Reina Roffé


            Reina Roffé

Narradora y ensayista argentina nacida en Buenos Aires.

Su obra incluye las novelas Llamado al Puf, Monte de Venus, La rompiente, El cielo dividido, El otro amor de Federico. Lorca en Buenos Aires y el libro de relatos Aves exóticas. Cinco cuentos con mujeres raras.

Entre otros ensayos, ha publicado Juan Rulfo: Autobiografía armada (Corregidor, 1973; Montesinos, 1992) y el libro de entrevistas Conversaciones americanas. Es autora de la biografía Juan Rulfo. Las mañas del zorro (Espasa, 2003) y de Juan Rulfo: Biografía no autorizada (Fórcola, 2012), con prólogo de Blas Matamoro .

Ha sido distinguida con la beca Fulbright y con la Antorchas de Literatura. Recibió el primer galardón en el concurso Pondal Ríos por su primera obra, y el Premio Internacional de Novela Corta otorgado por la Municipalidad de San Francisco, Argentina. En Italia, han aparecido los libros L’onda che si infrange y Uccelli rari ed esotici, Cinque racconti di donne straordinarie y en Estados Unidos el volumen que agrupa The Reef yExotic Birds. Numerosas antologías europeas y estadounidenses albergan cuentos suyos.



EL RUFIN MELANCÓLICO

 

Lo llamaré Gerifalte, porque así se referían a él en la oficina. Para mis adentros, en cambio, era el Rufián Melancólico. En un principio, su aspecto tristón y las ojeras violáceas estampadas en su cara como una marca de nacimiento me habían sugerido este sobrenombre; luego, su tristeza patológica  pasó a un segundo plano. Pensé que rufián venía a ser lo correcto. De alguna manera, traficaba con mujeres.  Pero a esto llegaré más tarde.

Cuando lo conocí, era el  señor Fernández a secas, un hombre apuesto, atildado y  amable que me abrió las puertas de su despacho en uno de los edificios más emblemáticos de Madrid. Fui a verlo para llevarle una carta de un supuesto amigo común, Pepe. Antes de que yo saliera de viaje, el supuesto amigo, bien intencionado, me había dicho:

-Silvita, si pasás por Madrid tenés que conocer a Fernández. Compatriota nuestro que lleva años radicado allá. Un gran tipo. Los gallegos lo adoran y él conoce a lo más granado de Gallegolandia.

Silvita, es decir, yo, no tenía ningún deseo de conocer lo más granado de Gallegolandia. Además,  sólo pensaba quedarme en Madrid un día para realizar la visita obligada al Museo del Prado y tapear en la Plaza Mayor antes de volver a Buenos Aires. Pero recogí la carta y me comprometí a llevársela en persona a Fernández. Y así lo hice, resignando museo y tapas.

Ahora no recuerdo en qué versó la larga conversación que mantuvimos, que él entabló y prolongó como si tuviera todo el tiempo del mundo para regalárselo al primero que se presentara con una carta. Aunque esto es lo de menos, lo importante recae en el hecho de que creí en él a pie juntillas. Tal vez creí en las apariencias. Parecía, realmente, un buen tipo, de los que saben estar: educado, culto. No hizo ostentación de poder, tampoco hacía falta, en ese momento ocupaba un puesto directivo en uno de los grupos de comunicación más grandes de la Península, y eso me gustó. Me gustó, quiero decir, que me atendiera como si yo hubiera sido una embajadora, un ministro en funciones o algo así. También me sedujeron los detalles: la invitación a comer en una pequeña y acogedora sidrería asturiana, donde nos sirvieron unos exquisitos platos de la región, y que me llevara al aeropuerto en su auto; incluso, su apretón de manos al despedirse, fuerte y sincero, que me inspiró confianza. Daba la impresión de ser muy profesional y, en cierta medida, lo era.

A la semana, me telefoneó.  Fue, más que otra cosa, una llamada de cortesía, preguntándome qué tal había resultado mi vuelo de regreso y anunciándome que en un mes iría a Buenos Aires para asistir a un congreso sobre medios de comunicación, si bien el título del encuentro, que era iberoamericano, sonaba mucho más pretencioso de lo que ahora recuerdo. Aunque yo trabajaba en la prensa local, no estaba enterada del evento, y él, sin que  le pidiera nada, se comprometió a gestionar mi participación. Ahora me doy cuenta de qué manera los demás decidían por mí lo que yo debía hacer, a quién tenía que visitar y dónde convenía que metiera mis narices.

