Cortázar en Mendoza: años de formación Por Jaime Correas Escritor y Periodista argentino
Igual que tantos otros jóvenes, leí con entusiasmo los libros de Julio Cortázar a fines de los años setenta y principios de los ochenta. Ya cursando la carrera de Letras en la Universidad Nacional de Cuyo, se me cruzó un dato increíble: el autor de esos textos perturbadores había dado clases allí. Dos de mis profesoras, incluso, habían sido sus alumnas. Imaginé entonces que debían de quedar huellas. En 1984, cuando murió el escritor, unos amigos periodistas del desaparecido diario Mendoza, conocedores de mis lecturas, me pidieron que escribiera un artículo sobre él y su paso por nuestra provincia. Ése fue el primero de mis trabajos en estos treinta años de periodismo. A lo largo de ese tiempo, Cortázar se me siguió apareciendo, una y otra vez, en circunstancias vitales. ¿Sería posible remontarme hasta el momento de su estadía mendocina y encontrar a Cortázar? Un poco a la manera de Horacio Oliveira en Rayuela (“¿encontraría a la Maga”?), me formulé, a modo de talismán, esa primera pregunta. La investigación que entonces emprendí estuvo siempre alentada por el espíritu del coleccionista y no por el afán del estudioso. Mientras iban surgiendo los datos, los testimonios, las cartas, las fotos, los documentos, sólo pensaba en juntar piezas de un rompecabezas sin ningún objetivo, sólo para mí. Así se fueron engrosando, sin orden, las carpetas. Pero el verdadero tesoro se inauguró con el hallazgo de las cartas de Cortázar a Sergio Sergi y a su mujer, Gladys Adams, que sus hijos Fernando y Sergio Hocevar guardaban en sendos conjuntos separados. La primera tarea de reconstrucción consistió en reunirlas.Tiempo después, y ya en contacto con Aurora Bernárdez, la viuda del autor, esas cartas volaron hacia París para sumarse a los tomos de la correspondencia que se publicó por primera vez en el año 2000. Era un modo de hacerle justicia a Sergio Hocevar (Sergi era su seudónimo) y darle el lugar que le correspondía en la biografía cortazariana. Pero el contacto con esas cartas no llegó solo. Fernando Hocevar tenía en su poder, además de las maravillosas fotos del viaje de Cortázar a Mendoza en 1973, una copia del libro La otra orilla, que Gladys Adams mecanografió a pedido del autor. Ella misma conservó un juego, posiblemente el único además del que Aurora Bernárdez tenía en Francia con los papeles del escritor. Allí está uno de los relatos más famosos de Cortázar, “Casa tomada”, que integraría su primer volumen de cuentos publicado, Bestiario (1951). A tal punto se identifica ese relato con Bestiario, que ni aun en Cuentos completos/1, donde Alfaguara incluyó por fin el resto de La otra orilla, se establece conexión alguna entre “Casa tomada” y ese libro anterior, hasta entonces inédito. La vinculación permite fechar el cuento y establecer una nueva serie de conexiones entre su origen y las vivencias mendocinas. Otros fragmentos de aquella existencia entre 1944 y 1945 se fueron revelando: diarios de la época, testimonios personales de sus alumnos y de otras personas que lo conocieron, los archivos de la Universidad. Precisamente, en el archivo del Rectorado se conserva su legajo personal, donde se puede leer su letra inconfundible y ver su foto —tenía casi treinta años; en la imagen acusa, tal vez, unos veinte—; pero lo más valioso no apareció ahí sino en un polvoriento depósito clausurado de la azotea de la Facultad de Filosofía y Letras, donde me encontré con registros que atestiguan sus actividad docente, con los programas dictados por aquel joven profesor y la bibliografía que aconsejaba. Los papeles referidos a Cortázar, junto con toda la documentación de los primeros años de la Facultad de Filosofía y Letras depositada en ese lugar, fueron destruidos algún tiempo después de que yo los consultara. Afortunadamente conservé fotocopias de lo hallado. Cuando quise comprobar que no se me hubiera pasado algo en la primera búsqueda, me encontré con la desalentadora novedad. Llegué a ese lugar por azar, en el