Cristina Siscar Buenos Aires, 1947. Narradora, poeta y ensayista. Desde 1980 hasta fines de 1986 vivió en París, donde apareció su poemario Tatuajes (1985), en edición bilingüe. En Argentina publicó los libros de cuentos Reescrito en la bruma (1987), Lugar de todos los nombres (1988), Los efectos personales (1994) y La Siberia (2007); la nouvelle Las líneas de la mano (1993); la novela La sombra del jardín (1999); y el ensayo El viaje. Itinerarios de la lectura (2003). También ha compilado y prologado cuatro antologías de relatos. Como cuentista mereció premios de la Fundación Konex y la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos, y obtuvo la Beca de Creación del Fondo Nacional de las Artes. Algunos de sus cuentos fueron traducidos al francés, inglés, italiano y alemán, y han sido incluidos en numerosas antologías, entre ellas, Anthologie de la nouvelle latino-américaine (París, UNESCO/Belfond,1991); El cuento hispanoamericano en el siglo XX (Madrid, Castalia, 1997); Exilbilder (Berlín, Verlag Walter Frey, 2005) Mujer y poder en la literatura argentina (Buenos Aires, Emecé, 2009); Argentina. A traveler’s literary companion (Berkeley, Whereabaouts Press, 2010). Su obra es objeto de estudio en universidades de Argentina, Estados Unidos, Francia, España, Inglaterra y Alemania. Una imagen fugaz (inédito)
Era un lunes de otoño, hacia fines de octubre, a la hora en que empieza a oscurecer. Quizá por el mal tiempo, o quizá como siempre, había mucha gente en el café, los mozos con las bandejas yendo y viniendo. David Tiziani, que para cualquiera que mirara no sería más que el hombre que acababa de entrar, dio algunos pasos un poco aturdido y se detuvo bruscamente ante una mesa, y el hombre y la mujer que estaban conversando levantaron la cabeza y, al verlo, se quedaron pasmados. -¡David! -exclamaron en voz baja, como para convencerse a sí mismos. -¡Mirna! ¡Raúl! –exclamó a su vez David. Experimentaban una sensación de irrealidad que entrañaba al mismo tiempo una comprobación de su realidad: eran ellos, se reconocían, se llamaban por sus nombres, en un lugar impensado, donde se sabían perfectamente anónimos. Luego de los gestos de asombro y los saludos, cuando David ya se había sentado, hubo un momento de silencio. Las miradas no ocultaban el temor instintivo de que ese encuentro obedeciera a un plan secreto de alguna voluntad desconocida. -¡Increíble! –dijo al fin Raúl-. Encontrarnos acá, los tres. -Después de tanto tiempo…-dijo Mirna. -Y pensar que entré en este café de pura casualidad, porque se largó a llover –dijo David. -Con Raúl también nos encontramos de casualidad, comprando regalos, esta tarde; nos pusimos a caminar y finalmente recalamos aquí –se apuró a explicar Mirna. -No nos veíamos desde que nos divorciamos, y ya van cinco años –aclaró Raúl. No estaban en el viejo café de la Avenida de Mayo donde solían quedarse hasta las dos de la madrugada tomando cerveza, discutiendo y jugando al billar, cuando Raúl tenía una novia esmirriada de uñas puntiagudas, pintadas de rojo, y Mirna le escribía a David te amo te amo en todas las servilletas de papel que luego intercalaba entre las páginas del libro que él había dejado sobre la mesa. No estaban ni estarían nunca más allí, por la sencilla razón de que ese café ya no existía. Estaban, tal vez por única vez, en un café de Piazza Navona, del que probablemente sólo retendrían los colores ocre y bermellón de las paredes, como manchas en la foto movida de esa cita concertada por el azar. David iba a decir lo que le habían contado sobre la demolición de aquel café porteño, pero se calló. Tampoco hablaban de lo primero que sin duda extrañaron, esas cosas que la memoria había conservado pero que, literalmente, brillaban por su ausencia: el pelo largo y enmarañado de Raúl, los rulos rubios de David, la silueta esbelta de Mirna, ahora rolliza. No había lugar para las bromas ni la melancolía. No hacían preguntas. Acaso el tiempo, los oídos ajenos, el hábito de rumiar a solas habían desterrado de la conversación las antiguas razones del destierro. La ciudad donde habían nacido, y donde seguramente en esos días arreciaban las lluvias de primavera, debía ser un rumor en el fondo del pensamiento. Ella tomaba el té, ellos los capuchinos. Se podía percibir en el aire que los envolvía como si más allá no hubiera nada, la sensación compartida de estar flotando, ingrávidos, en otra dimensión. -Mañana regreso a Barcelona –dijo Mirna, con un énfasis que denotaba la ansiedad por atarse a lo inmediato. -Y yo a Cuernavaca -dijo Raúl. -Se fue a vivir allá con una mexicana –acotó Mirna-, de la que también se separó. -Yo vine a Roma para hacer unos trámites. El miércoles a más tardar vuelvo a Veroli -dijo David. -Veroli –repitió Mirna, pensativa-. De donde eran tus abuelos. -Ahí me radiqué hace nueve años, después de mucho deambular –dijo David, sin ánimo de agregar nada más. Dio vuelta la cabeza para mirar hacia la calle, por la que pronto retornaría a su vida. Pero en el vidrio de la ventana vio reflejadas las tres figuras en sombras alrededor de la mesa. De un lado, emergiendo de la oscuridad, la cabeza calva de Raúl, la nariz, el pulóver claro en el hombro y el brazo; de frente, los ojos chispeantes de Mirna, el