Poesía en el siglo XXI

¿Por qué escribir poesía en el siglo XXI?

Por Luis Benítez [1]



No por repetida siglo tras siglo -con toda probabilidad- la pregunta deja de ser atinente.

Las respuestas han sido muchas, porque la poesía es el género literario más antiguo de todos, el primero, el que dio origen a todos los demás. El registro más añejo de la escritura se conserva en el Museo Británico y es un libro de poesía: el Cantar de Gilgamesh, datado para algunos en 4.000 años. Cincuenta y tres tabletas de arcilla o, mejor dicho, fragmentos de ellas, cubiertos de escritura cuneiforme, del tiempo en que se ponían los cimientos de las pirámides y los europeos cazaban jabalíes en lo que hoy es la Place de la Concorde. La poesía ya existía desde antes de ese evocado registro escrito, seguramente, y se trasmitía y era consecuentemente deformada por tradición oral, como siglos después del anónimo autor de Gilgamesh todavía se haría en Grecia. Una teoría sobre su origen dice que devino de los cánticos religiosos, con lo que tendría entonces un doble origen: uno musical, que arrastraría a formar palabras que acompañaran la melodía, para expresar lo que sentía el que cantaba, y otro puramente verbal, el que prefieren otros, quienes identifican el punto de partida de la poesía con ese hipotético pero suponible momento en que aquello que se hizo para ser cantado comenzó a ser repetido sin acompañamiento musical alguno. Se puede imaginar que la poesía se originó en ambos momentos, sin mayor contradicción: ya era poesía cuando se acompañaba la modulación de esas palabras con sistros o flautas dobles, y se consolidó como tal cuando fue posible declamarla con o sin instrumentos. Plástica y adaptable como es, capaz de diversificarse en múltiples géneros y subgéneros, debe de haber perdurado su forma cantada junto a la recitada, incluso después de haber adoptado otra forma de expresión, que ya fue la escrita. Entonces servía para lo que sirven todas las fórmulas religiosas, para conjurar el miedo del hombre a cuanto lo rodea. Tendría las mismas propiedades que una fórmula mágica; esto es, la de modificar la realidad para quienes creen en ella, la de modificar el estado de ánimo de quien la lee o recita, para nosotros, los contemporáneos.

Sin embargo, más allá de estas propiedades curativas, poseía como ya dijimos, en germen, todos los otros géneros literarios en su textura. Textus llamaban los romanos a los tejidos, las tramas hechas de varios hilos, y de allí viene nuestro vocablo texto. Los hilos de la poesía contenían la narrativa, pues ella no sólo servía para una función lírica –en su primera acepción, algo hecho para ser cantado con el acompañamiento de una lira- sino también para referir sucesos, y no exclusivamente los fabulosos. Ello nos conduce a una incipiente ensayística, por ejemplo en La Teogonía de Hesíodo, escrita siete siglos antes de la era cristiana, un “ensayo” sobre el origen del mundo, que se suma a los 800 versos de Los Trabajos y los Días, del mismo autor, un extraordinario poema y, además, un tratado completo sobre agricultura (aunque no sea éste su mérito mayor).

En Occidente y con el paso del tiempo, la poesía se despojó en la mayoría de los casos de todo residuo teológico y se afirmó como género en sí mismo, dotado de una gran independencia y poseedor de una prolongada tradición propia, como dijimos, la más antigua –y la más desarrollada- de todas las que conforman la literatura.

La pregunta por el sentido de un género literario nunca proviene de quienes lo cultivan, sino de quienes lo observan, y aunque el poeta contemporáneo puede serlo y además ser un estudioso del mismo género que practica, no por ello la condición de inquietud respecto del fin último del género deja de ser, primeramente, exterior al objeto en torno al que se constituye la pregunta.

En épocas no tan lejanas como los tiempos de Hesíodo, como el siglo XVII o el XIX, por ejemplo, Shakespeare o Baudelaire no pensaron en el sentido de escribir poesía, sino que la escribieron sin más ni más. Posteriormente el avance del pensamiento lógico se extendió –felizmente, desde luego- hasta la indagación del sentido de todas las actividades del hombre y allí fue, entonces, que comenzamos a pensar en las cuestiones que tienen que ver con la posibilidad o no de ejercer ciertas y determinadas cualidades de la mente humana, cuando las circunstancias en que se originaron y desarrollaron han variado y hasta se ofrecen –real o aparentemente- como adversas a su continuidad. Por ejemplo, la posibilidad de escribir una ópera en 2007, cuando este género musical data de 1597, cuando el estreno de “Dafne”, por Jacopo Peri, ante un círculo de ilustres humanistas florentinos. ¿Ha envejecido la ópera como género musical? Posiblemente la respuesta es sí, y las razones muchas, pero ello no quita que haya gente que insista en el placer de escuchar ópera e inclusive lleve su empecinamiento hasta el inicuo acto de molestarse en ir a un teatro para asistir a su representación. Personas que coleccionan CDs y DVDs de ópera, que están suscriptas a revistas y boletines web que informan sobre ópera. Gente que mañana, cuando la holografía le permita montar los cuatro actos de “Carmen”, de Georges Bizet, en el living de su casa, lo hará y hasta invitará a sus amigos a esa función de fantasmas tecno. 

