Segundo
premio al relato finalista en el I Certamen literario promovido por el
Ministerio de Cultura sobre Inmigración, Interculturalidad y Convivencia
Ciudadana
marzo 2008
Por alguna foto que de tarde en tarde
recibíamos de Antonio junto a sus ángeles de ébano, observaba como la
viveza de sus ojos se iba transformando en una mirada que había visto demasiada
miseria en su vida. Su rostro tampoco permaneció indemne a las huellas del
dolor; si bien, su fortaleza natural se manifestaba en ese rictus con su eterna
sonrisa bondadosa pegada a la piel de sus labios. Sobrevivió a tantos años de
hambruna, a tantas guerras tribales y a tanto desasosiego porque su fuerza
interior no conocía límites, y porque su ángel de la guarda también vela por
agnósticos como él.
Coincidí con Antonio un par de cursos
en la escuela del pueblo, años después nuestra amistad fraguaría en el
seminario. Los dos procedíamos de familias humildes. Mi madre enviudó demasiado
joven. A mi padre la silicosis le horadó los pulmones sin haber cumplido los
cuarenta. Su madre también fue viuda temporal, pues el marido penó un largo
encarcelamiento al combatir en las trincheras de los vencidos. Con estos
condicionantes y en aquella época, afrontar los estudios de un hijo que
mostrara aptitudes pasaba por aceptar la alternativa del seminario con becas de
por medio. Él escapó de las aulas seminaristas antes que yo, para ingresar en
la universidad.
—Menudo espantajo estoy hecho entre estos
hombres de fe —recuerdo haberle oído de adolescente en el seminario.
Jamás olvidé otra de sus reflexiones
que, para mí, no dejaba de ser su particular plegaria.
—Sí, ya sé que muchos pensáis que sólo
Dios es vida —decía—, pero sólo de nosotros depende que, una vez sembrada esa
simiente vivificadora, florezca por nuestro deseo de regarla.
Y fue a la búsqueda de la faz de su
dios entre los más necesitados. Antonio se hizo médico. Yo me decanté por la
enseñanza, aún hoy sigo impartiendo mis clases en el instituto. Ejerció varios
años la cirugía en un hospital de la capital, y un hecho trascendental cambió
el rumbo de su existencia. Un crío malherido por la guerra ingresaba en el
hospital tras ser evacuado de su país por una organización humanitaria. Con
todo su cuerpecillo masacrado, sólo las avezadas manos de Antonio, y las de
otros cirujanos, podían salvarle la vida. Los facultativos lograron el milagro,
el niño recuperó su sonrisa, tras varios meses de internamiento, y él decidió ingresar
en esa organización de médicos hacedores del Bien diseminados por el mundo.
—Aquí me estoy aletargando —me dijo—,
necesito airear un tiempo mi corazón. Hay muchos críos en lugares olvidados de
Dios esperando a regalarme su sonrisa a cambio de otra oportunidad de vivir.
Me engañó. Lo que en un principio iba a
ser un tiempo se ha prolongado hasta hoy. Por tanto, consideré
pertinente rebautizar a mi amigo como El Recuperador de las Sonrisas
Infantiles. Sé que mi ocurrencia le hizo feliz cuando se enteró de ella.
Al cabo de siete años de estancia en
aquel remoto país, apareció por el pueblo para descansar unos días en el verano
del setenta y nueve. Seguía igual de ilusionado que el primer día que pisó
suelo africano. Y me engatusó en uno de sus proyectos: fundar la escuela de su
misión. Como por entonces yo no tenía obligaciones familiares que me retuvieran
en estos lares pedí la excedencia en el instituto, y le ayudé a montar su
escuela. Sólo aguanté un año en aquel paupérrimo país del África subsahariana.
