Poeta y periodista. Publicó los libros de poesía Lugar
Común (1999), Escalera
de Mano (2003), El agua
iluminada (2010) y La mañana se
llenará de jardineros (2013 en Ecuador y 2014 en Bolivia). Parte de su obra
se halla traducida al portugués, italiano, inglés y rumano. Poemas suyos se
encuentran incluidos en antologías internacionales y de su país. Ha participado
en encuentros, lecturas y festivales de poesía en varias naciones y ciudades de
las Américas y en España. Imparte talleres de poesía en universidades y centros
culturales. Columnista en periódicos bolivianos y colaborador de revistas
internacionales de poesía. Editó una vasta Historia de la cultura
boliviana del siglo XX premiada como Libro Mejor Editado en su país en
2009. Entre otros premios, ha recibido la Medalla al Mérito Cultural del
Estado boliviano. En 2013 fue finalista del Premio Mundial de Poesía Mística
Fernando Rielo.
Vuelo nocturno / Arte poética 1 Esa luz que se apaga no es un imperio ni una luciérnaga.
Antoine lo sabía, lo supo volando sobre la Patagonia.
Esa luz que se apaga es una casa que cesa de hacer su ademán al resto del mundo, una mansión
—una humilde mansión si cosa cabe: todas las casas del hombre son una mansión, todas las mansiones del hombre una cabaña—
una mansión, decía Antoine, que se cierra sobre su amor. O sobre su tedio.
Una luz vacilante a la que —frío al calor— unos labriegos reunidos se aferran
náufragos que balancean un fósforo ante la inmensidad desde una isla desierta.
[De El agua iluminada, 2010]
De la velocidad de los fantasmas
En un prólogo leo que un poeta fue prematuramente muerto. Pero, ¿acaso hay alguien que muere antes de tiempo? Todos morimos en el momento exacto. Lo que ocurre es que los muertos jóvenes dejan más cosas pendientes y tardan mucho en desplazarse –distraídos y perplejos– para cerrar sus círculos. Sí, los muertos jóvenes viajan muy lentamente para poder ajustar cuentas: sé de una muchacha cuyo fantasma demoró largos veinte años en recorrer a pie la ruta desde Buenos Aires hasta San Lorenzo, en el norte, atravesando pampas y cañaverales, para poder decir adiós con una vaharada de perfume a un hombre que fue suyo, y sé también de un piloto, muerto en cierto accidente, que demoró diez años en llegar a los sueños de su madre para revelarle en cuál pico de los molestos Andes se encontraba, congelado y envejecido, cual la heroína de Horizontes Perdidos en el Tibet, su exquisito cadáver treintañero.
Los muertos viejos no. Los fantasmas de los que han muerto viejos llevan los pies livianos ya casi alígeros de tan inmateriales (remember A Christmas Carol) y pueden cerrar cuentas –si aún las tienen– en una misma noche, en esa misma noche en que los velan.
Los muertos niños los muertos niños no se van del todo se quedan atrapados e indefensos entre sus juguetes sin percatarse de que han muerto, de que algo ha cambiado radicalmente entre ellos y nosotros.
Por eso, cuando de noche en tu departamento se encienda algún juguete sin motivo aparente o si, como en cierto palacete de San Isidro en Lima, un niño se le aparece a una invitada de voz bella, con toda naturalidad, jugando tras del escritorio, es que allí algún pequeño no ha cerrado su círculo entre sí mismo y la dura razón de la existencia.
Los muertos no nacidos fluyen siempre en el torrente de la sangre de sus madres.
[De La mañana se llenará de jardineros, 2013]
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