Cierta tendencia a la comodidad, me llevó a dejarme guiar hacia aquí o hacia allá, a permitir que otros me allanaran el camino en algunas cosas que  quería alcanzar y en otras que no deseaba en lo más mínimo. Por lo que tuve que pagar un alto precio, como es de suponer.

A mí, sin embargo, no se me ocurrió imaginar que la mesa en la que debía presentar mi ponencia se cancelara a última hora. Me quedé con ocho páginas escritas, que me consumieron una semana de trabajo, y sin poder reclamarle a nadie, puesto que el trato con los organizadores del Congreso Iberoamericano lo había llevado de principio a fin el propio Fernández. ¿Y qué le iba  a decir a Fernández, que se presentó con una caja de mazapanes de Toledo y sus ojeras profundas, aún más sombrías tras el vuelo transatlántico? Nada, no le dije nada o, mejor, le dije que no tenía ninguna importancia, que estas cosas solían ocurrir, que mi ponencia -de la que me pidió copia- era un texto que ya tenía escrito.

Nuestro supuesto amigo común, Pepe, me había advertido: “Fernández es un señor. Vos, Silvita, comportate como una duquesa. Si perdiste una semana de laburo, ya la recuperarás, querida”. Y, sí, la recuperé, pero trabajando noches y fines de semana hasta que, a mí también, se me empezaron a ensombrecer los ojos. En verdad, lo que por entonces se instaló en mí  como una sombra fue la propuesta de Fernández:

-Me gusta lo que hace -me dijo antes de marcharse-. Cuando quiera, se viene a trabajar conmigo.

El resto lo agregó Pepe:

-Agarrá viaje, nena -insistió-. Vos sabés que acá  todo es muy inestable. Nunca se sabe lo que va a pasar. Hoy tenés laburo, pero mañana ¿qué? Hacéme caso, probá un año. ¡Un año en Europa, querida... vos sí que no sabés la suerte que tenés!

En efecto, no tenía idea de la suerte que me esperaba. Yo sólo tuve que hacer una llamada telefónica para que Fernández  prometiera arreglármelo todo: casa, trabajo y recibimiento en Barajas.  Pero llegué a mediados de agosto y Fernández estaba de vacaciones. En el aeropuerto me esperaba su secretaria, una tal Laura, quien me había reservado habitación en un hostal de mala muerte, eso sí, céntrico y barato, que me permitió conocer, sin necesidad de moverme, todo el ruido de la ciudad y el calor más avasallador del verano madrileño.

Avasalladora también era la secretaria, acólito leal del Gerifalte, que me despachó en el hostal como si fuese un bulto, rehuyendo mis preguntas, rodeando de secreto dónde estaba Fernández, cuándo volvería, qué había dispuesto para mí. Ella, en realidad, era la que parecía disponer y determinar, como si en vez de cumplir órdenes, fuese quien las dictaba. Laura -supe después- cumplía esa triste función, asumida con gusto, de ser la cara mala del jefe, y tras la cual él se escudaba. Orgullosa y prepotente, perfecto estereotipo de la asquerosa porteña, tenía ese aire altivo de quien se siente en posesión de alguien o de algo. ¿Acaso era la amante de Fernández, como algunos daban por hecho? No, sencillamente era la que tenía capacidad de decisión, de tomar decisiones y ejecutarlas, la que salía al frente y mantenía las riendas bien sujetas cuando al Gerifalte lo trababa la melancolía y daba vueltas como una pescadilla que se muerde la cola sin resolver nada -cosa que le ocurría con mucha frecuencia- o andaba en alguna rufianada, de ésas en las que ni él mismo sabía. Ella le sacaba las castañas del fuego; en otras palabras, hacía su trabajo. Y hay que ver cómo aprovechaba la coyuntura para maltratar a todos sin escrúpulos ni remilgos, cada vez más agrandada, usufructuando las prebendas del poder, del poder chiquito, con el que también se puede hacer mucho daño.  Un misil, directa y brutal. Hidra de múltiples cabezas; porque cabeza, hay que decirlo, no le faltaba. Era inteligente manejando los hilos, ovillando madejas, dirigiendo manadas, convirtiendo lobos en corderitos y viceversa, gracias a su fabulosa habilidad para conspirar con unos y otros, y auto-regenerarse. Como la hidra mitológica, por cada cabeza que uno de sus enemigos le cortaba (era la más odiada de la oficina), Laura desarrollaba dos.