Mi intestino y mi escaso poderío mental no estaban preparados para semejante
sacrificio. A pesar de todo, ese año en África me marcó para el resto de mis
días. Antonio, sin embargo, parecía estar moldeado con el material humano del
que están hechos los seres excepcionales. He visto cómo se entregaba en cuerpo
y alma a aquellas pobres gentes. Ninguna infección le afectaba, escapaba a la
disentería, al cólera, al ébola y a cuantas plagas le deparase el destino. Sólo
perdía el ánimo cuando sus conocimientos no alcanzaban a librar de la muerte a
sus ángeles de ébano, tal como él los denominaba. Y convertía en dramas
personales cada crío enterrado por falta de un antibiótico que hubiera podido
salvarle la vida. Descubrí que esa forma tan personal de denominarlos, en
realidad tenía un componente pragmático. Ante la prolijidad en la natalidad de
las mujeres de la tribu, para él resultaba más eficaz identificar a los recién
nacidos, tan parecidos físicamente, con una pequeña ficha que recogía datos
elementales de su salud tales como la fecha de nacimiento, el peso, la talla,
alguna vacuna donada por su organización. Cuando regresé de África ya iba por
el ángel doscientos treinta y cinco. En cuanto me reencuentre con él, satisfaré
la curiosidad de saber hasta qué cifra ha llegado su numeración de ángeles. A
tres de ellos les identificó con nombres propios. De acuerdo con Lua, la mujer
que compartió su vida, y le dio tres hijos, decidieron llamarles Hanuat,
Hialhumy y Hadav, que traducido de la lengua tribal significan Hijo del Amor,
Hija de la Lluvia
e Hijo de la Paz. En
esa lengua cada nombre tiene un porqué, y los de sus hijos responden a
sentimientos o aconteceres sucedidos en el momento de ser concebidos. Tenía
motivos para sentirse orgulloso de su mujer e hijos. Toda la familia se implicó
en sensibilizar a los habitantes de la tribu para que no se contaminaran del
temido SIDA. En el poblado nadie se infectó del terrible virus gracias a los
preservativos enviados por la organización humanitaria. Con el devenir del
tiempo los hijos mayores se convirtieron en sus mejores colaboradores en los
múltiples quehaceres en la misión. A Hanuat y Hialhumy les trasmitió los
secretos de la medicina. El joven ya le ayudaba en pequeñas intervenciones. En Hialhumy
depositaba su confianza como enfermera. El benjamín fue el inesperado regalo
que trajo consigo la paz, ahora debe frisar la edad de la inocencia, pues le
separaban muchos años de la hermana. Antonio era uno de los imprescindibles
entre aquellos desheredados de Dios. No obstante, sus años postreros quería
pasarlos en la tierra que nos vio nacer. Siempre albergó el deseo de que en
nuestro valle astur, descansaran sus huesos junto a los de sus antepasados.
—Pronto tendréis que aguantar por ahí a
un viejo cascarrabias como yo —nos adelantaba en su última misiva.
Para entonces ya les había dedicado más
de treinta años de su vida y, en ese periodo de tiempo, sólo se ausentó del
poblado en un par de estíos que pasó en el pueblo. En la segunda de esas
ocasiones vino acompañado de mi hija Rosalía, uno de sus ángeles. Nos propuso
su adopción a mi mujer y a mí cuando la cría quedó huérfana. A sus padres les
acribillaron a balazos unos desalmados de la etnia rival.
Y es que la guerra les sumió en tal
pobreza que su único tesoro era el aire que respiraban; por eso el escaso valor
que aquellos subsaharianos otorgaban a su propia vida. Para Ton, que así era
conocido entre esas tribus, sí importaban esas vidas. Después de haberles
curado miles de heridas y de haberles sacado de otras tantas desgracias del
alma, generadas por las muertes fraticidas, las existencias de esos seres eran
sagradas. De ahí que tratara de convencerles para que no cometieran la locura
de atravesar el desierto a pie, para que no se adentraran en caminos tortuosos
sedientos de la paz que ellos habían logrado, para que no cayeran en manos de
mafias (traficantes de género humano) que les esclavizarían en pleno siglo XXI,
para que no embarcaran en pateras que en dos remadas se convertían en ataúdes
flotantes. De un tiempo a esta parte, uno de sus objetivos prioritarios
consistía en hacerles ver que, en su huida del hambre, les esperaba otra clase
de infierno y que, por medio vacío que tuvieran el estómago, peor era masticar
el miedo de los múltiples peligros intrínsecos al viaje. Era todo un experto en
infundir sosiego a espíritus atribulados.
—Ya veis, chicos —les decía—, no es
mucho lo que podemos llevarnos a la boca, pero al menos empezamos a ser libres.