curso de una investigación sobre médicos e intelectuales españoles exiliados en la Argentina durante la Guerra Civil. Con ese material escribí una fallida novela puesta por piadosos editores en el estante definitivo de los inéditos, de la que luego rescaté el final, dándole la forma de un cuento que ganaría un vago concurso. En 1995 apareció por primera vez el Diario de Andrés Fava, un capítulo de El examen que Cortázar había decidido independizar de esa novela y que se había mantenido, hasta entonces, inédito. Allí, Mendoza y los amigos de Cortázar están muy presentes. Para alguien que estaba investigando sobre el tema, había una frase inquietante: “Si frecuentara escritores, anotaría toda ocurrencia que me pareciera significativa —no el mero juego de ingenio—, y haría obra de bien para los pobres biógrafos de 1995”. De allí salió el título para mi cuento: “Pobres biógrafos”. Me quedó desde entonces la sensación de que esos indicios que había ido recogiendo tenían un sentido. Había en ellos una historia, un hombre que dejaba las marcas de sus pasos para que otro, muchos años después, las siguiera. “A su manera este libro es muchos libros, pero sobre todo es dos libros”, anuncia Cortázar en el célebre “Tablero de dirección” que abre Rayuela. También mi reciente libro Cortázar en Mendoza. Un encuentro crucial (Alfaguara, 2014) es a su modo dos libros. Nacido de esa larga serie de casualidades y de señales que yo había estado “coleccionando” durante veinte años, en 2004 publiqué Cortázar, profesor universitario, que el volumen actual amplía y reescribe a la luz de otros diez años de hallazgos. Con las sustanciales diferencias determinadas por la nueva documentación que llegó a mis manos entre una y otra publicación, tanto aquel libro como éste contienen un minucioso relato documentado del año y medio que transcurrió Julio Cortázar en Mendoza (desde julio de 1944 hasta diciembre de 1945) y de su regreso en 1973.Curiosamente, los trabajos biográficos no profundizan esa etapa mendocina, aceptando y repitiendo datos no comprobados, y desconocen la vuelta en 1973. En esos dos polos parece haber dos Cortázar distintos: uno lampiño y otro barbado, uno joven y otro ya maduro, uno sin definición política y otro socialista confeso. Como en toda biografía de un ser extraordinario, había que preguntarse: ¿cuál Cortázar es aquél?, ¿de cuál estamos hablando cuando nos acercamos a ese momento de su vida? Además de su compromiso con la creación literaria, Cortázar fue una personalidad sumergida en las luchas políticas e ideológicas del continente americano. Los testimonios de la época mendocina lo muestran en un momento de formación, cuando no era todavía quien llegaría a ser; sin embargo, se pueden rastrear allí esas actitudes plenas de dignidad e integridad que identificaron sus conductas posteriores. La historia tiende a aplanar el pasado, a fijarlo como un friso sin volumen, en el que los hechos ocurridos en tiempos sucesivos se superponen. Con los prejuicios y las certezas del presente, suele reconstruirse sobre un único plano aquello que fue, comprimiendo sucesos y protagonistas. Una tarea central, pues, de esta renovada pesquisa sobre el encuentro de Cortázar con Mendoza consistió en intentar, al volver atrás, hacerlo con la mirada de aquel tiempo. Buscar la precisión de los datos, las fechas, los personajes, las circunstancias. Procurar sopesarlos con el valor que les atribuía la época. Cortázar llegó a Mendoza a los veintinueve años, luego de haber pasado siete años dando clases de materias no literarias en escuelas secundarias de la provincia de Buenos Aires, con un conocimiento de la tradición poética universal y francesa en particular que le permitió dar sus cátedras con competencia, pero que sobre todo otorgó bases sólidas a su propia indagación creativa. El paso por Cuyo representó una bisagra vital para el escritor. En sentido metafórico, en Mendoza murió Julio Denis, el pseudónimo bajo el cual había publicado hasta su arribo allí, para dar nacimiento al primer Julio Cortázar, quien