Con alguna de esas cabezas ideó la forma de entretenerme o, más bien, de quitarme de en medio. Al día siguiente de mi llegada, me llamó al hostal, donde yo moría lentamente de inanición, y me ordenó que fuera a verla. Eran las tres de la tarde; a la sombra, hacía cuarenta grados.

Por teléfono me anticipó que habían trasladado el departamento que gerenciaba Fernández a la segunda planta de otro edificio. En efecto, éste ya no quedaba en la Gran Vía, sino detrás, en una callejuela estrecha y sucia, de casas viejas, muchas de ellas sostenidas por andamios.  Era difícil hacerse a la idea de que una oficina pudiera estar situada en un lugar como ése. Cuando llegué, temí haberme equivocado. Desde la vereda de enfrente observaba el portal sin atreverme a cruzar la calle. No era sólo el vómito sobre las escaleritas de entrada,  el mármol percudido de mugre o la propia sordidez del zaguán lo que me detenía, sino también la mujer regordeta y obscena, con una cicatriz muy fiera en la cara, que bloqueaba  el acceso.

-Ven, guapa -me dijo la mujer con tono de socarronería-, ¿estás indecisa? Ay, pobrecilla de mi alma, si nadie te va a comer.

No bien crucé, se hizo a un lado y me dejó pasar. Despedía un olor impreciso, como si el perfume fuerte y dulzón con el que se había rociado generosamente no hubiera sido bastante para cubrir la peste a fritura de su ropa.

-No tienes pérdida -me indicó una vez que estuve dentro-, hay sólo dos plantas. ¿Tú vas al segundo piso, verdad, encanto? Fíjate, si hasta tenemos ascensor.

Pero el ascensor no funcionaba. Era de los antiguos, con una puerta que se abría hacia afuera y otras dos pequeñas que se empujaban hacia adentro. Me había costado mucho atinar con ellas y todo para nada. Mientras subía las escaleras, oí que la gorda se reía de mí. Subí rápidamente, sin descansar. De cualquier forma, ya estaba empapada en sudor. Por suerte, no tuve que demorarme en el rellano, la puerta de la oficina estaba entornada y entré. El suelo crujió a mi paso.

-En vez de esperar en Madrid con este calor  -atacó Laura no bien me hizo sentar-, por qué no te vas a hacer un poco de turismo. Total, hasta bien entrado el mes de septiembre no creo que vaya a pasar nada. Yo que vos, me iría.

Inmediatamente, me propuso que fuese a conocer una serie de pueblos (barajó nombres, folletos de agencias, datos que sacó de Internet) y a disfrutar de sus típicas y populosas fiestas, como los encierros que estaban por celebrarse en algunas comunidades de España.

-Toros, no -dije, y me sentí satisfecha de plantarle cara, aunque de poco me sirvió. Laura tenía planes para mí y, de alguna manera que aún no comprendo, me vendió la promesa de otra gran fiesta popular, a la que acudían visitantes de todas partes del mundo. Según ella, la más original del país. No podía perdérmela.

Para hacerla corta, acabé en un lugar llamado Buñol, cerca de Valencia, donde el último miércoles de agosto celebran la fiesta de la Tomatina que, para mi asombro y horror, es un auténtico baño de sangre. La gente se reúne en la plaza del pueblo y se agarra a tomatazo limpio. Lo de limpio, es un decir. Todos quedan enchastrados, pegajosos, propagando un hedor ácido, vomitivo. Ese año se arrojaron alegremente ciento cuarenta toneladas de tomates. Cada uno se divierte como puede o se saca la bronca como puede. Yo, todavía, no aprendí.

