públicos, visitamos el arco romano. Lo mandó a construir un tal Campanus, para honrar a los muertos de su familia. Denise, que lo fotografió repetidamente, me señaló una circunstancia por mí inadvertida: curiosamente, en folletos explicativos, en los óvalos que señalan las etapas del circuito turístico, se aclara que Campanus encargó la construcción del arco cuando aún estaba vivo. En confirmación, todavía puede leerse la inscripción borrosa en la piedra: L. Campanus vivus fecit. Tres meses después, llamó la renga.
***
La atendió Denise. La renga le dijo que había leído el cuento, que teníamos que hablar, que si volvíamos a Aix, los gastos del hotel corrían por su cuenta. Era insólito, pero lo insólito es una de las posibilidades de la realidad.
Volver a Aix. Yo pensaba en Sáez. No podía decirle que volvía para reencontrar ninguna atmósfera. No le había llevado el artículo. A la hora de escribir me gana, invencible, la pereza. Y además, ¿qué se podía decir sobre Aix y Dión como no fuera que Dión había escrito un cuento perfecto sobre un lugar anodino? Esa inspiración de Dión capaz de prescindir de todo estímulo exterior, salvo, quizás, de la lectura. Llamé al hotel y hablé con la renga. Con perfecta economía de recursos, me convenció de que debíamos volver a Aix. Denise también hizo su parte.
Ahora, quizás, debería recordar la trama del último cuento de Dión. En el cuento, Dión viaja a Aix–les–bains, una estación termal del sur de Francia famosa por las temporadas frívolas. Atribulado por los dolores de espalda, busca el alivio de las aguas, aunque admite que la frivolidad puede ser el verdadero remedio para su situación general. Pero el lugar ha cambiado, los viejos reumáticos de la seguridad social ocupan los hoteles, y el lago está contaminado. Dión se registra en el Palace Hotel. Cuando baja a almorzar, ve a un hombre que come en otra mesa, atendido por dos mujeres. La diferencia entre el trato que se da al otro y el que merece él es notable, y Dión está dispuesto a hacerlo saber en voz alta. Querría decir que al parecer hay hijos y entenados, pero como desconoce la expresión en francés, prefiere callar. Todas las molestias desaparecen cuando cae en la cuenta de que el hombre mejor atendido es el Pollo Maceira, su compañero del Instituto Libre. Los hombre se abrazan, y lo que sigue es el relato de Maceira sobre el modo en que llegó a ser dueño de aquel hotel. Esas circunstancias incluyen el ajetreado noviazgo con Chantal Cazalis, la hija del más fuerte industrial de la zona; un descenso a las profundidades del lago Le Bourget; el encuentro con un monstruo submarino, una suerte de oruga mecánica engullidora de hombres; una larga convalecencia en el hospital; el descubrimiento de las propiedades rejuvenecedoras de las aguas de Aix, y la posibilidad de utilizarlas para una módica inmortalidad; una fuga, y el casamiento con la renga, la dueña del hotel. Como se ve, un Dión clásico.
***
El segundo viaje a Aix pudo ser una peripecia de la necesidad. Subimos al tren con un europass vencido que guardábamos como recuerdo de viajes anteriores. Denise decidió que, llegado el caso, manifestaríamos ante el guarda el más perfecto desconocimiento del idioma francés, una incapacidad inverosímil para la comunicación. Nada ocurrió, y antes de lo que pensábamos subíamos las dos cuadras empinadas que salen desde la estación de Aix hacia el hotel.
En cuanto franqueamos la puerta de entrada, la renga abandonó precipitadamente la recepción; vino a nuestro encuentro. Abrazó a Denise, se declaró encantada de vernos. Dijo que había mandado que nos prepararan la misma habitación, que descansáramos, que cenaríamos con ella, que teníamos que hablar, que el cuento oh la la. Vivir en el extranjero es vivir en el desconcierto.
A las ocho, cuando bajamos, supimos que cenaríamos en los insospechados departamentos privados que empezaban detrás de la recepción. En el Palace, Dión también había visitado la casa de la renga, de la verdadera; es decir, la de la ficción. Pensé que vivíamos situaciones moderadamente literarias que podría aprovechar para escribir.
