El relato de los efectos [1]
Por CristinaSiscarEscritora argentina Hay dos lugares implícitos en una obra literaria, que de algún modo definen su naturaleza y su sentido: uno corresponde a la creación, el otro, por supuesto, a la lectura. El primero es el lugar en que se ubica el escritor para escribir; no el sitio geográfico donde vive y trabaja, aunque éste, desde luego, influye en la construcción subjetiva del que nos interesa. Ese lugar desde el cual un escritor mira el mundo no existe de antemano, sólo se revela en la realidad textual, y se va haciendo más perceptible en la continuidad creativa de un autor. Sería, como Juan José Saer describió en su ensayo Literatura y crisis argentina, “el punto de intersección de la experiencia personal, lo material y los símbolos”. En el lugar atinente a la lectura convergen, como sabemos, varios factores: el contexto histórico-social en que es leída una obra, la tradición literaria en la que esta se inscribe, la pertenencia cultural del lector. Desde estas dos perspectivas entrelazadas, podemos ver y tratar de entender, más allá de la diversidad de temas o de estilos, un modo de concebir la práctica y la función de la literatura en una época en la cual, al parecer, ya no se espera nada de ella. Lejanos ya los tiempos en que la literatura era noticia y los autores, considerados poco menos que gurúes y rodeados del aura del antiguo narrador de la tribu, posaban para las portadas de diarios y revistas, la situación del escritor en la era del culto a la frivolidad y lo perecedero se ha vuelto incierta y casi marginal, en particular en nuestros países periféricos. En ciertas obras se percibe que sus creadores no sólo son conscientes de esta situación, sino que la han interiorizado y transmutado en una estética. Escriben desde ese lugar precario, ajeno al éxito y la seguridad, lo que se traduce en la visión del mundo de quien no entiende completamente lo que sucede ni sucederá, y en este sentido los autores se asemejan a sus personajes. El uruguayo Mario Levrero dibujó con minucia e ironía esta figura de escritor en su libro El discurso vacío. No es una visión inocente, porque deja al descubierto la conciencia o la sospecha de un no saber, propia del que no maneja todos los hilos de la historia ni otea la realidad desde la cumbre, sino que, por el contrario, se encuentra sumergido en una corriente que lo rechaza, como aquel pez del que habla Antonio Di Benedetto en el comienzo de Zama, esa novela admirable, que narra la tragedia del intelectual latinoamericano. Ahora bien, la incertidumbre modera la ambición de totalidad, e instaura una lógica que no conduce a exponer, desentrañar o interpretar las causas de lo que acontece. Lo que se relata son los efectos en escala reducida, y la manera en que estos efectos enrarecen incluso lo que parecía familiar y cotidiano. Repercusiones de una historia mayor, de un estado de cosas o de sucesos anteriores en la vida de seres humanos con escaso poder para cambiar su destino. El pasado es lo perdido, lo incumplido o lo oculto. El futuro sólo aparece bajo la forma de la conjetura o el deseo, y en general no se intuye muy diferente del presente. No se trata de una literatura de denuncia pero tampoco de entretenimiento: en los efectos descubrimos la insatisfacción, el desengaño, la perplejidad, el desamparo. Estamos lejos de las narraciones totalizantes o de la antinovela de los 60, lejos de la erudición exhibida como apropiación legítima de la cultura universal. Luego vinieron la crítica social virulenta, la denuncia política y la recuperación de los géneros menores en los 70; la parodia, el pastiche y la ficción teórica de los 80. Ahora, está quedando atrás la negación o la banalización de la problemática social que, pese a muchas excepciones, fue la moda de los 90, junto con el culto de la historia en sus dos variantes: la novela histórica producida en serie y la reducción de la narración a la simpleza de “contar una historia” (lo que derivó en un aluvión de novelas dedicadas a glosar las crónicas periodísticas). Las narraciones de los efectos no reposan en un gran argumento ni se proponen completar ninguna historia en una trama cerrada. Como los personajes, como los hechos narrados, como las situaciones que se describen, el narrador parece dejarse llevar por el fluir de un relato que muchas veces cifra su sentido en la asociación de escenas del presente con ecos del pasado. Incorporada a los personajes, sugerida por sus acciones o aludida en el relato, la Historia con mayúscula, del mismo modo que la individual, se adivina en los sobrentendidos o se filtra, como una corriente subterránea, en sus efectos. Lo que es de dominio público, las circunstancias conocidas por todos, no resultan de interés para la escritura de lo residual. A la inversa de lo que muestran a diario los medios de comunicación, los acontecimientos de la escena pública son la trama secreta, lo que no se cuenta. Retomando lo que plantea Ricardo Piglia en su “Tesis sobre el cuento”, podríamos decir que hay una Historia que subyace en la historia explícita, con el agregado de que lo que se elige contar es aquello que la realidad escamotea. La escritura de las huellas, como un punto de concentración en el que se devela la intensidad y densidad de lo real, renuncia al énfasis emocional del mismo modo que al discurso reflexivo o teórico. Tiende a forjar imágenes emblemáticas, capaces de universalizar la experiencia individual, que suelen abrevar en la memoria o el imaginario colectivos. Y esto, como ya dijimos, más allá de la diversidad de temas, estilos y formas literarias e, incluso, de las distintas tradiciones rechazadas o incorporadas por cada autor. A este respecto, vale la pena recordar con Saer que “cada literatura está constituida por tradiciones múltiples, que no son inmutables, que se modifican continuamente”. Fusionando y reelaborando “elementos autóctonos con elementos extraídos de un fondo planetario”, cada autor actualiza un pasado cultural al mismo tiempo que así y sólo así apuesta al porvenir. Hoy, cuando ya sabemos que la literatura no puede cambiar el mundo, cuando ya no se le exige como en otros tiempos que sea un apéndice de las necesidades políticas o ideológicas, cuando incluso se la considera prescindible si no se atiene a los imperativos de rentabilidad, se da una extraña paradoja. Por oponerse al culto de lo perecedero que está en el centro de esta era de productos rápidamente descartables, por representar desde su marginalidad la oposición a la cultura de mercado y ser capaz de materializar otras percepciones de la realidad, termina siendo un acto político la existencia misma de la literatura. Los relatos de los efectos, gestados desde la conciencia del lugar incierto de la literatura y de quienes la hacen, parecen huellas destinadas a lectores del futuro, como las manos de los aborígenes pintadas en las cuevas. Así, contra el olvido, nos dejan el rastro -el símbolo- de aquello que está excluido de la confusión mediática, donde nada sobrevive al instante. Creo que es sobre todo esta propiedad la que nos hace ver en la literatura una necesidad antropológica. [1] Intervención enel Encuentro Internacional de Escritores “Chile tiene la palabra” (Santiago deChile, noviembre de 2007) |