Presentación antología

Poesía para iluminar las horas
 

Por Margarito Cuéllar[1]

 

Definir, destazar, desmembrar, atribuir, consagrar. Aprisionar. Cazar. Morir de pena. Definir la poesía o alcanzar fragmentariamente el sentido de la verdad. Definir la poesía, para el poeta, implica adentrarse en caminos que probablemente carecen de salida. Habitaciones sin puertas. Llaves sin habitaciones qué abrir. Espacios cerrados. Espacios vacíos. Para el poeta el terreno de las definiciones es también el de las insatisfacciones, el de las interrogantes y el cielo vacío, el del desierto y las nebulosas.

            El objeto artístico requiere de una brújula que oriente el rumbo de su camino, que muestre caminos paralelos o diferentes, que los enriquezca desde el punto de vista histórico, en fin, que dé respuesta al lugar que ocupa ese objeto artístico en la sociedad, así como su posible ruta futura. El objeto artístico existe sin esa brújula pero su historia, su ubicación en tiempo y espacio, su vínculo con la sociedad requieren de un tablero de orientaciones.

            Esta brújula es  el espejo en el que la sociedad ha de reflejar la riqueza o la miseria de su entorno, el termómetro que medirá la temperatura literaria de cada época, la balanza que mantendrá en equilibrio, el peso real de las letras y sus productores o hasta el ventarrón capaz de no dejar títere con cabeza.

            Ni la poesía es hija de la crítica ni la crítica verdugo de la poesía. Tanto el sentido paternal como el inquisitorial son atroces para encontrar rutas que desde la inteligencia y la tolerancia deshierben la maleza y permitan que el lector admire el follaje en todo su esplendor. Poesía y crítica son los amantes que se citan para cohabitar pacíficamente, destinos opuestos, lucha de contrarios, campo fértil para que la una -la crítica- haga más transitable la ruta de la otra -la poesía. La primera nos enseña a amar o a odiar el mundo, la segunda a valorar, a distinguir y hasta a dudar de la poesía misma.

            “Quien escribe -dice José Saramago, me da la impresión de que quiere ocultar ante sus propios ojos un defecto, un vicio, una tara. Quien escribe está traicionando a alguien”. Y es precisamente el crítico el encargado de poner en evidencia esa tara, ese vicio, esa traición; desentrañar el misterio de ese defecto.

            Ante la imposibilidad de atrapar la poesía, las definiciones figuradas son las más socorridas. Para Pablo Neruda la poesía que buscamos está “...gastada como por un ácido por los deberes de la mano, penetrada por el sudor y la luz, con olor de orina y azucena salpicada por las diversas profesiones que se ejercen dentro y fuera de la ley. Una poesía impura como un vestido, como un cuerpo, con manchas de nutrimiento, y actitudes vergonzosas, con arrugas, observaciones, sueños, vigilias, profecías, declaraciones de amor y de odio, bestias, trompazos, idilios, creencias políticas, negaciones, dudas, afirmaciones, impuestos...”

            ¿Qué tan importante es que el poeta defina la poesía? Acaso no sabrá responder siquiera por qué escribe, o qué mala entraña lo motiva a manchar el papel en vez de hacer del silencio una vía de comunicación. Será porque el silencio no refleja nuestros nombres, no nos hace visibles ante los demás, ni siquiera para la varita mágica de la crítica. Acaso porque la poesía es el ruido de nuestro tiempo y el crítico el descubridor del ruido. ¿Será -como afirma Bernard Nöel- que “la poesía se burla de este tiempo”?

            “Poesía, señores, -dice un profundo conocedor del texto literario y su contexto, Roger Bartra- será el residuo obtenido, después de una delicada operación crítica, que consiste en eliminar de todo lo que se vende por poesía aquello que no lo es”.

            Las estrategias del poeta, como las del crítico, están encaminadas a buscar la luz en un mundo en que la oscuridad patentiza su color como el signo residual de nuestro tiempo. Sus herramientas deben ser suficientes para habitar el desierto o el mar y para aprender a sobrevivir en circunstancias de desarreglo o de razón.

            Shelley les daba a los poetas una especie de credencial de semidioses al considerarlos “...espejos de las gigantescas sombras que el futuro proyecta sobre el presente... palabras que expresan lo que ellos no comprenden; las trompetas que impulsan a la batalla, y que no sienten aquello que inspiran; la influencia que sin ser movida impele.” Decía que los poetas son los legisladores no reconocidos del mundo.


Para concluir, un trazo de Roger Bartra que ilumina el entorno de la poesía: “Poesía, matar a los inviernos. Salir de un bosque de hierro y espejos con un ramo de flores en la mano: escribir letras  de nieve en el ala de la golondrina. Poesía: creer en la sonrisa del gato de Alicia, esperando desde el principio de mis palabras, ha permanecido aquí dentro, en el aire, invisible, planeando sobre nosotros, para aparecer de nuevo ahora flotando como una voluta-arco iris bajando, descendiendo como una pequeña corona de humo, como el signo de interrogación de la esfinge, como el círculo de semillas del eterno retorno”.

