Torreón, Coahuila, 1955. Autor de 15 libros
de poesía. Entre otros: Voz temporal
(1985), Aguas territoriales
(1988), Cuerpo Cierto
(1995), La puerta giratoria
(1998, 2006), Jardines sumergidos
(2003), Cámara negra
(2005), Nostrum (2005), Tiempo fuera 1988-2005 (2007), Los Alebrijes (2007), Otras horas (2010), Qualcuno va (antología bilingüe
español-italiano—2010), Mapa mudo
(2011) y Herida sombra (2012).
Le han
sido otorgados el Premio Nacional de
Poesía Aguascalientes (1998), el Premio
Internacional de Poesía Miguel Hernández-Comunidad Valenciana (2007) y
el Premio Iberoamericano de Poesía Hermanos Machado (2011).
Es muy fácil decirlo cuando uno
tiene fresca la edad y las promesas
van a favor del viento del deseo.
Después, ya con los años, las palabras
que fueron luz del mundo se desgajan
en láminas de óxido y ceniza.
Animales heridos, taciturnos
los labios enmudecen bajo el yugo
de un rencor fatigado. Nos rehúye
aquel primer impulso que contuvo
la razón que nos hizo pronunciarlas
con un temblor eléctrico ante alguien
que tal vez nos amó con igual fuerza.
El cinismo devora nuestros días,
nos vuelve más huraños la tristeza
y más indiferentes la amargura.
Cruzan las estaciones, la memoria
se empaña, el horizonte abre más grietas,
los ciclos agonizan y renuevan
su viva claridad cantos y flores.
Ahora, en este laberinto andamos
en búsqueda del otro, consentimos
las hondas cicatrices, nos besamos
con una piel distinta. Hoy es posible
despertar en tus ojos y que vuelen
en una misma lengua esas palabras
que encarnan la verdad, la vida, el sueño.
PARQUE MÉXICO
Un dulce olor a primavera
entró al crepúsculo sin sombras.
Cuerpos de joven insolencia
van abrazados a otros cuerpos
debajo de las jacarandas.
Han empezado a florecer
antes de tiempo. Morirán
también sus pétalos muy pronto,
memoria en ruinas del verano
su sangre aún por reinventarse.
Pero hoy me muestran su belleza
con certidumbre, la esperanza
del resplandor violáceo y tenue
de su fugacidad perpetua.
Se adelantó la primavera.
Llegó de súbito su aroma
como la luna entre las ramas
y este dolor al fin del día.
PRIMERA DIVISIÓN
Los amigos de siempre comparten una mesa,
la misma siempre y siempre piden rones,
fichas de dominó y algún cinzano
con agua mineral que les ayude
a tragar la amargura de estar juntos.
Presumen sus conquistas, se deleitan
en contar las primeras hazañas de los hijos
que han cumplido la edad que ellos tuvieron
hace siglos, las jóvenes promesas
que aborrecen la forma que adoptaron
sus sueños y sus cuerpos. Los íntimos amigos
regresan a brindar puntuales, cada viernes,
por alguna ex muchacha del colegio
de faldas escocesas, por los viajes
que hicieron una vez y en otra vida;
y levantan los vasos celebrantes
por el último gol de sus equipos.
Los amigos de siempre, los que pagan
sus facturas a plazos con tarjetas
de crédito amarillas, los amigos
que aguardan impacientes el próximo verano,
la promesa del sol que los rescate
de otro viernes triunfal sin adversarios.
IT'S ALL IN THE GAME
Un piano entre la aurora
y el frío me regala
sus arpegios colmados
de memoria. Conozco
esa canción que llega
tan cerca, tan distante
de algún pasado en ruinas.
La oí, pero ¿hace cuánto,
o en dónde, por primera
vez? ¿Tocaba Keith Jarrett?
¿Acaso ardía el mar
bajo su desnudez?
¿También caía nieve
sobre mi corazón?
Cada nota en el aire
correspondiente, cada
marfil armonizando
con el alba. Llovizna
esa sonoridad
mientras lo envuelve todo
la música de un pájaro
perdido, aquí en el pecho.