¿Es que no os dais cuenta de todo lo que vale esta libertad y del precio que
hemos pagado por conseguirla? ¡Ánimo chavales, por primera vez en mucho tiempo
podemos mirar el porvenir sin los ojos de la tristeza! Quizás no encontremos la
felicidad a corto plazo. Cicatrizar las heridas no será fácil, pero tenemos por
delante una vida llena de retos. ¡Nos queda todo por hacer en nuestra tierra!
¿Además, podréis algún día rendir cuentas a vuestros hijos de cómo
aprovechasteis la libertad recuperada?
—Así será Ton —contestó uno de los más
entusiastas—, nos espera una vida difícil, pero merecerá la pena vivirla en
libertad.
—Oíd cómo los pájaros vuelven a cantar
en cuanto han callado las ametralladoras —añadió Ton—. Sabed que en esas tierras de vuestra esperanza muy pocos
escuchan a los pájaros.
—Sí, pero esta paz es una paz
hambrienta —contestó otro.
Esa fue la respuesta de algún osado
después de haber sobrevivido a la guerra. Esa era la respuesta que Ton no
quería oír, aunque no careciera de una cierta justificación. Siempre el eco del
hambre como una maldición que les persiguiera desde la niñez. Ante la
perspectiva de una eterna posguerra de tripas vacías, con éstos no bastaba su
poder de persuasión y nada les detenía, ni siquiera su autoridad moral. Para
esta minoría la ilusión de una vida mejor podía con todo.
Y Antonio vivía en una permanente
zozobra temeroso por el destino de sus huidos. En los últimos cinco años sólo
uno de los seis escapados dio señales de vida; y eso para él era el peor
de los tormentos.
Utilizó la carta remitida por
Babamguida para disuadir a futuros aventureros. En la mayoría de los
casos, consiguió los efectos que perseguía al leérsela a quienes pretendían
afrontar un viaje infectado de infinitas trampas. Una vez traducida de su
lengua tribal, me remitió una copia de la misma con el fin de que la diera la
mayor publicidad posible. La leí detenidamente, me olvidé de mis reticencias
para entrar a las palabras y me animé a trascribirla. Así mismo, al hilo de la
trascripción, adquiría el compromiso de rendir este homenaje a Antonio y a
tantos como él, auténticos santos y santas anónimos nacidos para esparcir el
Bien entre sus congéneres.
La carta de Babamguida, que mi amigo
tradujo adaptándola a nuestro vocabulario, decía así:
“Ton, aún no sé como he llegado
hasta aquí. Lo último que recuerdo es una tiritera horrible. Cuando ya divisaba
la costa de tu país me venció el frío del miedo. Parece que me rescataron
inconsciente, al borde de la muerte. Llevo tres días ingresado en un hospital
donde el personal sanitario me está tratando maravillosamente. Sólo les puedo
dar las gracias por cómo cuidan de mí. La comida es muy buena. Es increíble, me
la ofrecen varias veces al día y yo no les puedo dar nada a cambio. Muy pronto
me sanarán. Entonces no sabré qué futuro me espera; al menos yo he podido pisar
esta tierra, tu tierra, mi Tierra prometida. Siento haber tardado tanto en
ponerme en contacto contigo. El viaje ha sido muy largo y me ha llevado
demasiado tiempo. Sí, te sorprenderá que desde nuestra partida haya
transcurrido más de un año. El camino, como tú nos adelantaste, estaba lleno de
dificultades.
Ton, las pocas palabras que aprendí de
tu idioma me están resultando muy útiles para comunicarme con los de tu tribu.
Les he hablado de ti, (de lo que significas para nosotros, del gran hombre
que eres). (Ver nota 1). Por fin les expliqué mi interés por
escribirte esta carta. Hoy, una enfermera me ha proporcionado hasta los sellos
para que estas letras lleguen a nuestro poblado. ¡Ojalá sea así y no se pierda
por el camino! He incorporado unas pocas palabras a mi vocabulario en español.
Hay una que nunca debes olvidarla cuando te dirijas a quienes más te preocupan.
