Jaime MarchánQuito, Ecuador, 1947. Diplomático, ha ejercido las funciones de embajador en Belgrado, Roma, Viena, Santiago y Berna. Su primera novela La otra vestidura (1991) obtuvo la Mención Especial del Premio Pegaso de Literatura para América Latina 1994. En 1998 publicó Destino Estambul, que ha sido materia de estudio en la Facultad de Literatura Hispanoamericana de la Universidad de Friburgo (Suiza), al tiempo que traducida al turco. En 2000 apareció Itinerario de trenes y en 2005, Dacáveres: Relatos perversos. Ha publicado también una extensa obra en el campo de las relaciones internacionales y los derechos humanos. En 2007 participó como escritor invitado en el coloquio organizado por el Instituto Cervantes de Utrich (Holanda) sobre el tema: «El Ecuador y sus raíces indígenas en la literatura». En 2011 fue investido como miembro de la Academia Ecuatoriana de la Lengua. QUIMBIURCO [1]
De Dacáveres: Relatos perversos (Editorial Verbum, Madrid, 2005)
1 LUEGO DE UNA LARGA TRAVESÍA, la caravana llegó al cuartel de Gualaquiza, en la selva amazónica, donde fue recibida por un grupo de oficiales en uniforme de campaña. Las voces se acallaron y los recién llegados se voltearon hacia la tarima, a cuyos lados flameaban las banderas. El comandante se trepó a una silla y gritó, como para que le oyeran hasta los zopilotes en las alambradas: −¡Bienvenidos, conscriptos! Soy el capitán Chicaiza. Con ayuda de mis tenientes haré que merezcan el honor de prepararse para defender a la patria de la agresión peruana... inclusive a costa de sus vidas. Apenas terminen su entrenamiento de selva y combate serán trasladados a nuestros destacamentos en la Cordillera del Cóndor. El anunció produjo un barullo. −¡Silencio! −ordenó el comandante−. Vayan derecho a la peluquería y luego a las duchas para sacarse la mugre y vestir sus uniformes. ¿Alguna pregunta? −¿A qué hora nos van a dar la papa, mi capi? −dijo un montubio de pelo colorado. −¡Vaya, vaya! No ha pasado ni media hora y ya está con hambre. Vea, teniente Vidal −ordenó, dirigiéndose a uno de sus ayudantes−: a la hora del almuerzo métale a esta criatura una olla entera de locro con coles. ¿Alguien más tiene hambre?... ¡Contesten, carajo! −¡No, mi capitán! −replicaron a una los reclutas.
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La primera semana en el cuartel fue un suplicio: trotes, marchas y servicios especiales. Dada la situación bélica en la frontera, algunos estudiantes universitarios habían resultado “favorecidos” en el sorteo para el enrolamiento. Lucas Rivera, uno de ellos, recibió su boleta en Quito cuando se aprestaba a ingresar a la facultad de Derecho. Pensó que se trataba de una equivocación; le parecía imposible que un simple papelucho castrense osara alterar su porvenir. “¡Imposible! −sentenció también su padre, al enterarse−. Vamos a devolverles la citación. Los milicos saben que eres estudiante, pero les gusta hacer la pantomima sólo por joder; al final se llevan sólo a los de poncho. Ya verás”. No fue así, al menos esta vez. Las Fuerzas Armadas reclutaron a todos los ciudadanos de la leva del 76 que recibieron boletas, estudiantes o no. Al término de esa primera semana en Gualaquiza, Lucas Rivera estaba extenuado y propuso a su amigo Esteban Pallares, otro estudiante reclutado, un escape. Pallares era alto, aunque a menudo andaba encorvado, como si le pesaran los huesos. −¡Cómo se te ocurre!