En el cuento se dice que Maceira supo que la renga del Palace se quería por la casa en que vivía, y uno imagina la prolijidad hacendosa, limpia, de los objetos dispuestos amorosamente. Pero si la renga del Palace se quería, la nuestra se amaba; quiero decir, era la amante de sí misma. Se quería con el arrebato de los amantes que viven en el lujo y en la negligencia culpable. Detrás de la recepción de la Croix du Sud no empezaba un hogar, sino el ambiente penumbroso, cargado de alfombras, elegante y decadente, que se imagina al pensar en los prostíbulos legendarios. Exagero.
–Siéntense –dijo la renga.
En el centro de un salón bajo, oscuro, había una mesa redonda, de candelabros encendidos y sillas de altos respaldos trabajados. La renga desapareció por un pasillo y volvió con una botella de champagne. Brindamos, con el módico desconcierto de no saber por qué. Con la terrine de pato bebimos un Chardonnay. Y después un Bordeaux típicamente francés, es decir de una acidez incómoda que remite con nostalgia a la dulzura de nuestros vinos. Al final hubo Armagnac, y un incomprensible licor verde. La comida había sido encargada a un traiteur: no era gran cosa.
En algún momento, después de la comida, sin levantar la vista del plato, le renga dijo: « ¿qué es lo que hemos descubierto, niños? ». Era, precisamente, lo que en ese momento hubierámos querido saber. Denise, cuya determinación alcanza para los dos, explicó: « no lo sabemos ». La renga nos miró como si por primera vez en la noche, o quizás desde que la conocíamos, nos tuviera en cuenta, como si por primera vez existiéramos, y admitió: « es verdad ».
Y entonces aquella mujer, que tendría unos cincuenta años, el pelo corto que desdibuja a tantas mujeres francesas, que no era renga –eso ya se sabe– pero era baja, y que se llamaba Julie, habló. Era, me pareció, capaz de grandes esfuerzos de concentración, pero también pasaba de una cosa a otra sin mayor dificultad. Dijo que un día, en octubre, había encontrado el papel en el que habíamos anotado el título del libro de Dión. Debió encargarlo en la Fnac. Demoró un mes en llegar. Lo leyó en noviembre, con las primeras nieves y los últimos pasajeros. « Después de la primera semana, nuestro cliente casi exclusivo es monsieur Nogueira, que pasa sus temporadas en los baños ». « ¿En los baños? », preguntó Denise. « En los baños públicos. Monsieur, que es doctor, es loco de nuestras aguas termales. Es nuestro mejor cliente y el hombre de hábitos más regulares del mundo. Todos los años le reservamos la misma habitación del segundo piso. La toma el primer día de noviembre y la deja el último. Y durante ese mes, sin que se recuerde una sola excepción, acude diariamente a los baños públicos, a dos cuadras del hotel. Los baños están cerrados en noviembre, y abren sólo para él, pero ese privilegio no escandaliza a nadie, porque monsieur es un benefactor de nuestra ciudad. Vive hacia Chamonix, en un castillo ». Después dijo: « Que era medio extranjero, siempre lo supimos ».
Una tarde de noviembre, Nogueira había venido a quejarse de unas toallas. Julie lo sabía antes de que hablara. Todo cliente tiene su tara, y la de Nogueira eran las toallas: nunca le parecían suficientes, nunca estaban lo suficientemente secas. Las mucamas lo llamaban serviette. « Me preguntó qué leía –yo no había levantado la vista del libro– y cuando le mostré la tapa, tuve la sensación de que se demudaba ».
Nogueira examinó largamente el libro, de pie ante el mostrador de la recepción. Le preguntó a Julie cómo había llegado a sus manos, y ella le dijo que se lo había recomendado un periodista que había venido a visitar el lugar de inspiración de Dión. Le preguntó también que desde cuándo leía en castellano –una impertinencia que Julie atribuyó a la repentina impaciencia de Nogueira– y ella le dijo que con alguna dificultad lo hacía desde que era estudiante. Entonces Nogueira se volvió enfático, y quiso saber el nombre de aquel periodista aficionado a la lectura de Dión. « Yo no recordaba su nombre, pero para contrariarlo le dije que no se lo daría. Discutimos brevemente, y al final casi me rogó que lo invitara, a usted, a pasar una temporada en el hotel: lo quería conocer. Es lo que hice. Nos espera mañana a la tarde, en el castillo ».