Ya sabes: los que intentan embarcarse en historias como ésta. Le he pedido a la
enfermera que me escriba esa palabra. Si no me equivoco al copiarla pone algo
así como hipotermia, pero mejor prefiero describírtela ya que aún la
sufro en mis carnes. Es una mezcla de frío y humedad espantosos que te asaltan
al llegar la noche en alta mar. Yo aguanté un par de noches, en la tercera fue
cuando sucumbí. Poco a poco el frío se te va metiendo en los huesos y te cala
hasta las entrañas. Creo que ese frío va a permanecer unido a mí durante toda
mi vida como un mal fantasma que se pegara a mi osamenta para siempre. Es como
si me hubieran prestado la vida. Sabes que nunca he creído ni en Dioses ni en
Alá, pero ahora me pasa como a ti: que no sé si quedo en deuda con algún Dios
que se empeña en que siga vivo de milagro. Otros no tuvieron mi capacidad de
resistencia y para cuando nos rescataron, a ellos ya se les había parado el
pulso. Esto es lo que me hace dudar sobre la existencia de Dios. Si existe...
¿Por qué se ha olvidado de nosotros? (Ver nota II) Por ahora me basta
creer en dioses como tú y en la inocencia de nuestros ángeles de ébano.
A Murezak y a mí nos costó más de un
año de trabajo ahorrar para pagarnos la patera. Muchos días cargábamos y
descargábamos mercancías en el puerto a cambio de unas tortas de harina de mijo
y un litro de agua. Sahadim aún permanece en el país del siroco ahorrando para
pagarse la travesía con trabajos ocasionales. Si por una remota posibilidad
supieras de él, dile que por nada del mundo se suba a una balsa. El viaje no
compensa tantas vidas ni tanto miedo.
Murezak venía conmigo en la patera. Un
golpe de mar se llevó su cuerpo y el de otros cinco compañeros. El vientre de
una de las chicas que se tragó el mar denotaba su avanzado embarazo. Quise
entenderla que fue violada en su país de origen, y que unos uniformados
invadieron su aldea asesinando a varios de su tribu por no aliarse a los
desmanes del dictador que les mata de hambre. Su única ilusión era que su hijo
naciera como hombre libre, pero su sueño lo devoró el mar. Fue horrible. Visto
y no visto, apenas unos gritos desesperados y no poder hacer nada por
salvarles. En la balsa no había salvavidas, y yo me mantengo en el agua a duras
penas, nunca aprendí a nadar. Murezak sí sabía nadar, pero de nada le sirvió.
De pronto surgió el temporal y el mar reclamó su ración de ahogados. Mi amigo
fue una de sus víctimas. Uno de los supervivientes era un adolescente que no
paraba de llorar. No sé qué habrá sido de él. Estaba a mi lado cuando perdí el
conocimiento. Jamás olvidaré su rostro atrapado por el pánico, entre los
ahogados se encontraba su hermano. Le abracé con todas mis fuerzas. No creo que
le sirviera de mucho mi consuelo. Llora lo que quieras —le dije— que,
cuando ya no te queden lágrimas, yo me encargaré de gritar por los dos si
aparece alguien a rescatarnos. Al final debió ser él quien gritó por mí.
Antes, cuando los tres fuimos capaces
de sobrevivir a la tierra de la arena y el viento, pensábamos que ya nada nos
detendría. Tu brújula fue el mejor regalo de los que nos hiciste para
orientarnos en aquellas inmensidades. Tus gafas de sol nos la intercambiábamos
a medida que nuestros ojos se resentían del aire cegador. Era un aire con
arenilla en suspensión. En esos días los dos que caminábamos a ciegas nos
dejábamos guiar por el que llevaba las gafas. No obstante, las tormentas de
arena nos desorientaban cada dos por tres. Una de ellas duró seis días con sus
noches, resultaba imposible dar un solo paso. Reemprendíamos el camino con el
horizonte diáfano o bien avanzábamos a la caída de la noche orientándonos por
las estrellas, y si la temperatura lo permitía. Las tormentas nocturnas se
presentaban acompañadas del frío ulular del viento. Resistíamos abrazados, tan
apretujados como podíamos, bajo las mantas, hasta que calmara la tempestad. Muy
pocas noches pudimos conciliar el sueño entre tantos aullidos. Los aullidos del
viento y de los hambrientos chacales nos mantenían en vigilia permanente. Una
noche calma y clara, de luna llena, con temperatura en torno a los cinco grados
bajo cero, era un obsequio estupendo en nuestro desesperado viaje. Entonces se
nos ofrecía un cielo inigualable, muy bello, infinito, pintado de miles de
estrellas. En esas noches aprovechábamos para avanzar entre las dunas.