−protestó, estirándose como un resorte; entonces volvía a crecer−. Estamos en el cuartel. Pueden declararnos desertores y arruinarnos la vida. −Al menos averiguaré cuánto tiempo más estaremos aquí −rezongó Lucas, decepcionado, y se encaminó a la garita del capitán Chicaiza. Antes de llegar donde el comandante vio a un conscripto que, arrimado contra un poste, vomitaba las entrañas. Lo arrastró hacia el grifo que había al lado y luego lo ayudó a recostarse sobre el piso. Acababa de hacerlo cuando escuchó una voz áspera a sus espaldas: −¿Qué está haciendo, recluta? Lucas reconoció al teniente Vidal. Le decían Ursus, por su tórax de gladiador. −Creo que el conscripto se ha intoxicado, mi teniente. −Este murciélago no se envenena con nada. Lo pesqué fumando y le he hecho tragar unos cuantos puchos para quitarle las ganas. No es la primera vez, aunque espero que sea la última gracias a la yapa que le he puesto. Vuelva al patio o lo anoto para un servicio especial o para la mesa de la sopa. −Iba a ver al capitán Chicaiza −explicó Lucas. −¿Al comandante? Nadie puede ir donde él sin hablar primero conmigo. Es el órgano regular. ¿Qué es lo que desea? −Quería preguntarle cuándo salimos... −titubeó− para el frente. −¿Para el frente? Le juro, por Dios, que me enternece. ¿Qué cree usted que es el frente? Pregúntele a éste cuando le pasen las arcadas. Éste sí lo sabe. ¿Cree usted que allá mandamos a cualquier mamarracho? Ese honor se lo tiene que ganar con sudor y lágrimas. ¿Estudiante, verdad? –dijo tasándolo con la mirada−. Dígame, recluta, ¿ama usted a la patria? Nunca le habían hecho esa pregunta. −Claro que la amo, teniente −contestó, pensando en su madre. Antes de partir, ella, bañada en lágrimas, le había entregado un rollo de billetes, pidiéndole que lo escondiera en su mochila. −¿Y le duele la patria, recluta baboso? Lucas no entendió la pregunta. Sin embargo, dijo: “Sí, mi teniente, claro que me duele”. −Ya veremos. Regrese a sus filas, y si lo vuelvo a ver de samaritano le saco la madre, carajo.
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Estaban los reclutados a punto de ser dados de alta luego de un intenso entrenamiento de seis meses para dar paso a una nueva remesa de conscriptos, cuando llegaron órdenes superiores ordenándoles reagruparse y permanecer en estado de alerta. Un vago rumor corrió entre las filas. Al día siguiente, la voz del comandante retumbó en el altoparlante: la guerra contra los invasores peruanos había comenzado en varios puntos de la selva y pronto se darían a conocer los destinos de los conscriptos hacia los diferentes destacamentos emplazados en la Cordillera del Cóndor. Temeroso de que en medio del trasiego alguien pudiera robarle el dinero escondido en la mochila, Lucas se deslizó al dormitorio para metérselo al bolsillo. Al salir del cobertizo, un bulto desgarbado, salido abruptamente de los matorrales, le cortó el paso. Sobresaltado, Lucas levantó los puños. −Tranquilo... suave... ñaño −dijo el hombre que se materializó entre las sobras; su voz con acento costeño siseaba como si estuviera amansando un animal. −¿Quién eres? −preguntó Lucas sin bajar la guardia. −¡Chsss! Habla bajito, pana. Si alguien nos trinca pensará que hemos venido aquí a hacer alguna mariconada. Me llamo Quimbiurco. ¿Quieres? −preguntó, ofreciéndole un porrillo humeante. Lucas reconoció al conscripto que encontró vomitando a los pocos días de haber llegado. −¿Tú? −preguntó, sorprendido. −Prueba, es pepa de la buena. Tabaco sólo fumo para disimular. Lucas echó una pitada. Lo hizo sin pensar, maquinalmente, mientras examinaba con interés a su compañero de cuartel. Recordada que durante los duros entrenamientos este conscripto iba siempre en el primer grupo, el más diestro. −Veo que contigo se puede contar, bróder −dijo Quimbiurco satisfecho−. No soy adicto, pero sin esto empiezo a temblar y a sudar como una tapa de olla. Tal vez sea la última oportunidad antes de que lleguemos a Tiwintza con tu amigo el Jebe Pallares y diez más. −¿A