***
Esa noche no dormimos, conjeturamos lo inverosímil. Como había dicho la renga, Nogueira vivía sobre la ruta a Chamonix. Decir que la ruta a Chamonix era arbolada es una imprecisión. Más justo sería decir que se abría paso entre los árboles. En los tramos en los que la densidad del bosque cedía, adivinábamos la presencia del lago. Cuando la ruta se elevaba sobre el mar de pinos, lo veíamos surgir: un vasto pozo sombrío rodedado de acantilados, que hacía pensar vagamente en los monstruos de las profundidades. Durante una aparición más larga, la renga levantó la vista hacia el espejo, para mirar a Denise, en el asiento de atrás, y dijo que no teníamos idea de la profundidad de aquel lago. Creo que ambos, Denise y yo, esperamos precisiones, que no llegaron.
Querría describir la casa de Nogueira con precisión, pero la vi esa sola vez, y el recuerdo que evoco del exterior es borroso. Creo, en cambio, que puedo explicar la sensación que se tenía al verla: parecía un castillo falso, como Neuschwanstein. Lo que veíamos desde el jardín húmedo mientras nos acercábamos, a través del aire frío del bosque, la entrada amplia, entre dos torres altas y redondas, con el techo cónico de pizarra lustrosa y el ventanal majestuoso del primer piso, pero también los pinos sombríos, todo, en definitiva, evocaba esa atemporalidad confusa del castillo de Baviera, la voluntad incierta de construir algo viejo con materiales nuevos. O quizás a la inversa.
Nogueira nos esperaba detrás de la puerta entreabierta, como si quisiera protegerse del frío. Apenas la abrió para dejarnos pasar. La casa era muy grande. Accedimos a una suerte de sala de armas inmensa, de piedra blanca, con escudos indescifrables en las paredes. Al fondo de la sala se abrían los dos brazos de una escalera de madera oscura.
Nogueira era un señor atildado, que nos recibió en robe de chambre azul y, detalle inesperado, alpargatas negras. Tenía bigotes negros, finos, muy cuidados. El pelo corto, también negro, aunque con un halo rojizo sobre el contorno de las sienes. La edad imprecisa, entre cincuenta y setenta años. Pálido. Con alguna parsimonia, nos dio la mano a los tres, y con un gesto llano nos indicó la escalera. Subimos por el brazo derecho y recorrimos el entrepiso. La madera crujía bajo nuestros pies. Nos acomodamos en unos sillones de cuero marrón, frente al ventanal. El panorama era majestuoso. Las montañas irregulares coronaban un mar tornasolado de pinos. El lago era un ojo lacónico, antiguo, brillante. Con los ojos cerrados, ese señor pálido y parsimonioso, en robe de chambre, se masajeó circularmente las sienes con las yemas de los dedos, respiró profundamente, dijo:
–Dión Cáceres vive.
El momento era solemne. La afirmación me sorprendió, porque Dión llevaba algunos meses de muerto. Para saber si Dión viviría, si su obra perduraría en el fervor de sus lectores, había que dejar pasar algún tiempo. Pero juzgué mezquinas mis propias consideraciones, y admití:
–No morirá jamás; es un talento inmortal.
Nogueira me miró durante un instante como dudando, después volvió a masajearse las sienes. El contorno de la mano le tapaba los ojos. Cuando emergió del masaje, miró hacia el ventanal y dijo:
–No sé si tanto. Lo que quiero decir es que no ha muerto.
Ahora fui yo quien buscó la vista de Nogueira, pero los sillones individuales formaban un semicírculo frente al ventanal, y Nogueira estaba a mi derecha, un poco más adelante, con la mirada fija en las montañas, el perfil estricto. Miré a Denise, que me hizo un gesto entusiasmado, muy suyo, que me pareció fuera de lugar: la mano furtiva escribiendo algo en el aire. La renga tenía el aire reconcentrado, un poco voluntarioso, de quien sabe que asiste a una revelación.
Volví a mirar a Nogueira y se me ocurrió que era Drácula. Un nuevo Drácula, que había mandado a construir el castillo que no había heredado; que se teñía y usaba alpargatas negras. Un Drácula menesteroso, pero inmortal; un Drácula que se organizaba para la inmortalidad. ¿Y Dión Cáceres? ¿Qué tenía que ver con Drácula? Aunque el sol se ocultaba detrás de las montañas, no serían más de las cinco de la tarde; detrás de los sillones, la habitación entraba en penumbras. Drácula, había madrugado para recibirnos.
