César Chávez Aguilar


 (Tulcán, Ecuador, 1970). Estudio Derecho en la Universidad Central del Ecuador. Cuentos y ensayos suyos han sido publicados en revistas nacionales e internacionales como: Línea Imaginaria, Letras del Ecuador, Ourovouros, Encuentros (Revista Nacional de Cultura), Rocinante, Guaraguao, Kipus. Participó en el «Congreso Internacional Pablo Palacio, Jorge Icaza y las vanguardias» (Quito, 2006). Ha realizado investigaciones bibliográficas para el Municipio de Guayaquil y para el Centro Cultural Benjamín Carrión, de la ciudad Quito, del cual es actualmente bibliotecario. En el 2012 publicó Herir la perfección, su primer libro.



La espera


 (De Herir la perfección, Quito, Antropófago, 2012)


El sol nos había acompañado en todo el recorrido por la campiña. Nos refugiamos bajo un árbol próximo al muro de la caballeriza; ahí están las bancas y la mesa de madera que colocó nuestro abuelo. Nos esperaba el té. Era extraño que sobre los delicados manteles de hilo hubieran colocado tres tazas cuando sólo habíamos subido las dos; una de las tazas estaba alejada de las otras, como esperando una mano hospitalaria que la uniese al grupo.

Por todo el camino habíamos permanecido en silencio. Yo recordaba los tiempos en que no parábamos de conversar, cuando hablábamos de cada suceso que nos había ocurrido o de todo pensamiento que cruzara por nuestras cabezas. Cada noche, al acostarnos, esperaba que Laura cerrara sus ojos para admirar nuestro parecido extremo; más allá de lo físico me asombraba la similitud de nuestros pensamientos, de las risas, los gestos, la manera de llorar, la forma de tocar nuestros cuerpos. Yo hubiera querido que nada cambiase, pero todo terminó con la boda de ella.

Laura deja la sombrilla cruzada en la chaise-longue, se sienta y se sirve una taza de té. Mira hacia el horizonte: la colina descendente, al viento que camina con lentitud entre el trigo tierno, y que en su paso despeina a los corderos que pastan silenciosos más allá, con sus negros hocicos rozando la escasa hierba de temporada. La banca en la que se ha sentado es de madera antigua, como la de la mesa. Han sido así desde nuestros primeros recuerdos; alguna vez debieron ser cambiadas pero yo siempre las recuerdo añosas, toscas, pesadas. Me coloco tras de ella; un enorme sombrero esconde su cabello, lo tiene recogido, de lo contrario caería suavemente sobre sus hombros. Su espalda, tan estrecha, está cubierta por una blusa de un rosa leve. No puedo mirar desde aquí su escote ni el nacimiento de sus pequeños pechos. Me quito el sombrero y lo deposito en el respaldo del banco, me recuesto en el árbol y espero inútilmente que se rompa el silencio.

Su marido no vino con ella, con seguridad estará ocupado en resolver los conflictos de los inútiles asuntos de los que se encarga en su oficio. Nunca dejaré de sorprenderme por el marido que consiguió Laura: tan mediocre, tan gris, tan ajeno a ella, a nosotras. Éste es el primer verano que vuelve desde la boda. Su cambio es notable, sobre todo para mí. Esta transformación no es estrictamente corporal, aunque desde su caminar es distinto. Su presencia detenida ante mí me hablaba de lejanía. Su abrazo, convencional, afectado, desalmado, fue más duro que cualquier palabra de rechazo. Su voz ya no tenía el mismo ímpetu que hace dos años; sus palabras que antes me envolvían con su capa de dulzura, ahora me repelían, me alejaban, me convertían en una extraña. Y no, no soy la extraña; ella es la extraña.

Toma primero la jarra de porcelana y vierte el líquido en mi taza; no la toco, sólo miro el ondulante humo que sale débil. Luego agarra el recipiente metálico y pone un poco de leche, aún recuerda cómo me gusta beberlo. Quisiera preguntarle por qué pidió servicio para tres, para quién es el tercer puesto, pero no va a contestar. Se sirve a su vez el té. La otra taza, la de la discordia, queda vacía. Espera a alguien. Desde que volvió, en todos nuestros encuentros necesita a un tercero entre nosotras, como si temiera quedarse a solas conmigo; tal vez teme que yo le exija que renovemos nuestra perdida intimidad, que volvamos a vivir esa vida nuestra. Pero yo sé que todo se ha perdido, que he perdido a Laura. Tengo delante a una mujer hermosa, muy parecida a mí pero desconocida. Quisiera poder ver su rostro este instante, encararlo, decirle lo incómoda que me hace sentir su nueva conducta, su afectado comportamiento, pero ella en su inmovilidad está plácida, segura. Tan tranquila como cuando caminábamos por los senderos secretos y rocosos de nuestras tierras, buscando sitios donde sentarnos a oír el sonido agreste del bosque, a juntar nuestros pensamientos, a crear un silencio tan distinto a éste.

Sin decir nada aún, toma la tetera y comienza a llenar la tercera taza. Por el camino, todavía lejana, se ve una sombra venir hacia nosotras. El sol le da plenamente, y sin embargo es una figura llena de oscuridad; como una silueta sin cuerpo vagando por los trigales. Quisiera preguntarle quién es, por qué lo ha invitado a tomar el té con nosotras en este sitio que alguna vez fue sólo nuestro, en este lugar donde los recuerdos aún permanecen impregnados en todas las cosas: el cabello rubio de Laura pegado a la corteza irregular del árbol, yo desenredándolo con delicadeza; el peine con el que ella a su vez me alisaba y que todavía debe estar en la mesa; la cinta celeste que ceñía su cintura, y que se desprendió con facilidad cuando la envolví en mi abrazo; la mariposa que sostenía mi cabello y que cayó cuando fue acariciado. Todas esas cosas están aquí, aunque no las vea. Siento el olor de la tierra, el calor tras las hojas verdes; siento la caricia rugosa del árbol en mi cuerpo, no quiero olvidarme de las cosas, no quiero que nada cambie.

Veo el rostro abotagado y sudoroso de un hombre cualquiera, lo veo tropezarse con una raíz; su caminar es torpe y sin gracia. No me muevo, Laura tampoco; sólo yergue un poco su espalda, sospecho que sonríe. Esa sonrisa se clava en mí más profundamente que los gratos recuerdos.