En la primera semana de septiembre, al fin, apareció Fernández. Lo primero que me preguntó fue si había sido bien atendida por su secretaria, a quien él le había encomendado que se pusiera a mi disposición. Enrojecí, obviamente, como un tomate, pero mi odio por ella no lo salpicó; era tal la rabia que sólo pude hacer un leve movimiento de cabeza (fue un acto reflejo), que él interpretó como una respuesta satisfactoria. Entonces, se puso a hablar de proyectos que tenía para mí, de sus propios proyectos y de gente que yo no conocía en lo más mínimo. Pasó de un tema a otro sin que nada viniera a cuento con una cachaza insostenible. Decía, además, que la oficina estaba ahora ahí  circunstancialmente, que pronto habría que trasladarse a la sede central de la que hubo que salir por órdenes insensatas, repetía de forma obsesiva) o mudarse a otro edificio. Por momentos, se quedaba en blanco mirando a través de los cristales miserables de la ventana o despegando un pos-it de los muchos que tenía sobre la mesa con infinidad de recados. Languidecía, este otro, verdadero Fernández, y yo languidecía con él. Incluso, me había dado una especie de necrosis: no sentía los brazos, el torso, el cuello, la cabeza. Podía habérseme caído encima el  ventilador del techo que no hubiese acusado el golpe, y lo peor era que no entendía nada de todo lo que me estaba diciendo. Tampoco comprendía sus silencios, mejor dicho, sus lagunas. Y era tan sencillo lo que yo pretendía saber. Divagó por casi una hora y media hasta que entró Laura y, con su voz sonora e imperativa, dijo:

-Fernández, lo llaman del exterior. Es urgente, le paso la llamada -luego, dirigiéndose a mí, agregó-: vos vení para acá.

Yo fui para allá y, ella, con un gesto, me pidió que cerrara la puerta.

-Te informo -exclamó-. La cosa es así. Empezás el día quince. El horario es de nueve a dieciocho.

-¿Y la casa? -dije.

-Ah, de eso no sé nada. Tendrás que seguir en el hostal.

-¿Cuál es mi sueldo?

-El mínimo, por supuesto -contestó muy resuelta-. Qué querés para empezar.

-¿Y mi trabajo en qué consiste? -seguí interrogándola, aunque ya se había puesto de pie con un edicto de expulsión en los ojos.

-El quince te lo cuento -dijo y me despidió.

Mientras me iba, sentí cierta inestabilidad al andar. El suelo tenía fisuras y desniveles. En el descansillo del primer piso estaba la mujer gorda con otra menos gorda y más joven. Sentadas en la escalera, compartían un cigarrillo. La más joven tuvo que levantarse para que yo pudiera bajar. Llevaba los ojos muy pintados y una minifalda de tejido brillante atenazándole los muslos.

Aquella noche (sola, triste y abandonada a las indigencias de mi pieza en el hostal), se me dio por repasar la charla caótica que había mantenido con Fernández, mejor dicho, su monólogo.  Fue ahí cuando surgió -quizá por influencia de la escena en la escalera, pero aún sin saber que era una premonición o una advertencia del inconsciente-  lo de Rufián Melancólico. Se manifestó, digamos, de una manera chistosa, para aliviar la angustia y reírme del absurdo de mi situación. Es decir, no estaba cargado de significado como ahora. Empecé a llamarlo el Rufián Melancólico por las ojeras, que el personaje de Arlt  no tiene, creo, y también por cierto tono de amargura y fatalismo con el que pronunciaba sus palabras incomprensibles. Su aspecto taciturno, de hombre profundamente aburrido, hizo lo demás. Y, quizás, un gesto. Como el Rufián de la novela, Fernández apoyaba su mejilla, su azulada mejilla, en tres dedos y levantaba una ceja fingiendo escuchar al que hablaba. Digo fingiendo, porque siempre contestaba cualquier cosa o se iba de tema. Sin embargo, hasta que uno no se hartaba de tratarlo, inspiraba respeto, incluso admiración. Gozaba de ese tipo de prestigio que tenía el  Rufián Melancólico entre sus “camaradas de rapiña” por ciertos actos desesperados que, debido a las circunstancias o a la suerte, se habían invertido a su favor.

Llegó el día quince. Pero Laura no me contó nada de lo prometido. Estaba agobiada de trabajo. Todos parecían agobiados en la oficina y decían estar agobiadísimos. Tanto es así que yo misma me agobié de verlos y de pasearme por aquella planta de baldosas rotas sin que nadie me designara un sitio y me dijera cuál era mi función.  El Gerifalte pasó toda la mañana y toda la tarde reunido. Llamadas telefónicas y reuniones agobiaban al plantel completo. Pasaron los días y lo único que hice fue cumplir con el horario. En realidad, si no fuera por mi insistencia, podría haberme pasado un año entero tocándome las narices, como dicen acá. Y más me hubiera valido. Proponer ideas, llevar a cabo iniciativas, trabajar era lo que nadie quería que otro hiciera. Salía más a cuenta  -aprendí después-  pasar desapercibida y hacer lo mínimo e indispensable; lo demás, resultaba conflictivo, no se toleraba. Pero yo insistí y, finalmente, logré que el Gerifalte me convocara a esas largas y tediosas reuniones en las que cada uno obtenía su necesaria cuota de agobio.