–Permítanme explicarles –dijo Nogueira. La renga asintió ensimismada, en un alarde de concentración hipnótica. En el ventanal, la luz helaba el panorama–. Me llamo Nogueira, –aclaró Nogueira inútilmente– he sido compañero de Dión en el Instituto Libre y su médico personal a lo largo de una vida. He inspirado, también, algunos de sus personajes. Soy el doctor Carlés de La promesa del tirano, y el científico de las hormonas de crecimiento en La juventud del salmón. Gracias a usted, ahora me he reconocido en el Maceira del cuento póstumo. Mademoiselle Julie le habrá dicho, sin duda, que el cuento me interesó vivamente.
« La renga es soltera », pensé sin entusiasmo, por pura ansiedad. Nogueira prosiguió:
–Desde joven, Dión lo tuvo todo. Y menos resignado que otros a la idea de la muerte, incansablemente buscó un método que lo librara del trámite más desagradable. Al principio, yo consideraba con ironía aquellas preocupaciones. Pero la elocuencia persuasiva de Dión, al principio, y algunos resultados preliminares, después, hicieron que las considerara con menos escepticismo, y que al cabo me interesara profesionalmente en el asunto. Con ideas de Dión, y puesta en obra mía, hicimos algunas pruebas, que no dieron los resultados esperados, pero que nos indicaron, de un modo general, que el camino era el agua. Se imagina que no entraré en detalles. Pero le diré que toda idea colateral, todo camino explorado sin mayores resultados, fue utilizado por Dión. Un procedimiento cruelmente impracticable sirvió de argumento para el cuento de los salmones. Aprovechaba para su literatura lo que terapéuticamente descartábamos mientras se sometía con docilidad a las pruebas.
–Y en el cuento póstumo… –dije, creyendo que entendía.
–El cuento póstumo es distinto –me interrumpió Nogueira–. Ahí aparecen detalles que no deberían aparecer.
–¿La renga y el Palace Hotel?
–¿Qué renga?
–Dión se inspiró en mademoiselle Julie para el personaje de la renga –vi que Julie le preguntaba algo a Denise, que se hacía entender con un gesto reprimido de la pierna.
–Mire –dijo Nogueira–, no importa lo que usted haya interpretado. Lo que importa es que, mal o bien, el cuento lo trajo hasta aquí. Y eso es obra de Dión.
« Todo es obra de Dión », pensé incongruentemente, como una venganza. Nogueira siguió con su explicación.
–Con Dión acordamos que alcanzado un cierto estado de decrepitud, simularía su muerte y viajaría a encontrarse conmigo. Yo ya estaba acá. Se las arregló para que los diarios publicaran la noticia, para que todo el mundo lo creyera muerto, y una semana después del fraguado deceso estábamos los dos aquí mismo, abocados a los preliminares del tratamiento–. Nogueira hizo una pausa, nos miró con alguna fatuidad, después dijo: « Yo no afirmo que este sea el método de la inmortalidad, digo simplemente que en determinadas condiciones permite prolongar indefinidamente la vida ». No entendí la diferencia. Nogueira explicó: « es una cuestión de expectativas ».
El método de Dión y de Nogueira exigía termas. Exigía, también, moverse de unas a otras, viajar. Esas incomodidades propiciaban discusiones entre los dos. Uno de los desacuerdos era si dar a conocer, o no, la nueva situación de Dión y el relativo éxito del tratamiento. Nogueira se oponía alegando que la publicidad lo pondría todo en peligro. Dión, por el contrario, creía que dando a conocer los resultados de la terapia, el concurso de otros profesionales, más capaces que Nogueira, le permitiría mejorar su situación. En definitiva, la publicación póstuma del cuento había sido una estrategia propia de Dión, nunca comunicada a Nogueira, para acelerar su reincorporación al mundo. Una estrategia nada enfática, desde luego. Antes del último viaje a Aix –antes de su muerte– Dión había encomendado la publicación póstuma a su secretario, Marino.
–Dión quiere verlo, mañana, en las termas.