Recordarás, Ton, que partimos con unos
odres de agua y bastantes frutos silvestres en los morrales. Los calurosos días
del comienzo del viaje acabaron pronto con nuestras provisiones. En el
desierto, el agua es la obsesión y la sed nos invadía la mente. Un viento
infernal que le llaman simún nos quemaba los pulmones, aunque lo que más nos
costó fue adaptarnos a las diferencias tan grandes de temperatura que se
producían entre el día y la noche. A los días de infierno le sucedían noches
donde nuestro cuerpo se arrugaba de la tiritera. Los pocos habitantes del
desierto en general son gentes muy hospitalarias. Cuando accedíamos a sus
poblados, asentados en los escasos oasis, o nos cruzábamos con una de sus
caravanas, compartían con nosotros su pobreza. Enseguida nos ofrecían sus
presentes. Un vaso de leche de sus camellas, un manojo de dátiles, un trozo de
carne de serpiente. Los menos pobres nos aprovisionaban de víveres para
continuar el viaje. Alguna noche descansamos en sus jaimas nuestros pasos
cansados. Aquí queda mi reconocimiento para aquellas buenas personas que tanto
nos ayudaron a superar el desierto.
Bueno, Ton, esta historia acaba donde
empezó, hasta aquí llegaron mis sueños. ¡Ojalá no se hayan roto del todo y me
den una oportunidad! Llevabas razón, este viaje era una locura. Cómo tú decías:
una locura propiciada por los poderosos a los que no se les remueven sus
conciencias ante nuestras desgracias... (Y eso que nosotros te tenemos a ti).
(Ver nota 1). Bastaría con su voluntad política para que injusticias
como ésta nunca volvieran a repetirse.
Por cierto, Ton, siempre me quedará el
maravilloso sabor de las lentejas que comí en el hospital”.
Por lo demás, la epístola de Babamguida debió influir de una manera determinante en la especial humanidad de Antonio. A las puertas de la jubilación, emprendía el camino de regreso al terruño. En su carta, en la que nos anunciaba su vuelta, dejaba entrever que haría el viaje junto a ellos, padeciendo las mismas calamidades. Él quería ser uno más entre aquellas gentes. Si tenía que morir, se inmolaría con ellos y, si vivía para contarlo, pensaba detallarlo en un libro cuyos beneficios irían a parar a su poblado. El título del libro nos lo adelantó en la misiva. Le estamos esperando no sin ciertos temores, pues no sabemos si ha sobrevivido a... “El viaje de la infamia”.
Notas del autor:
(I) Estas
frases entre paréntesis no venían en la traducción original de la carta ya que
fueron eliminadas por Antonio. Lo supe mucho tiempo después, aunque esa es otra
historia.
(II) Esta
pregunta referida por Babamguida en su carta se la he oído muchas veces a mi
amigo, y forma parte de una lista que él las calificaba en el seminario como preguntas
punzantes a Dios. Recuerdo que cuando las formulaba ponía en serios
aprietos a nuestros tutores. Después dispuso de sólidos argumentos para
plantearlas. Conocía el lado más terrible de la enfermedad y no encontraba
respuesta alguna para esos jóvenes desesperados que atravesaban el umbral de la
muerte. Ni sus caricias servían de lenitivo para mitigar el dolor. Si Dios
es Amor, como a tantos se os llena la boca al proclamarlo, decía, ¿por
qué permite el sufrimiento de los más débiles? O si creó la vida, ¿por
qué nos la arrebata a su antojo? ¡Cuánto me cuesta creer en un Dios que se
lleva por delante a mujeres y hombres cuyo ejemplo de bondad era necesario para
quienes pisamos el terreno de la vulgaridad!
He leído bastantes libros, entre
ellos alguno de teología, en ninguno encontré una humana respuesta a sus preguntas
punzantes a Dios. Y el muy puñetero apostillaba:
Si me paro a pensar, sí soy capaz
de creer en un Dios ventajista cuando te reta en el Juego de la Vida. Él decide las reglas y
si es preciso jugará con cartas marcadas, de tal suerte que siempre tiene
ganada la partida de antemano... En fin, confiemos en su misericordia y me
perdone por cuanto como me le he encarado.