incluso a veces se presentó como “Julio F.” o “Julio Florencio”. En su introducción a Cartas desconocidas de Julio Cortázar, Mignon Domínguez apunta el dato muy interesante de que en Chivilcoy, su última etapa antes de llegar a Mendoza, quedó una versión pasada a máquina y con una dedicatoria manuscrita a Mercedes Arias del relato “Estación de la mano”, firmada todavía por Julio Denis en 1943. Ese mismo texto apareció con la firma de Julio F. Cortázar, esta vez sin dedicatoria, en la revista mendocina Égloga de enero de 1945. En esos tiempos, incluso firmaba como “Julio Denis” las páginas interiores de los libros que compraba, lo que puede apreciarse por internet en los ejemplares incorporados antes de 1944 a su biblioteca personal, que están depositados en la Fundación Juan March de Madrid. El nombre excedía, pues, los alcances que suele tener un pseudónimo literario, ya que lo utilizaba también para instancias íntimas, como firmar una carta personal o identificar la propiedad de un libro. Aunque no todas sus misivas llevan esa firma, sí es el caso de aquellas que manda a sus amigas de Bolívar Marcela Duprat, Lucienne C. de Duprat y Mercedes Arias, que se cuentan entre las más personales. Mignon Domínguez puntualiza que de las veinticuatro cartas dirigidas a Mercedes Arias entre 1939 y 1945, veintiuna van firmadas “Julio Denis”. De las últimas tres cartas, en cambio, firma “Julio Cortázar” en dos ocasiones, y “Julio”, en otra. Las tres están fechadas en Mendoza. Su arribo al pie de la cordillera de los Andes representa en algún sentido la desaparición del tal Julio Denis, no sólo como escritor, sino también como corresponsal de sus amigos e identidad privada de la persona que alcanzaría celebridad mundial bajo su nombre verdadero. Tal presunción sobrevolaba mi libro de 2004, pero con el avance de las investigaciones y los hallazgos se perfiló con una nitidez mucho mayor. Todas las cartas que Cortázar escribió a partir de 1937, hoy publicadas en cinco volúmenes, permiten vislumbrar un proceso de aprendizaje, consciente en muchos aspectos, pero con la cualidad intuitiva que le era propia. Resulta claro que buscaba las claves profundas de los universos poéticos que lo precedían, para trazar su propia senda de creador. Indagaba en algo que había bautizado “poeticidad”. La llegada a Mendoza para hacerse cargo de las cátedras universitarias, a partir de una proposición inesperada que no dudó en aceptar de inmediato, fue un perfecto laboratorio que se le ofreció a Cortázar para hacer sus experiencias finales en esa dirección, y para poner a prueba frente a un público –sus alumnos– conocimientos, ideas, intuiciones, cavilaciones. Rastreando en su correspondencia anterior, se comprueba que el joven escritor ya había realizado un viaje iniciático para ponerse a prueba ante su ídolo poético, Ricardo Molinari, tal como lo cuenta en carta a Luis Gagliardi en enero del 39. Tras confesar que el maestro ha encontrado en su libro Presencia (1938) una juvenil falta de equilibrio y ciertas fallas en la selección del vocabulario, le anuncia a su corresponsal: “Me limito a recoger algunos apuntes dispersos acerca de poesía, y trato de ordenarlos en forma coherente; cuando esté completo se los daré a leer”. Cortázar aspira a vivenciar a fondo su tradición poética, buscando captar el núcleo de esa “poeticidad” que es su desvelo. En las primeras cartas del volumen que reúne las escritas entre 1937 y 1954, se aprecia su marcada preocupación por el fenómeno creativo a través del estudio profundo de la historia literaria, pero sobre todo de las obras que atraen su gusto personal. En 1938 envió a Marcela Duprat unos esquemas de la poesía francesa, prestando especial atención a la revolución simbolista. En aquella lista de autores se reconocen los nombres que, seis años después, incluiría en sus programas de estudio cuando asumiera su puesto como profesor en Mendoza. El proceso se va construyendo con lecturas y estudio, a medida que intenta sus poemas y sus primeros cuentos, incluso una novela destinada al fuego. No hay nada más importante para él que esa búsqueda personal: es una certidumbre que deja explicitada en una carta de comienzos de 1946 a su alumna Dolly Lucero, quien le ha reclamado que regrese a Mendoza a retomar sus cátedras cuyanas, que el profesor Cortázar ha dejado por un empleo porteño que le deja más tiempo para escribir: “¡Porque yo quiero ser escritor, no profesor!”