Como quien ha cumplido con su deber, Nogueira se puso de pie, se alisó la robe de chambre, se miró las alpargatas, nos miró. Nos pusimos de pie. Nos acompañó hasta la entrada; abrió la puerta, apenas para dejarnos pasar, nos estrechó las manos. Antes de cerrarla, dijo: « mañana a las seis ».
Afuera era de noche. Denise se me colgó literalmente del cuello. « ¡Te vas a hacer famoso! », gritaba. « Sáez se va a morir de la envidia. Todos en la revista te van a odiar. ¡Qué historia! ». Traté de calmarla. La renga se alejaba rápidamente por el sendero, hacia el zx. Puso el motor en marcha. Los faros amarillos, como los ojos de un gato mecánico, atravesaron bajos la noche del jardín. « Lo tenés que escribir ahora, antes de que te olvides », decía Denise, anhelante. Le salía humo por la boca. « No te preocupes, que no me olvido », repetía yo, para calmarla.
Subimos al auto. La renga manejaba en silencio. Ante nosotros se desarrollaba el espectáculo hipnótico de los faros iluminando un paisaje cambiante, de árboles y de piedras al borde del camino. La presencia grave del lago, la noche del bosque, las ramas lentas de los pinos. Reflexioné sobre lo que habíamos escuchado. A pesar de los diarios, de los homenajes, de los testimonios, Dión Cáceres no había muerto. Pensarlo era sentir el golpe de la incredulidad. Una incredulidad inversa. La muerte de Dión era una estafa, un fraude. Dión se burlaba de todos los que lo habían llorado, de los que habían escrito que había muerto, de los que en cualquier parte del mundo habían lamentado su muerte. ¿Se burlaba? ¿Tenía sentido decirlo? No, eso es lo que habrían repetido los periodistas. Dión operaba en otro nivel de vínculo, mantenía con la vida una relación distinta. Todos los hombres son mortales, pero Dión superaba el silogismo.
***
Seamos previsibles: no pude dormir. Encendí el interruptor de mi lado, sobre el respaldo de la cama, y giré hacia un costado la tulipa –una flor esmerilada– para que la luz no le diera en la cara a Denise, que dormía. Hubiera querido salir a caminar, pero temí no poder volver a entrar al hotel. Caminé por la habitación, pero los listones de madera crujían increíblemente a cada paso. Así que permanecí de pie, junto a la ventana alta. Abrí los batientes verdes. La calle exigua, en subida, estaba desierta. Enfrente, iluminados por un farol, se veían edificios iguales al del hotel, de dos plantas, con balcones falsos; en algunas ventanas había maceteros rectangulares, vacíos, o con plantas que inconcebiblemente resistían el frío. El espectáculo era la nada. Pero estaba acostumbrado. Mirar por la nada de una ventana en la alta madrugada es una forma del desasosiego. A Dión no le pasaría.
De repente recordé aquello que repetía Dión en algunas entrevistas, que era tan optimista que creía que de algún modo se arreglaría la cuestión de su estancia definitiva en la tierra. ¡Qué sentido distinto adquiría! Dión vivía porque nunca había querido morir, porque no se había resignado. ¿Y si todo el secreto era ése? No querer morir nunca, ni por un instante. El secreto de la inmortalidad era el de la voluntad sobrenatural de seguir viviendo. ¿Para qué me quería ver Dión? ¿Por qué Nogueira lo contaba frente a tres personas? Recordé también que Nogueira me había dicho: « a las seis en las termas », y me asaltó una duda horrible: ¿las seis de la tarde o las seis de la mañana? La respuesta sensata parecía descontada: las seis de la tarde. Pero con el tratamiento y la noticia de la muerte de Dión, ¿no quedaba de algún modo abolida la sensatez?
Miré el reloj triangular de Denise. Eran las cinco. Decidí que lo mejor era no correr riesgos. Ante la duda, me presentaría a las seis de la mañana. Me vestí lentamente, salí al pasillo y avancé en la penumbra tenue de las luces de seguridad. Pasé frente a la recepción vacía. Mucho antes de las seis caminaba a encontrarme con Nogueira.