 

Materia de voces

Sirva esta nota para dar la palabra a 24 voces de la poesía mexicana, la primera es la de Marco Antonio Campos, nacido en la Ciudad de México en 1949, y las tres voces que ponen punto y seguido a la muestra, no punto final, son parte ya de la estampida de la joven poesía: Karen Villeda, Chistian Peña y Yaxkin Melchi, nacidos en 1985.

            El punto mayor, generacionalmente hablando, se une con los puntos menores y forman una línea que en muchos sentidos es parte ya de la tradición y de los rompimientos de la poesía en este país. Efraín Bartolomé (1950), Eduardo Langagne (1952), Héctor Carreto (1953), Jorge Valdés Díaz-Vélez (1955), Jorge Humberto Chávez (1957), Juan Domingo Argüelles (1957), José Eugenio Sánchez (1965), Ernesto Lumbreras (1966), Javier Acosta (1967), Mario Bojórquez (1968), Jorge Ortega (1972), José Landa (1976), Luis Jorge Boone (1977), Alí Calderón (1982), Manuel Becerra Salazar (1983), Silvia Tomasa Rivera (1956), Malva Flores (1961), José Javier Villarreal (1959) , Claudina Domingo (1982) y Coral Bracho (1951), si bien no son el todo de la poesía mexicana, sí son una parte proporcional y representativa del mosaico poético que es la poesía nacional. Cierto que la poesía se representa a sí misma. No necesita voceros y su parlamento es la fuerza de su origen y la vitalidad de su vuelo. Quienes abordan este transporte decidieron apostar hace años por la palabra, nos han dado poemas y versos que echan raíces que van de lo cotidiano hasta la confección de artefactos poéticos en busca de formatos para experimentar.

            La poesía, nazca de las entrañas del uso diario o sufra el camuflaje extremo en busca de campos del lenguaje más densos, reconozca su apego a una tradición o a la traición, es un laboratorio de temas y de formas. A ese espacio entra el poeta convertido en ser humano y sale transformado en bestia o en flor, en árbol o en sirena, en pez o en desierto.

 

*

            La primera vez que hablé con María Ángeles Vázquez sobre la idea de armar una muestra mínima de la poesía escrita en México fue a principios de febrero. El poeta chileno radicado en Italia, Mario Meléndez, se encargó de tender ese puente generoso trazado por los editores de ÓMNIBUS que nos permite ahora cruzar las aguas y subir a bordo.

            La mayoría de los textos forman parte de libros o de antologías de los autores incluidos. Aunque algunos poemas se publican por primera vez. El compilador decidió quitar las evidencias de origen, fechas y demás señales que suele dejar la poesía y mostrar el poema al desnudo, sin datos que lo identifiquen más que su propia identidad.

            La poesía mexicana tiene largas travesías. La presente es una ruta que toma varias direcciones, ya sea el sentido del humor, la complicidad con lo antiguo, la cadencia y la música, el verso en aparente desorden o el oído fino, la selva o el asfalto, la sugerencia o el énfasis.

            Teniendo en México voces tan sonoras y diáfanas, que iluminaron los frentes poéticos del siglo XX, como las de Rubén Bonifaz Nuño, Alí Chumacero, Octavio Paz por supuesto, Enriqueta Ochoa, Jaime Sabines, Efraín Huerta, José Carlos Becerra, José Emilio Pacheco, Gabriel Zaid, Juan Bañuelos, Francisco Hernández y tantas otras que le dan mayoría de edad a la poesía de este país, esta suma de tonos poéticos es de ya un ejercicio de madurez y a la vez una propuesta de lectura.

 Monterrey, México,

agosto 18 de 2013



[1] Margarito Cuéllar. Poeta, periodista, editor y promotor cultural originario de San Luis Potosí, México. Radica en Monterrey, Nuevo León. Licenciado en Comunicación y maestro en Artes por la Universidad Autónoma de Nuevo León (UANL). Ha obtenido dos premios nacionales de poesía y uno de cuento. Premio de Poesía Radio Francia Internacional 2003 y finalista en 2011 del Premio Internacional de Poesía Víctor Valera Mora de Venezuela.

Como antólogo ha preparado Jinetes del aire, poesía contemporánea de Latinoamérica y el Caribe, publicada por la UANL, RiL Editores de Chile y la Universidad Central de Ecuador, 2011 y Vientos del siglo (coord., Universidad Nacional Autónoma de México, 2011).

Obra poética reciente: Las edades felices (Hiperión/ UANL, 2013), Vigilias (RiL, Editores, Santiago de Chile, 2013, Música de las piedras (poesía reunida, 1982-2012) (México, 2012); Cuaderno para celebrar (Bogotá, 2012); Animalario (México, 2012); Pata de perro (Bogotá, 2011); Saga del Inmigrante (México, 2008) y Arresto Domiciliario, Punta Umbría, España, 2007), entre otras.

Es coordinador editorial de la Dirección de Publicaciones de la Universidad Autónoma de Nuevo León y redactor de la Agenda Política de México. Colaborador de la revista Nexos y del suplemento Laberinto.