En las reuniones, el Gerifalte hablaba y los demás nos mirábamos sin entender. Luego, venía Laura y nos despabilaba. Repartía  tareas y llevaba el control sobre el desenvolvimiento de esas tareas de forma directa o a través de sus secretarias. Porque la secretaria tenía, a su vez, secretarias. Dos para ella sola. Acólitos del acólito mayor del Gerifalte. Una se llamaba Ana y la otra Toñi, hidras sin cabeza que daban tumbos y lo embrutecían todo. Pero instruidas por su jefa, resultaban útiles para formar cerco en torno al Gerifalte y hacerle la vida imposible al resto del personal.

La tarea que me designaron  no tenía mucho que ver con la comunicación o el periodismo propiamente dicho. Era, no obstante, una especie de metástasis de ambos. En definitiva, me cayó cualquier cosa, ésas de las que nadie quería ocuparse. De más está decir que me sentí entrampada.  Aunque al principio estaba tan atónita que no me di cuenta de esto hasta transcurridos unos cuantos meses. Soy de chispa lenta, como me señaló Pepe por carta. Entrampada, decía, me sentí después, porque yo había renunciado a mi puesto de redactora en un diario de Buenos Aires,  el cuarto del país en importancia, para rodar en tierra de nadie.

Cuando tomé consciencia del patinazo y quise zafar, ya era tarde. Mis ahorros se habían esfumado y vivía al día, porque el sueldo que me pagaban no sólo fue “el mínimo para empezar”, sino que continuó siendo el mínimo pasado el período reglamentario de prueba (que no acababa nunca) y después que delegaron en mí todo el trabajo que pudieron, agobiándome de verdad.

Mi zanahoria, la que le dan a los burros para que sigan andando, fue creer que el Gerifalte, en algún momento, reconocería mis capacidades y esfuerzos, mi ductilidad para realizar distintos tipos de tareas, mi estoica y silenciosa espera, y, en consecuencia, me recompensaría ampliamente designándome un puesto de responsabilidad, una actividad afín con mis aptitudes y conocimientos y un salario acorde con mi categoría. Venía prometiéndome todo esto enfáticamente desde el principio (o eso entendí yo) y volvió a ratificármelo las pocas veces que logré reunirme con él a solas. Porque, dicho sea de paso, Laura se encargó de entorpecerme el acercamiento directo al Gerifalte, interponiéndose entre los dos, escatimando información y empleando a fondo a sus acólitos para que me acosaran.

Ana, Toñi y la propia Laura se habían mimetizado con el Gerifalte a tal punto que gastaban las mismas frases hechas, los mismos gestos y las mismas ojeras con algunas variaciones. Las variaciones eran que él parecía un buen tipo, como aseguraba Pepe, y ellas unas brujas del demonio. Lo curioso es que las tres convivían pacíficamente como si hubieran establecido un pacto. Laura  era la preferida del Rufián y las otras sus cuñadas. Trabajaban para el mismo hombre. Guisaban y comían en familia.

¿Pero qué pasó conmigo? Tal vez tendría que haberme mimetizado, pintarme unas ojeras de poltrona o una ceja  estúpidamente interrogativa.  Quizá debí haberme esforzado menos para evitar resquemores y la furia de las hidras. Ponerme al servicio del acólito mayor que, como yo, había sido importado de la Argentina. Advertir, antes de que fuera tarde, que la pupila predilecta del Rufián  jamás permitiría competencia de ningún tipo y mucho menos de idéntica nacionalidad.  ¿O fue el propio Rufián quien incentivó la rivalidad entre nosotras para explotarnos mejor?  Qué raro, nunca tuve la intención de competir con ella ni de ganarme los favores del macró. Sólo pretendía lo que me había ofrecido desde antes de cruzar el charco y mojarme hasta el alma.

