Eduardo Berti

            Eduardo Berti

Buenos Aires, Argentina, 1964. Su primer libro de ficción, la colección de cuentos Los pájaros (1994) obtuvo el Premio-Beca de la Revista Cultura y fue considerado como uno de los mejores libros del año por el diario Página/12.

A este libro le siguieron dos novelas: Agua y La mujer de Wakefield, (Tusquets Editores). La primera fue traducida al francés (Le désordre électrique), al inglés (Agua) y al portugués (A Desordem Eletrica). De La mujer de Wakefield hubo traducciones al japonés y al francés. 

En 1998, Berti se radicó en París (Francia), donde se desempeñó como periodista cultural y corresponsal para medios argentinos,  impartió cursos de escritura, plasmó el guión de la película Nordeste.

En el año 2002 publicó en forma simultánea en España y en Argentina (Emecé Editores) los cuentos muy breves de La vida imposible cuya traducción al francés, La vie impossible, recibió el premio Libralire-Fernando Aguirre. Un año después reeditó Los pájaros (Páginas de Espuma).
En 2004 Anagrama publica su novela Todos los Funes, finalista del Premio Herralde, fue traducido al coreano y al francés.

En 2007 editó un cuento largo (“Retrospectiva de Bernabé Lofeudo”) dentro de la colección “Un endroit où aller” que en Francia dirige y coordina Hubert Nysen, fundador del sello Actes Sud y su primer libro no narrativo Los pequeños espejos/Les petits miroirsEn el  2008 salió su cuarta novela, La sombra del púgil, Norma (en Argentina y Colombia), La Otra Orilla (España) y por Actes Sud (Francia).

En el 2010 apareció su último libro de cuentos: Lo inolvidable, editado por Páginas de Espuma y en Francia por Actes Sud, y en 2011 la novela El país imaginado, premio Emecé 2011 y Premio Las Américas de Novela 2012. En 2014 obtiene el Premio Konex - Diploma al Mérito en la disciplina "Novela: Periodo 2011-2013".


El inicio

 

HIJO Y PADRE CAMINAN EN SILENCIO hacia la escuela, a menos de quince minutos de su casa. La mano de uno, más pequeña, va como perdida en la mano del otro; la palma suda y los dedos tiemblan un poco. Es el primer día de clases. Las dos siluetas avanzan recortadas contra un cielo crepuscular. La escuela es un viejísimo edificio, antes blanco, ahora grisáceo, semioculto tras un par de arboles torcidos y flacos. Por como mueven las cabezas y miran alrededor queda claro que, si no es la primera vez, es la segunda que acuden al lugar, luego quizá de la visita de admisión o de la inscripción. Pero esta vez cuenta distinto, es el bautismo, es el paso trascendental, mucho hablaron entre ellos y también con las mujeres del hogar: hermana y madre. Una de ellas afirmo: «Yo te enseñaría por mi cuenta a leer y a escribir, pero la escuela es otra cosa, es una experiencia más grande». Otra habló de estar orgullosa y lo felicitó.

A medida que se acercan, el movimiento es mayor. Unos entran y otros salen de la escuela: chicos de siete, ocho, diez años; adultos con un par de libros bajo el brazo. Los alumnos avanzados escrutan a los novatos sin el menor disimulo. Los novatos, por su parte, tienen el raro instinto de reconocerse, no así el valor o el impulso de saludarse.

Por fin el silencio se rompe entre ellos dos. «Estoy feliz», se oye. Y también: «Quien lo habría dicho». Y por ultimo: «¿Trajiste un cuaderno y algo para escribir?».

Las manos se han separado y ahora están mucho más sudadas. El nuevo alumno le pregunta al otro, al experimentado, si el también se sintió así en su primer día de clases. «Por supuesto», es la respuesta. El nuevo alumno sonríe. Luego se le ocurre decir: «¿Y si los otros

estudiantes ... ?», pero una ráfaga de viento se lleva el final de la frase.

«Ya lo hablamos, ¡no hay que pensar en los demás!», llega a oírse por encima de la calma reinstalada.

Los dos siguen caminando, sin volver a unir las manos, sus pasos son tan iguales que uno parece el reflejo joven del otro, y así como algunas bandas musicales dejan de tocar de súbito, en un acuerdo perfecto, sin una seña que preanuncie la maniobra, casi de idéntica manera ellos se detienen a un tiempo, en total sincronizaci6n, y uno palmea con suavidad la espalda levemente encorvada del otro.

«Hay un café en la esquina, ¿lo ves?», pregunta el que dio la palmada.

«Si, lo veo, ¿por qué?».

«Te espero allá, papá. ¿Está bien?».

«Sí, esta bien», contesta el otro algo mecánicamente.

Solo al cabo de unos pasos (ya esta dentro de la escuela, ya lo hizo, ya sus pies pisan el patio) gira y grita a la espalda de su hijo: «¡Son tres horas! ¿Qué vas a hacer, tanto tiempo?».

Sonriéndole desde lejos, el hijo saca un libro que tenía guardado en un bolsillo y hace, abriéndolo, la mímica de leer, una mímica que nunca osé efectuar por un antiguo prurito, el mismo que aún impide a él y a las mujeres del hogar leer delante del padre una revista, un

libro o lo que sea.

La mímica no ha caído mal, por el contrario. De modo que el hijo se aproxima al café blandiendo el libro, bien visible, como quien carga con orgullo algún trofeo, como quien carga con cuidado algo valioso.

En ese libro, se dice, están las letras que su padre finalmente va a aprender.

 

Cuento de Lo inolvidable, Páginas de Espuma, Madrid, 2010