NATURALEZAS VIVAS
Duermes. La noche está contigo,
la noche hermosa igual a un cuerpo
abierto a su felicidad.
Tu calidez entre las sábanas
es una flor difusa. Fluyes
hacia un jardín desconocido.
Y, por un instante, pareces
luchar contra el ángel del sueño.
Te nombro en el abrazo y vuelves
la espalda. Tu cabello ignora
que la caricia del relámpago
muda su ondulación. Escucha,
está lloviendo en la tristeza
del mundo y sobre la amargura
del ruiseñor. No abras los ojos.
Hemos tocado el fin del día.
Para Eugenio Montejo
Son siete contra el muro, de pie, y uno sentado.
Apenas si conservan los rasgos desleídos
por los años. Las caras resisten su desgaste,
aunque ya no posean los nítidos colores
que ayer las distinguieron. Entre libros y copas,
las miradas sonrientes, las manos enlazadas
celebrando la vida de plata y gelatina
se borran en el sepia de su joven promesa.
Por detrás de la foto están escritos la fecha,
los nombres y el lugar de aquel encuentro. Fuimos
a presentar el libro de uno de los amigos
que aparece en la polaroid viendo hacia el vacío.
Después se hizo la fiesta y más tarde el accidente
nos llevó al cementerio. Dijimos en voz alta
sus poemas. Los siete contra el muro, de pie,
uno leía. Todos aún lo recordamos
y casi por costumbre le voy a visitar
con girasoles. Todos hemos envejecido
menos él, ahí en la vista fija. Nos mira
desde sus 20 años, que son los de su ausencia,
con ojos infinitos de frente hacia la cámara,
llevándose un verano tras otro, aunque comience
a degradar su tono naranja sobre el duro
cartón de la fotografía.
AQUEL AHORA
Las posibilidades de volverte a encontrar
eran remotas. Una entre un billón. Y habiendo
infinitos lugares dispersos por los números
de un cálculo improbable, quién imaginaría
que te iba a ver en esa cantina, transformándote
en luz de aquel entonces feliz, o eso quisieron
creer años atrás aquellos dos que fuimos.
Estabas allí, tú de pronto y sin aviso
previo, con una tímida sonrisa, recargada
en el hombro de un tipo de aspecto deleznable
que podría haber sido yo. No reconociste
mi rostro entre la gente del bar. Aunque tal vez,
supongo, pretendías saber adónde y cuándo
miraste mis facciones, en qué sitio más joven
hiciste un alto, bajo qué extrañas circunstancias
coincidiste con alguien que se me parecía
de lejos. Pero no recordaste, si acaso
lo intentabas, a quien le prometiste un sueño
que no ibas a cumplir, cuando nos despedimos
tras una ventanilla. De vuelta en este ahora,
tu cara era la misma donde vi el resplandor
del ángelus y el tacto de un crepúsculo gris
y hermético. Llevabas rubor en las mejillas
y el cabello más negro que alguna vez tocaron
mis manos por el valle lunar de tu cintura.
La bienaventuranza fue nuestra compañera
de viaje a las estrellas tan próximas al hambre
de nuestros corazones y su dolor difuso.
Era la edad del bronce pulido de tus pechos.
Las noches fueron lentas palabras inaudibles
del mundo que brotaba sin encajes. Bebíamos
la vida entre los versos de una poeta árabe
y bailaba desnuda la luz en la terraza.
Tú entonces te encendías y el viento iba contigo
por algún callejón a sórdidas tabernas,
levantando tu falda minúscula, mostrándome
las rutas que de súbito me alzaban al misterio.
Sin duda eras feliz de forma ingobernable.
También lo fui. Lo fuimos. Te dije, lo recuerdo
como si fuera ayer, que un dios haría suyos
los rasgos de tu nombre y el vino tu sabor
de almendra y paraíso. Sigues igual, incluso
me has parecido más hermosa, quizá menos
alegre que la imagen que de ti conservé
todo este tiempo en vano. Detrás de tu mirada
no encontré el resplandor de aquella chica insomne,
sino una palidez ceniza de rescoldos
que aún parecen guardar el vértigo del fuego.
No puedo asegurarlo. Y ya tan poco importa.