Tiwintza? −Sí, parcero. Anoche, mientras me escabullía para pegarme un pito, escuché tras la garita del comandante su conversación con los tenientes. Nos mandarán a Tiwintza. −Allá no voy ni a sablazos. Es el puro frente y yo soy estudiante. −¡Puta, cómo se nota que eres estudiante plástico! Te diré una cosa, mi hermano: a mí tampoco me gusta esta huevada, pero si el país te necesita no puedes hacerte el pendejo. −Apaga ese pucho, carajo −dijo Lucas, nervioso−. Prefiero ir al frente a que me pillen fumando esa vaina en el cuartel. −Tranquilo, pana, tranquilo… Sí, nos mandan a Tiwintza. Es un bohío de nada, pero allí, ahora, la cosa está que arde. −¿Conoces el lugar? −Árbol por árbol, rama por rama, como buen mono. El año pasado hice allí mi entrenamiento. Me sacaron porque un día me vinieron convulsiones. Culparon al agua contaminada, pero era purita falta de… ya sabes. Un síncope de abstinencia. −Un síndrome, dirás. −Sí, eso. Lo malo es que no podía decírselo a nadie, menos en el hospital militar donde me llevaron. Allí me metieron purgante y pasé cagando una semana entera; gratis, ñaño, gratis. Reprobé el entrenamiento y ahora me han vuelto a alistar. Lucas se había adaptado a la penumbra y podía distinguir los ojos de Quimbiurco, lanceolados, amarillos, con un destello cínico y burlón. Sus orejas, dos membranas delgadas y translúcidas, se movían alertas. Bajo la camisa desabotonada llevaba un colgante parecido a un escapulario o a un talismán de feria. Quimbiurco inhaló su pitillo, retuvo el humo hasta quedarse sin aire y dijo: −Gracias por lo del otro día, Patitas. −Me llamo Rivera. −Ya sé, pero aquí todos pe llamamos Patitas. −¿Por qué? −¿Qué quieres, que te llamemos Luquitas? −Vámonos. Apaga ya esa carajada. Quimbiurco aplastó el pucho contra el lodo del piso y luego cada uno tomó su camino por los pasadizos en sombra.
4
Estridentes clarinazos despertaron a los reclutas al amanecer. Los tenientes entraron al dormitorio con un estrépito de botas. En vez de gorras llevaban boinas rojas. Lucían graves, tensos, decididos. −¡Arriba, conscriptos! −vociferaban por entre los catres−. Se acabaron las vacaciones. Luego del desayuno se les repartirá uniformes de combate y se les comunicará su nuevo destino. En el propio comedor los conscriptos recibieron las noticias. Como había vaticinado Quimbiurco, éste, junto con Rivera, Pallares y una decena más de soldados, fueron destinados al destacamento amazónico de Tiwintza, en el Alto Cenepa. Al mediodía de ese viernes, el comandante anunció que los encuartelados, antes de partir, gozarían de franquicia hasta el domingo por la tarde. Un grito jubiloso retumbó en el sopor espeso. Lucas y Pallares se juntaron en la puerta del cuartel con Quimbiurco, cuya camisa de colorines flameaba como una enseña. Su quijada semitorcida apuntaba hacia la izquierda y sus orejas aleteaban inquietas. Pasado el portón, guió a sus amigos por un atajo. Había llovido y las pisadas chapoteaban en el piso. −Los llevaré a “La hamaca loca”, panas −dijo apenas se adentraron en el sendero−. El camino es culebrero, pero conozco esta zona mejor que la Cárcel de Guayaquil, donde he veraneado de vez en cuando. −Espero que el lugar donde nos llevas sea más entretenido −dijo Pallares, arremetiendo a manotazos contra una nube de mosquitos. −Y barato −agregó Lucas, palpando el fajo de billetes en el bolsillo. −Tranquilos, panas. El local es lo mejor de Gualaquiza y las cielas, honradas. Tienes que regatear un poco, claro, pero no te hacen ninguna sapada. Cinco dólares el polvo es un buen precio... ahora que estamos en guerra. −¡Cinco dólares! −exclamó Pallares−. ¿Qué clase de putas son ésas? −¡Párala! −reaccionó Quimbiurco, deteniéndose en seco−. ¿Crees que por