collar plateado, la melena fundiéndose con la noche; a la derecha, una parte de su cara, el pelo gris, el brillo de los anteojos. Hablaron del Coliseo, del Foro, del Campo de Marte y las ruinas del teatro pompeyano, de la impresión que causaba ver esparcidas por el suelo esas piedras milenarias con las que una vez se habían alzado magníficas columnas, frontones y paredes. Cuando el mozo trajo la cuenta, intercambiaban direcciones y números de teléfono. Mirna escribió sus datos en una servilleta de papel, debajo del nombre del café inscripto dentro de un círculo, y luego de un momento, con el ademán un tanto teatral de alguien que obsequia un souvenir valioso, le dio la servilleta a David, quien reparó en la letra grande y despareja (muy distinta de aquella redondita que creía recordar), mientras Raúl murmuraba que en definitiva era verdad que todos los caminos conducían a Roma, a la antigua Roma. David miró de nuevo el reflejo de los tres en la ventana, pensando que las figuras fragmentarias parecían componer una suerte de boceto o cuadro inacabado, cuyos trazos estaban destinados a borrarse rápidamente, quizás antes de que ellos abandonaran la mesa, porque el vidrio empezaba a empañarse. Observaba el vaho que ya cubría los bordes y la parte inferior del vidrio cuando reaparecieron, en otro plano de su mente, las imágenes vívidas de una mañana de su lejana infancia durante un viaje en tren. El recuerdo venía impregnado de la zozobra que le había producido la partida. En ese entonces él era un niño que pocas veces había ido más allá del barrio, de manera que la ciudad ilimitada no dejaba de ser una abstracción. En tres o cuatro ocasiones lo habían llevado al centro -siempre el mismo recorrido monótono del ómnibus-, un día había visto los barcos en el puerto y alguna vez un avión surcando el cielo, pero nunca había visto un tren hasta la noche en que lo abordó con el abuelo Tulio, en uno de los tantos andenes de una estación de techo cóncavo, muy alto, como un cielo de vidrio. Las manos de sus padres se confundían con decenas de manos levantadas en señal de despedida, y aunque él continuaba asomado a la ventanilla sin apartar la vista, ellos mismos se perdieron en la multitud que hormigueaba entre valijas, paquetes y canastos, no bien el tren se puso en marcha. El camarote revestido en madera lustrada tenía calefacción, un lavabo embutido detrás de una puerta y una mesita rebatible. El viaje hasta las sierras, adonde el abuelo había planeado llevarlo esas vacaciones de invierno, duraría toda la noche y parte del día siguiente. David se acostó en la cucheta de abajo, y cuando apagaron las luces, el balanceo y el ronroneo del tren lo hundieron en el sueño. Se despertó al amanecer. Apoyó los codos en la almohada y la cara en los puños. A pocos centímetros de sus ojos, la ventanilla era un resplandor blanquecino por el que desfilaba un campo verde, que se juntaba a lo lejos con el cielo pálido. De pronto surgió una casita, con un hombre sentado delante de la puerta, un árbol frondoso al costado y un caballo marrón junto al árbol. Durante un segundo la imagen permaneció en el vidrio pero esfumándose, casi fantasmal sobre el paisaje que pasaba a toda velocidad, como si la casita con techo de junco, el árbol de tronco grueso, el caballo macizo y el hombre –del que David, increíblemente, también había retenido la boina, el pañuelo al cuello, la faja negra- hubiesen sido de humo y un viento repentino los hubiera disipado en el mismo instante de su aparición. ¿Un gaucho? ¿Era un gaucho?, se preguntó David, cuando en el rectángulo de luz ya no hubo más que campos verdes sucediéndose, idénticos, en una cinta sin fin. Algo se le había revelado de improviso como si fuera el sueño de otro. Pero aun en ese momento de perplejidad alcanzó a intuir en aquella visión, confusamente, sin palabras para nombrarla, algún tipo de verdad relativa a la vida o a la naturaleza de las cosas, al mismo tiempo que reparaba por primera vez en la singularidad de su percepción. No tenía más de diez años pero comprendió que las imágenes que guardaría en la memoria le pertenecían: lo que había visto era también su manera de verlo. Mientras Raúl y Mirna se encaminaban hacia la puerta, David, todavía demorado en el recuerdo, sentía un nuevo resquemor. Sabiendo ya cuánto de involuntario y fortuito tiene la trama de nuestra vida, pensaba que tal vez había una visión inaugural que nos marcaba para siempre, que se adueñaba de nuestra mirada y nos definía, del mismo modo que los rasgos de la cara o la forma de caminar que no hemos elegido. Se reunieron los tres en la vereda para despedirse, y los tres se alejaron con rumbos distintos. Tres, como las fuentes de Piazza Navona, cuyas luces iluminaban el continuo fluir del agua y la llovizna espesa que caía como un velo sobre los cuerpos esculpidos en mármol. Sin impermeable ni paraguas, empapándose, David atravesó la plaza vacía y pasó junto a la fuente que representa a cuatro ríos del mundo: allí se vertía y mezclaba con los otros, en un murmullo constante, el Río de la Plata.
Más allá, donde empezaba la penumbra, el suelo cubierto de charcos, los frentes chorreados y borrosos de los edificios, las sombras fluctuantes, todo, todo parecía líquido. |