.Entre los libros que pertenecieron a Cortázar depositados en la Fundación Juan March de Madrid se pueden individualizar varios volúmenes que fueron utilizados por él en sus cátedras mendocinas. Son tanto obras de creación poética como ensayos críticos. Los que están datados de su puño y letra van desde 1938 a 1943. Esto muestra que esas lecturas constituyeron un programa de formación ordenado y metódico, que tuvo un punto muy alto —dadas la calidad de su análisis y la claridad de su reflexión sobre el proceso creativo— en un artículo publicado en la revista Huella a comienzos de la década del cuarenta y reproducido en su Obra crítica/2 (1994). En el prólogo a ese volumen, Jaime Alazraki asegura: “De su primera prosa publicada en 1941, ‘Rimbaud’, puede decirse que es a la vez una profesión de fe literaria de la generación de 1940, casi su manifiesto, y también un microcosmo de lo que será la visión del mundo de Cortázar, o la semilla de esa visión, si se quiere, pero conteniendo ya sus ingredientes esenciales. Es un primer bosquejo, una versión muy simplificada todavía de una cosmovisión dispersa en toda su obra y que da su medida mayor en Rayuela, pero no deja de sorprender que a diez años de Bestiario y a veintidós de la gran novela (Rayuela), Julio Denis definiera, desde un artículo que quedará sepultado en las páginas de una oscura revista, el blanco más pertinaz hacia el que Julio Cortázar apuntará lo más venturoso de su obra”. Bajo la firma de Julio Denis, Julio Cortázar esboza en el artículo de 1941 un plan vital que no vacila en presentar en primera persona: “Con toda mi devoción al gran poeta (Mallarmé), siento que mi ser, en cuanto integral, va hacia Rimbaud, con un cariño que es hermandad y nostalgia... Se podrá decir que la poesía es una aventura hacia el infinito; pero sale del hombre y a él debe volver. Le es conferida a manera de gracia que le permite franquear las dimensiones; mas el triunfo no está en ‘rondar las cosas del otro lado’, como dijo Federico, sino en ser uno quien las ronda. La aventura de Rimbaud es un punto de partida para la desgarrada poesía de nuestro tiempo, que supera en conciencia de sí misma a cualquier momento de la historia espiritual... ¿Deja el hombre de correr por eso el riesgo de Ícaro? No lo creo”. Si el artículo de Huella era una declaración de fe poética y vital, los programas de sus materias de literatura francesa en los cursos de 1944 y 1945 serán desarrollos muy profundos y detallados de ese esbozo al que Alazraki ve como una semilla. Confirmación de esta hipótesis, el máximo hallazgo de estos últimos años de investigación, piedra de toque de Cortázar en Mendoza, son los apuntes de clase que Cortázar elaboró para dictar sus cátedras y que hoy están depositados en la Universidad de Princeton. De su análisis en esta nueva obra resulta clara la búsqueda de aquel joven poeta que por casualidad llegó a ocupar una cátedra universitaria donde pudo exponer sus indagaciones de esos años de solitaria preparación. En un artículo de 1995 en La Nación, Aurora Bernárdez comentaba como al pasar: “Encontré el manuscrito de La otra orilla en una caja junto con los apuntes utilizados por Cortázar en los cursos que dictó en la Universidad de Cuyo”. Cortázar, profesor universitario apareció sin que yo hubiera indagado en esos apuntes que hicieron un largo camino de Mendoza a Buenos Aires y de allí a París, a la espera de que estuvieran al fin conservados en una biblioteca universitaria. Diez años después, la posibilidad de contar con esas notas elaboradas hacia 1944 y 1945 permitió comprobar cómo el joven Cortázar echó mano a su actividad docente para construir y depurar su camino