llevar zapatos “Lacosta” y ser capitalino todo lo demás es una mierda? Ubícate, pana, razona. Ésta es una zona deprimida; si el naiclú cobrara caro quebraría en un toque. Tremendo daño para las trabajadoras y también para sus clientes. ¿Entiendes? −¿Es al menos un sitio limpio? −preguntó Pallares con un mohín. −¡Puta, Jebucho, no seas tan melindroso! Haces todo lo que tienes que hacer… supongo que puedes, y luego te duchas. −Déjate de bromas conmigo, y no me llames Jebucho −reaccionó Pallares. −Te llamamos así porque te encorvas o estiras como si fueras un jebe. No te cabrees, Jebito. Rieron. Un trecho más abajo, Quimbiurco anunció que se detendría en una tienda. −Para comprar condones, me imagino –dijo Lucas. −Los cauchos son cortesía de la casa, bróder. Lo que pasa es que mis buenos modales me impiden entrar en un naiclú sin un regalito. −¡Puchas! −exclamó Pallares−, este mono sí que está rayado. −Nada de eso. Lo que pasa es que soy un caballero, un yéntleman. Poco más adelante, Quimbiurco entró en una especie de bazar donde vendían desde racimos de plátano verde hasta artículos de tocador. Adquirió dos puñados de baratijas y se las metió al bolsillo. Al salir, condujo a sus amigos por un sendero lodoso. Montones de plátanos se pudrían a los lados; una tufarada dulzona flotaba en el aire ardiente, constelado de mosquitos. Los dos estudiantes capitalinos seguían a Quimbiurco con obediencia ovejuna a través del cabañal cenagoso que se abría entre los platanales. Todavía andaban entre ramazones cuando escucharon, amortiguados por la penumbra pegajosa, los acordes dislocados de una música tropical. Pocos metros adelante divisaron el rótulo rojizo y palpitante que se abría como una herida procaz en la espesa sombra. −Aquí es −dijo Quimbiurco, metiéndose en la nariz un pellizco de polvo blanco que extrajo del fondo del bolsillo del pantalón−. Aprovechen, panas, porque llega un día en la selva en que, de tan arrecho, te tiras hasta a los caimanes. −Vamos, pues −dijo Pallares, temiendo arrepentirse. Quimbiurco atravesó la cortina de mullos y plantándose en el centro del lupanar dijo con la desenvoltura propia de un asiduo cliente: −Aquí estoy de nuevo, reinas. He venido con cadetes de verdad: Patitas y Jebucho... No se rían, cielas, que pagan al contado y tiran como los dioses. Como si hubiera pronunciado una contraseña, las putas se acercaron a los recién llegados con entusiasmo cariñoso. Algunos lugareños que habían llegado antes, mosqueados de ver a Quimbiurco repartiendo regalos entre las mujeres, estuvieron a punto de iniciar una bronca a filo de machete. −Tranquilos, caballeros −dijo éste, subiéndose de un salto a la barra−: mañana vamos a la frontera a defender a la patria de la agresión peruana. No queremos irnos sin demostrar nuestro respeto al local y sin la bendición de estas legítimas representantas de las provincias amazónicas. La inspirada perorata conmovió las entrañas mismas del pequeño antro, y la ardiente noche se consumió en medio de allegros de rocola, tragos dispares y vaivenes de hamaca. Al salir, Quimbiurco dijo a sus compañeros de aventura: −Antes de que me venga el chuchaqui les voy a dar un par de consejitos. Al llegar al cuartel pidan en la enfermería polvo para ladillas, por si acaso; ni Tarzán aguantaría la picazón en plena selva. Otra cosa: lleven también un frasco de “negro de agua” para abrillantar las botas. Los puede salvar de pisar una mina, porque los comandantes, para no escoger a dedo, mandan a hacer patrullas a los que tienen las botas sucias. Ah, y lo más importante: cuando se hayan echado el talco en las huevas y abrillantado las botas caminen despacito porque si pisan una mina habrán hecho todo ese trabajo en vano.