Frente al arco de Campanus, del otro lado de la calle, se levantaba un edificio de piedra gris, el ministerio desmesurado de un régimen inicuo. Sobre el frente, en letras doradas, se leía: Bains Publics. Era de noche, Nogueira no estaba, hacía mucho frío. Pensé que todo era absurdo. Pensé, no menos absurdamente, que si algún conocido me encontraba a esa hora parado junto a la puerta de entrada de las termas –absurdo otra vez, ¿a quién conocía yo en Aix?– y me preguntaba qué hacía, podía d dddecirle, sin faltar a la verdad, que venía a visitar al difunto Dión Cáceres, que quería verme. ¿Sin faltar a la verdad? No, la respuesta probaba mi perfecta credulidad. ¿Qué sabía yo de Nogueira? Nada, o casi nada. ¿Y sin saber casi nada acudía a las seis de la mañana a encontrarme con un desconocido para entrar en un edificio público cerrado? Tuve que admitir que sí. En momentos así pienso en Denise, en su determinación natural, y trato de alcanzar la mía por imitación. Trato de que mis actos sean aprobados por una Denise ominisciente, tutelar. Podía desistir de aquella espera de frío y de incertidumbre y volver al hotel, pero, ¿cómo le explicaba a Denise aquella deserción? No tuve tiempo de pensar. Del otro lado de la calle, arropado en un sobretodo gris, estaba parado Nogueira.
Sin moverse, con un gesto perentorio del mentón, me indicó una puerta lateral. Llegamos al mismo tiempo. Junto a la puerta, Nogueira sacó de un bolsillo interior un manojo de llaves. Del otro lado, descendimos hacia una habitación rectangular, húmeda, apenas iluminada por un tragaluz a la altura de la calle. De pie, en el centro de la sala, Nogueira comenzó a desvestirse, no sin naturalidad. Entendí que debía imitarlo y así lo hice. Me indicó un pasillo que se abría en la pared opuesta. Un gesto de Nogueira inauguró nuestra silenciosa travesía, arropados en mullidas robes de chambre.
Yo pensaba en el Dión de siempre y en las diferencias ostensibles con el que ahora encontraría. Me prometí disimular la conmoción, indudablemente fuerte, que pudiera sentir en su presencia. Nogueira inició una explicación que ponderaba el efecto de las aguas termales sobre los organismos desequilibrados. En un cruce de corredores, en confirmación de palabras anteriores, señaló con dos golpes de la palma abierta un lugar impreciso en la pared. Leí sin dificultad: « Frigidarium ».
–Nuestro acierto fue el de encontrar la relación precisa entre caldarium y laconicum –aseguró Nogueira.
Recordé, no sé porqué, a Borgia. Por transición natural, lo recordé tal como lo había visto la única vez que lo vi: explicándonos desde el sofa verde que había logrado vivir tantos años gracias al agua de tortuga, en la claridad oblicua de la tarde. Pensé en contarle la anécdota a Dión, pensé en decirle que una vez había hablado con Borgia, y me asaltó la tristeza de ser quien soy: un individuo a quien el hábito pueril de justificarse mediante anécdotas no lo abandona ni siquiera en vísperas de una revelación. Yo venía a escuchar un relato sin duda prodigioso, y pensaba en lo que diría.
Nogueira dijo que había estudiado la arquitectura de las termas. Habló de las de Trier, en Alemania, de las de Caracalla y Diocleciano, en Roma, de la famosa Leptis Magna, en Africa, de las de la Villa de Diómedes, en Pompeya, de los baños árabes, iluminados por lucernarios. De las inclinaciones naturales del cuerpo, a las que no debemos oponernos. De los distintos órdenes del tiempo. Nada de lo que decía era preciso. Nada remitía a conocimientos rigurosos que se pudieran rebatir. Me pareció que Nogueira medía los efectos sobre mi persona de un discurso ambiguo que había preparado para ocasiones posteriores. Hablaba para otros, para calibrar su discurso. O para distaerme.
Al final de un corredor dimos con una vasta sala rectangular. Más que una sala era un estanque. Un borde angosto circundaba un espejo rectangular de agua que parecía muy caliente. El vapor dibujaba figuras fantasmales. Después de haber descendido mucho, al principio, debíamos haber vuelto a ascender, aunque siempre estuviéramos por debajo del nivel de la calle. La luz penetraba por unas altas lucernas. Con simetría invertida de naipe, del otro lado del estanque se abría otro espejo de agua. Pensé en la expresión vasos comunicantes. Aquello era un sistema de estanques que se comunicaban entre sí. Pero también hacía pensar en las guaridas del zoológico, inaccesibles para los visitantes.