Pensar que en un principio creí que el apelativo de Fernández iba asociado al de persona sobresaliente. Pero en esto también me equivoqué. Lo llamaban Gerifalte porque era una rara avis. Daba la impresión de ser un gorrión herido, aunque su auténtica naturaleza se correspondía con la del ave de cetrería. Especie similar a la de los halcones y gavilanes. Cazaba presas del género femenino para que le hicieran labores y servicios mientras él picoteaba en las arcas del poder. No obstante, algo le andaba fallando. Los Gerifaltes de rango superior (pájaros aún de peor calaña), que según Pepe tanto adoraban a Fernández,  hacía tiempo que venían arrinconándolo. Lo habían desterrado de la sede central y no acusaban recibo de ninguno de sus reclamos. Acerca de por qué había caído en desgracia, circulaban distintas versiones. La más fiable era que ya no podía embaucar a nadie, su inoperancia y los chanchullos le habían estallado entre las manos. Ahora daba manotazos de ahogado. Tarde o temprano se hundiría y otro tomaría el relevo. Seguramente, un  canalla tan inepto como él que, con humos y aires nuevos, se ocuparía durante unos años de marear la perdiz. 

Cuando descubrí la verdadera estructura de la empresa, daba casi lo mismo trabajar en la segunda planta del edificio que en la primera, donde funcionaba un pequeño, pero sólido burdel. Varias de las chicas conchabadas allí también habían sido importadas de América Latina con engaños y malas artes. Pagaban con el sudor del cuerpo la gestión de su traslado hacia una tierra que suponían más rica y justa para vivir que la propia. El burdel tenía un organigrama sencillo, pero funcional. El dueño era un hombrecito omnipresente, muy temido, que se había agenciado el cargo de administrador. La mujer de la cicatriz fiera oficiaba de madame. De tanto verla se me había hecho familiar, incluso ya no me parecía obscena como al principio. A diario me cruzaba con ella o con alguna de las chicas en las escaleras. Primero se impuso el saludo, después algún comentario sobre los cambios climáticos, más tarde nos convidábamos con café en el bar de al lado y charlábamos como buenas vecinas de todo y de nada.    

Gracias a la relación que establecí con las colegas del primero, especialmente con una de Santo Domingo y otra de Cali,  pude sobrellevar mejor los últimos meses en la oficina.  Me había unido a ellas una complicidad espontánea;  a pesar de las diferencias, nos reconocíamos en la nostalgia y la extrañeza. Respirábamos la misma indefensión de quien ha sido estafado. Padecíamos esa suerte de recelo hacia uno mismo de aquellos que no pueden perdonarse el desatino. Compartíamos un lenguaje sarcástico y burlón que era un arma de defensa para sobrevivir en la derrota.

       
Nadie puede imaginarse cómo me acordaba de Pepe y de sus palabras: agarrá viaje, nena, un año en Europa, etcétera, etcétera. Su voz resonaba hiriente en mis oídos. Pero aún más irrisoria había sido una de sus cartas. Me decía: “¿así que todo mal por allá, che? Y bueno, eso te pasa por cholula. Acá todo el mundo piensa que en otra parte va a estar mejor. Las cosas como son, perdoná la sinceridad”.  Era un cretino, aunque en esto llevaba razón.  Porque además de insatisfecha y derrotada, me sentía una verdadera idiota.

Hoy hace dos años que le presenté mi renuncia al Gerifalte. Desde entonces no había vuelto a pasar por la maloliente callejuela de la oficina donde viví una de mis peores experiencias. Un precinto rodea la finca, y lo poco que queda en pie es soportado por un andamiaje metálico carcelario. El resto son vigas podridas, madera con carcoma. Ya nada separa el primer piso del segundo. En el bar de al lado me encontré con la madame. Ahora ejerce  a dos calles de allí. Me dio algunas noticias. Las chicas de Santo Domingo y Cali han regresado a sus respectivos países.  A Fernández y su equipo de hidras les llegó el despido junto con la orden de desalojo.  Y no sólo eso, el administrador del prostíbulo (por lo visto, un rufián de ley) cursó una demanda contra Fernández por no haber adoptado las medidas necesarias para evitar el derrumbe de la casa y poner en peligro la seguridad de las personas físicas. También me contó que a veces se deja ver por el barrio con un portafolios negro y muy oscuras las ojeras. Habla solo y lo que dice suena a graznido de ganso.

Cuento de Aves exóticas. Cinco cuentos con mujeres raras, Buenos Aires, 2011