5
A las seis de la madrugada del 27 de marzo de 1995 un pelotón de doce hombres, formado en el claro del campamento, aguardaba las instrucciones del teniente Pazmiño. Con la mochila a la espalda, Lucas añoraba los días felices de sus excursiones por los Andes. Había escalado una cantidad de montañas, y cuando estaba en esas alturas azules parecía encontrarse consigo mismo y ni siquiera le importaba llamarse Lucas. Hoy partía a una cordillera distinta, coronada de espesa jungla, y en lugar de cuerdas y picos llevaba rifle y ristras de balas terciadas al pecho. Un helicóptero transportó a la brigada a un calvero en el interior de la selva. Al descender del aparato, le envolvió una espesa manta de calor. El uniforme, pegado al cuerpo, parecía engullirlo como una anaconda. El comandante condujo a sus hombres a través de un suelo fangoso, cruzado de lianas y raíces, hasta un cobertizo de caña, revestido de hojas de palma. Hizo formar a los conscriptos y les arengó de este modo: −¡Soldados!: Este destacamento es su nuevo hogar. Ámenlo con ardor, pues les parecerá un hotel de cinco estrellas comparado con el frente. Desde este momento rige el reglamento militar en tiempo de guerra. Lo aplicaré al pie de la letra. Cuiden con celo sus armas, pues sólo así podrán combatir con denuedo y sobrevivir en el medio. Fuera del bohío, la zona está sembrada de minas. Caminen todo el tiempo por las trochas, sin apartarse del sendero. Sólo se darán cuenta de que han pisado una mina cuando vuelen por los aires con las pelotas en la mano. Y recuerden que únicamente hay tres maneras de salir de aquí: muertos en acción, heridos en combate... o al término de la misión. Eso es todo. Alisten sus cosas y descansen. Partiremos a las seis de la mañana. El comandante entró a la choza de guadua y dejó a los hombres digiriendo la perorata. −Me gusta el estilacho del man −comentó Quimbiurco entre los soldados−. No se anda con huevadas. Es miembro de las Fuerzas Especiales y vivió un año entre los awás. Le dicen Rambox y todo el mundo le teme. Lo aguanté ya el año pasado, durante mi primer entrenamiento. De saber que iba a repetirme esta maravilla hubiera preferido quedarme de travesti en “La hamaca loca”. −Entonces, ¿es cierto que has estado allá antes? −preguntó uno de los armados, con voz trémula. −Así es −contestó Quimbiurco−, pero no hay por qué asustarse de tener culillo. Todo el mundo tiene miedo, incluso Rambox. Es lo mejor que te puede pasar porque si no sientes miedo es que estás muerto. Rieron, inquietos, y luego se pusieron a acomodar sus cosas bajo las hamacas. Antes de retirarse a dormir, Quimbiurco pidió a Lucas que lo acompañara un momento afuera. Una vez allí, le dijo en voz baja: −Oye, Patitas, quiero confiarte algo antes de partir para ese infierno. Todo el mundo tiene algún secreto. El mío es estar aquí para no volver a prisión... Sí, escucha. Fue al salir de una cantina en el Guasmo, donde vivo. Iba caminando solo y estaba ya lejos de la taberna cuando se acercó un tipo armado de un chuchillo enorme para robarme. Esa noche se me había pasado la mano con la pepa y, sin pensar dos veces, le hundí mi navaja en la panza. Un reguero de tripas, esa huevada. El man gritó y tuve que rematarlo. Aunque estaba oscuro, temí