Creo que el mundo que engendró la ópera y antes de ella a la poesía, cambió más en detrimento de la primera que de la segunda, porque en el caso de la poesía ésta se ha mostrado más permeable y efectiva para mostrar los cambios sucedidos en el espíritu humano que la ópera. Es decir, que ha podido absorber –como lo hizo ya durante toda su historia anterior- esas modificaciones ocurridas en aquello que es su origen y a la vez su destinatario: como gustaba decir Paul Eluard, “lo mejor de nosotros”.
Sugerida la posibilidad de que en el transcurso del corriente siglo la poesía sea capaz de asimilar y transformar en materia propia cuanto le siga sucediendo al hombre (como lo viene haciendo, por lo menos, desde hace 4 milenios), nos queda el enigma de sus posibilidades de expresión, que me animo a suponer que serán tan variadas como impensables. Del mismo modo que era inimaginable el escándalo Dadá en tiempos de Paul Verlaine, pero se produjo en Zurich apenas dos décadas después de su muerte. El mundo había cambiado y la expresión de la poesía también, pero hoy nadie puede negarle a las “Fiestas Galantes” del desgraciado Verlaine la misma condición de texto integrante de la tradición poética occidental que posee "La primera aventura celestial del señor Antipirina", de Tristan Tzara.

Lo seguro es que cambiarán –como sucederá también para la música, la narrativa, la arquitectura, el cine, etcétera- obviamente el soporte y el formato tecnológico de la poesía. De hecho, el siglo incipiente ya nos lo muestra con el avance de los medios de que dispone la poesía contemporánea para llegar a lectores y autores. Internet se transformó en un aliado que hay que agradecer, pues permite que cualquier verso (sea un endecasílabo o un hexámetro, lo mismo da) pueda ser leído en cualquier sitio del mundo en segundos, desde que pulsamos “enviar”. Este mundo a recorrer por la poesía a través de medios mucho más veloces que las revistas impresas del siglo pasado, seguramente le brindará otras posibilidades, pero ya rompió los límites que imponían no sólo el tiempo y el espacio; también los lobbies de los mass-media que controlaban el acceso de los poetas al lector han sido lesionados por el avance tecnológico. Si antes un poeta no “existía” en tanto y en cuando no era adoptado por un lobby que controlaba la difusión de los textos a través de una publicación gráfica, la explosión de medios de llegar a lectores y autores por Internet ha despojado de buena parte de su poder a estas mutuales del pretendido “buen gusto” literario, erigido en razón primordial cuando no ha sido siempre otra cosa que un eufemismo para operar la restricción y el privilegio, no manejados por la calidad sino por la conveniencia. Yo nací entre ambas épocas y como muchos de mis mejores compañeros de generación, sé muy bien a qué me refiero.

Entonces, si la poesía puede ser que se adapte a representar los sucesos, cambios y transformaciones que se irán produciendo en el espíritu humano, en concordancia con los que tendrán lugar en el dilatado espacio/tiempo de este siglo que recién cuenta siete años, y además, algunos de esos cambios –los tecnológicos- es probable que todavía le proporcionen más y mejores medios de difusión que todos los anteriores… ¿no es nuestra época actual y lo serán las que la sigan en la secuencia futura, unos momentos muy interesantes para, precisamente, escribir poesía?

Me quedo con lo que dice un fragmento de “Contrabando”, ese bellísimo poema de Denise Levertov:

“El árbol del conocimiento era también el de la razón.

Por eso es que probar de él

nos expulsó del Paraíso. Lo que teníamos que hacer con esa fruta

era secarla y molerla hasta obtener un polvo fino,

para después usarlo de a poco, igual que un condimento.

Probablemente el plan de Dios era mencionarnos más tarde

este nuevo placer.”


[1] Luis Benítez nació en Buenos Aires el 10 de noviembre de 1956. Ha recibido numerosos reconocimientos nacionales e internacionales por su obra poética y narrativa. Sus 40 libros de poesía, ensayo literario, novela y teatro han sido publicados en Argentina, Chile, España, Estados Unidos, Italia, México, Suecia, Venezuela y Uruguay. Últimos títulos publicados: Les Imaginations (Étions L'Harmattan, París, 2013); Short Poetic Anthology (Littoral Press, Inglaterra, 2013); Manhattan Song. Cinci Poeme Occidentale (Ars Longa Editura, Rumania, 2013); Bering och Andra Dikter (Ed. Siesta Förlag, Suecia, 2012); La Sera dell’Elefante e Altre Poesie (Sentieri Meridiani Edizioni, Italia, 2012) y A Heron in Buenos Aires. Selected Poems (Ravenna Press, EE.UU., 2011).