Nogueira se inclinó, de un bolsillo interno de la robe sacó lo que parecía un termómetro enorme, lo sumergió en el agua. Después se puso de pie, extendió la mano, como mostrándome aquel ámbito denso y sonrió. Miró hacia la abertura, sobre la pared opuesta, y gritó moderando el tono:
–Anselmito.
Anselmito es el diminutivo con el que algunos íntimos llaman a Anselmo Dión Cáceres. Siempre me pareció un epíteto inmanejable que remitía a una cercanía de clase algo vergonzosa; un apelativo que hablaba de un modo inconcebible de Dión, pero que no hablaba menos inconcebiblemente de quien lo pronunciaba. Cuando Borgia decía Anselmito, el mundo se descalibraba. Se me ocurrió también que si Nogueira fuera un impostor, no habría ahorrado aquel detalle.
–Anselmito –repitió Nogueira, en tono idéntico y el epíteto reverberó en la sala. En un primer momento no pasó nada, pero enseguida una agitación imperceptible del agua vino a apagarse contra nuestra margen. Siguió una agitación subsidiaria e imperceptible, probablemente imaginaria, de la masa de vapor que flotaba sobre la superficie del agua, y del núcleo de esa masa –la única palabra imprecisa que se me ocurre es transfiguración– surgieron, al ras del agua, lentas, desplazándose inmóviles hacia nosotros, las facciones algo demacradas por las mejillas hundidas, pero aún nobles, de Anselmo Dión Cáceres. La aparente inmovilidad de la máscara del rostro que se nos acercaba debía estar sostenida por imperceptibles movimientos subacuáticos de anfibio. El vapor, la luz difusa, las líneas oblicuas sobre el agua no permitían ver más que el rostro y el comienzo de los hombros desnudos. Dión no había muerto, vivía en el agua.
Anselmo Dión Cáceres permaneció quieto algún tiempo, a nuestros pies, con algo de bestia dócil. Nogueira sumergió el termómetro en el agua. Dión no se movió. Yo hubiera querido arrodillarme junto al borde, estar cerca de Dión, hablarle. Pero Dión miraba fijamente hacia delante, y Nogueira se movía con la escrupulosidad disuasiva de quien está ejerciendo algo más que su trabajo: una tarea encomendada por las fuerzas del destino. ¿Se prepararía también el médico para alcanzar aquella inmortalidad acuática y menesterosa? Algo en la precisión de los gestos lo anunciaba. Pensé que si se decidía a compartir el destino de Dión, entonces alguien más debía ocuparse de las tareas que ahora ocupaban a Nogueira. Por primera vez creí entender por qué se me participaba de aquel secreto, pero aniquilé minuciosamente la idea: en un acto fulgurante y represivo, las ideas se matan en la mente. Nogueira me indicó que me arrodillara junto a él. Acarició la mejilla hundida de Dión con el dorso de la mano, y entonces oímos la voz inconcebible y monocorde que decía:
–Mucho antes de la hora, yo sabía qué destino me esperaba.
Dion Cáceres hablaba. Por alguna razón, me pareció un milagro mayor que el de la aparición del rostro al ras del agua. Con la vacilación elegante de toda la vida, la voz prosiguió:
–Y, naturalmente, postergué el momento de pasar a esta otra vida lo más que pude. Podía imaginar sus características generales, de ningún modo cada detalle. Piense en cualquier estado de ánimo; el tedio, por ejemplo. ¿Cómo imaginar anticipadamente su pormenorizada diversidad?
Pensé que sólo Dión Cáceres podía hablar así. También, que la fijeza con que miraba el borde del estanque –no había levantado la vista ni una sola vez mientras hablaba– no era normal. Miré a Nogueira, que con el índice se señalaba alternativamente un ojo y el otro: Dión estaba ciego.
–Aunque no lo parezca, la situación infunde esperanzas –prosiguió la voz mecánica de Dión–. Antes yo sabía, o creía saber, lo que me esperaba. Ahora, ¿cómo saberlo? Si los descubrimientos del amigo Nogueira siguen su curso natural, ¿quién le dice que algún día el tratamiento no logre prescindir de cualquier cuidado?
Dión hablaba, no parecía que fuera a detenerse.
–En conclusión, si la soledad en un primer momento es un poco áspera, con el tiempo llega a ser maravillosa.