creativo. Si esa preocupación está presente en sus cartas y en sus primeros ensayos literarios, tal como lo ha visto Alazraki, los mismos temas aparecen con enorme fuerza en el desarrollo de sus clases. Se trata de un documento extraordinario que muestra cómo sus postulados de 1941 en Huella habían dado paso a una reflexión mucho más amplia, obligada por la necesidad de sus clases mendocinas, pero también por la maduración de su propia búsqueda de escritor. Quizás esa experiencia sea una razón primordial —sumada a otras, ligadas a la amistad— por la que Cortázar siempre mantuvo una conexión entrañable con Mendoza. Vale la pena hacer notar que mi primer libro sobre aquella etapa mendocina se escribió sin la existencia de internet como herramienta generalizada de consulta y comunicación, algo que hoy parece inimaginable, y que las preguntas originales a Aurora Bernárdez fueron hechas por correo postal, con el ritmo pausado en el intercambio que ese medio imponía. Es imprescindible hacer este distingo porque lo que resultó en esta nueva etapa sólo fue posible gracias a la existencia casi mágica de la red y la inmediata conexión que proporciona. A principios de 2012, por correo electrónico, consulté a Carles Álvarez Garriga, editor de los inéditos cortazarianos, si sabía cuál era el destino final de esos apuntes, aludidos por Aurora, a los que años antes no había tenido acceso. Desde Barcelona, Carles contestó el 2 de febrero, asegurándome que no estaban entre los papeles hallados en París, que había inventariado en 2007 y que resultaron luego en el libro Papeles inesperados, de 2009. Pero él mismo rastreó por internet y me señaló el sitio de la Universidad de Princeton donde figuraban catalogados los ansiados escritos. Luego de un mes de comunicaciones, peripecias virtuales y obstáculos burocráticos sorteados gracias a ayudas providenciales y desinteresadas, finalmente tuve en la bandeja de entradas de mi correo electrónico las fotos de aquellos anhelados documentos. ¿Qué había allí? Eran los apuntes de 1945 de Literatura Francesa II, materia dedicada sobre todo a los poetas simbolistas. Los apuntes, que después de París habían hecho un nuevo viaje a Nueva Jersey, en los Estados Unidos, por la magia de internet volvían a Mendoza, su lugar de elaboración original casi setenta años antes. Algunas de esas hojas habían sido mecanografiadas a simple espacio en la máquina con la que Cortázar escribía sus cartas, en un afán de aprovechar el papel, y otras habían quedado manuscritas con su letra inconfundible, que en poco tiempo llegué a descifrar sin mayores dificultades. Las notas agregadas de puño y letra afloraban aquí y allá. Unos dos meses me llevó pasar todo en limpio y llegar a las primeras conclusiones: había tramos repetidos o muy parecidos, y el orden había sido alterado por el ir y venir de esas notas en el tiempo. Revisando con cuidado, comprendí que las repeticiones se debían a que algunos apuntes habían sido preparados para los cursos de 1944, y otros, para los de 1945. Los primeros eran menos abundantes: Cortázar había llegado a Mendoza a mediados de año y tuvo escaso tiempo de clases. Siguiendo el programa que estaba reproducido al principio y que coincidía casi al pie de la letra con el que yo había publicado en mi libro de 2004, más algunas claves de numeración que tenían los apuntes, por ejemplo “Baudelaire”, “Baudelaire (5)”, “Baudelaire (2)”, etcétera, se podría llegar a un aceptable ordenamiento. Poco a poco, a través de una lectura tan atenta como apasionada, aquellas hojas fueron adquiriendo una lógica interna que el transcurrir del tiempo les había escamoteado parcialmente. Una vez que pude rearmar la secuencia de las clases, llegué a la conclusión de que allí estaba nada más y nada menos que el desarrollo —muy ampliado y con traducciones de textos literarios y críticos realizadas por él mismo— de las ideas del célebre artículo sobre Rimbaud publicado en la revista Huella en 1941. Paso a paso, el profesor iba indicando las lecturas que se debían hacer. Y aun cuando en algunos casos faltara su traducción o la versión original en francés, se podrían restituir esos poemas para comprender el sentido de sus clases. De un autor había una mayor cantidad de textos traducidos por el propio Cortázar: Lautréamont. Las traducciones de los Cantos de Maldoror y del resto de la obra de Isidore Ducasse por Aldo Pellegrini no verían la luz hasta casi dos décadas más tarde. Con cuatro años más de lectura y reflexión, lo que en 1941, en su artículo “Rimbaud” y bajo la firma de Julio Denis, eran unas cuantas intuiciones y sentencias, había dado lugar a través de estos apuntes a un profundo despliegue del que se valdría el profesor Julio Cortázar para explicar sus ideas a un auditorio universitario. En ambas etapas, un mismo creador proseguía su búsqueda de las claves creativas que lo llevarían a ser el gran escritor que conocemos. Una parte importante de las notas son sólo disparadores para el profesor, pero otros tramos están perfectamente redactados y, en algunos casos, hasta contienen guiños hacia un posible lector o hacia sí mismo, como si además de estar armando sus clases hubiera estado dialogando con el creador que lo quemaba por dentro. Además de los apuntes, hay otra novedad crucial, aparecida en el curso de estos últimos diez años, que permite revisitar bajo una nueva luz aquellos días de 1944 y 1945. En el tomo IV, titulado Poesía y poética (2005), de unas Obras completas cuya edición habían emprendido –y que luego discontinuaron– el Círculo de Lectores y la editorial Galaxia Gutenberg, se recupera una serie de poemas escritos por Cortázar en Mendoza, nunca antes reunidos en libro ni publicados por separado, que se suman –reproducidos en uno de los anexos de Cortázar en Mendoza– a los dos dedicados a Sergio Sergi (“Jangada para Sergio Sergi” y “Un goulash para el oso”), ya reproducidos en mi libro de 2004. Estos textos, que el propio Cortázar había separado en una carpeta hallada por Saúl Yurkievich y titulada “Poemas 1945-1948” –como si los poemas de Mendoza significaran para el autor una región especial, aislable, con peso propio–, confirman que el autor caracterizaba esa etapa como un momento significativo. Los treinta poemas y, sobre todo, los apuntes de clase, que se incluyen en los capítulos dedicados a las reflexiones de Cortázar sobre las obras de los poetas Baudelaire, Lautréamont, Verlaine, Rimbaud, Mallarmé y Valéry, fundamentan una nueva mirada sobre los años mendocinos del escritor, y esa nueva mirada es la que justifica este nuevo libro. Así como las renovadas perspectivas acerca de sus intereses y pasiones, de sus relaciones personales y sensibles, cercanas y lejanas que fueron apareciendo con los sucesivos hallazgos. Todo ello ha determinado la escritura de numerosos capítulos nuevos y el enriquecimiento de muchos de los que integraron hace diez años Cortázar, profesor universitario. Es de esperar que esas revelaciones afloren en Cortázar en Mendoza con la fuerza que mostraron a medida que se fueron presentando.Hay, en particular, una hipótesis primordial que ojalá iluminen las páginas de la obra: Julio Cortázar culminó, durante su destino docente en Mendoza, un proceso interior que sería decisivo para la orientación de su propia obra futura. Venía ajustando su sintonía creativa a través de un estudio en profundidad de la tradición literaria a la que sentía pertenecer, al mismo tiempo que despejaba de rémoras y vacilaciones, poco a poco, aquella que era propia voz. Aunque quizás aquel muchacho que Cortázar fue no haya tenido la plena conciencia de un rumbo, es claro que tenía una dirección precisa y que se apoyaba en premisas muy bien meditadas. Lo que este nuevo libro explora son los indicios precisos de esa autoeducación literaria cuyas claves se leen en la filigrana de sus relaciones, sus vivencias y sus textos mendocinos, tiempo y lugar de un encuentro crucial de Cortázar con otros y, acaso, consigo mismo. ** Nuestro agradecimiento por la cortesía de Jaime Correas, que nos ha proporcionado las imagenes que ilustran este artículo. |