Pero Nogueira le acarició una mejilla, y ya no habló. El médico me miró y con un gesto definitivo me indicó que preguntara algo, lo que quisiera. Yo no sabía qué decir, y emocionado y vacilante pregunté:
–Maestro, ¿cómo está?
No hubo respuesta. Nogueira me instó a que repitiera la pregunta. Obedecí, y Dión, sin moverse, dijo:
–A veces me asalta la extrañeza de habitar este mundo tan uniformemente acuático.
Nogueira asintió dos veces, sonrió levemente, parecía satisfecho. Entendí que debía hacer otra pregunta. Fue lo que hice:
–¿Y está escribiendo, maestro?
–De buen grado persistimos en las actividades placenteras –dijo Dión–. Pero yo me digo siempre que el placer se da una sola vez, y que al persistir sólo conseguimos una prolongación, una insistencia de lo mismo.
¿Estaba escribiendo o no? No había entendido, tampoco importaba. Para dar lugar a alguna aclaración, dije:
–¿Algún cuento, una novela?
–Si se piensa en la actitud que adoptamos frente a los cambios que inevitablemente traen los años, sorprende la naturalidad con que reducimos nuestras pretensiones.
Me pareció entender que abandonaba los géneros rigurosos por una prosa más libre. Quizás se limitaba a anotar las peripecias de la inmortalidad menesterosa en la que navegaba. Quise saber cuándo podríamos ver algo de esos escritos.
–Tengo la modesta aspiración de vivir no menos de mil años –explicó. Llegaré entonces a madurar de manera más generalizada y hasta cierto punto completar mi educación.
Ahora Nogueira lo miraba contrariado mientras negaba con la cabeza. Dión estaba diciendo:
–No hay tantas alternativas para nadie. El universo es un mecanismo ridículo. Dios parece posible y hasta probable.
El médico me miró, parecía cansado, o triste, y con resignación se señaló alternativamente los oídos: Dión Cáceres estaba sordo. ¿Sordo? ¿Y cómo había acudido al llamado de Nogueira? Dión decía:
–En el mundo: disposición para seguir en la faz de la tierra con interés y alegría. Mujeres complacientes: no encontré muchas. ¿Gente complaciente? Tampoco. Digo mujeres porque pienso más en ellas.
Nogueira estiró su mano derecha, y la agitó en el aire, como si no pudiera controlar un repentino temblor. Yo entendí que Dión era sensible a cambios imperceptibles en la atmósfera, o en el agua, y que así había percibido nuestra presencia.
Lo miré, quieto junto al borde. La luz de los ojos apagada, el pelo escaso, mojado y pegado a la piel. Sentí infinita piedad por su situación. Nogueira se puso en pie, yo lo imité. Mientras, la voz acuática y monocorde decía:
–En realidad siento que la natural y permanente reflexión basta para justificar ante mí el día y la continuación de un infinito futuro de días parecidos.
Nogueira me indicó el pasillo por el que habíamos llegado. Caminé primero. Pero en cuanto nos alejamos unos pocos pasos, me detuvo. La voz de de Dión decía: « Freud fomenta nuestros desconciertos ». Nogueira me explicó que yo debía volver al hotel, mientras él volvía junto a Dión. Que no comentara lo que había visto, no por ahora, y que volviera mañana a la misma hora. Nos dimos la mano con vehemencia, como dos conjurados. Mientras me alejaba hacia la salida, escuché que Dión explicaba: « Al principio me aburría fatigosamente, luego comencé a aburrirme con placidez. Aquí se vive fuera del alcance de muchos tedios, que sofocan ».
En la misma habitación rectangular que antes, me vestí con premura y salí a la calle. Aix dormía. Cuando entré en nuestra habitación de hotel encontré a Denise en la cama, en la misma posición en la que la había dejado. Eran, apenas, las siete y media de la mañana. Pensé en despertarla, pero me dije que tenía una tarea. Entonces me senté al escritorio exiguo, bajo la ventana, saqué un bloc de hojas con el membrete de La Croix du Sud, y redacté esta relación incongruente. Mientras lo hacía, Denise se despertó, se bañó, y bajó a desayunar. Sé que no volveré a las termas, pero he querido dejar testimonio de lo visto y de lo oído. Y acaso salvar a Dión. |