que los de su pandilla hubieran oído los gritos y cayeran sobre mí para vengarse o mandarme nuevamente a la cárcel, donde he estado un par de veces por nada. Odio ese lugar, ñaño: pura trinca, ajustes de cuentas, mariconadas... Encima, si no tienes suficiente billete, hierba o polvillo blanco el encierro se te hace insoportable. Empecé a correr hasta alcanzar la carretera y, una vez allí, caminé por el filo hasta el amanecer. Entonces, al pasar cerca de un cuartel, vi la convocatoria a voluntarios y se me iluminó el coco. Dije: “Estoy salvado, mamacita”, porque a nadie se le ocurriría buscarme en el frente. Así fue. Ahora quiero pedirte un servicio. Te daré la dirección de mi viejita. Si caigo en el frente, tomas esta medalla que ella me puso −apuntó hacia el colgante bajo la camisa−, vas y le cuentas que su hijo no murió en la cárcel como un hampón cualquiera sino como un héroe del Cenepa, defendiendo la patria con honor. ¿Me prometes? −Te lo prometo −contestó Lucas, conmovido. −Dame esos cinco, compadre −dijo Quimbiurco extendiéndole la mano.
6
−Nuestra misión es limpiar la trocha y atravesar el río −anunció Rambox a sus hombres a la mañana siguiente−. Desde allí nos abriremos paso en dirección a nuestras trincheras, en la zona de combate. Durante la travesía, fíjense en las tarjas y no den un paso sin cerciorarse de que no haya minas. Si detectan un artefacto de esos, se detienen y avisan para que los expertos del grupo lo desactiven. Avanzaban bajo la obscena y perversa amenaza de la muerte, tanteando el terreno centímetro a centímetro. El suelo cubierto de lodo, maleza y hojarasca sólo permitía despejar un pequeño tramo cada jornada. Cuando llovía mucho, volvían al campamento por el camino andado para asearse, comer y descansar antes de proseguir la tarea. Nadie, excepto Quimbiurco, se atrevía a salir del descampado por la noche. Se adentraba unos metros en la selva y prendido de la rama de un árbol, cual quiróptero, fumaba medio pitillo de marihuana. Era la mejor hora porque, además de las tinieblas, se levantaba en la selva un griterío salvaje que ocultaba todos los otros ruidos de la tierra. El cuarto día, el comandante se puso más serio que nunca y anunció a sus hombres que la hora decisiva había llegado: −La hora decisiva ha llegado –les dijo textualmente. La brigada atravesó el río y abordó el helicóptero “Puma” que la esperaba. A pocos minutos de vuelo zigzagueante, la aeronave aterrizó en un calvijar, a escasos cien metros de las trincheras. Al desembarcar el último hombre, otro grupo de soldados emergió de los arbustos, para evacuar a los muertos y heridos que acarreaban del frente. Al partir la aeronave, Rambox ordenó a sus hombres reemprender la marcha sin pérdida de tiempo a fin de alcanzar su destino antes de que recrudecieran los enfrentamientos. La brigada se puso otra vez en movimiento. Pese a la trocha trajinada, era difícil avanzar. A cada paso tropezaban en raíces jabonosas y debían reptar como alimañas entre las nervaduras. Llegaron finalmente al destacamento de primera línea de Tiwintza, una zona umbrosa donde el verde de la selva circundante era más oscuro que el mismo negro. Grandes árboles se levantaban temblorosos sobre una colina que rezumaba barro y niebla. Al pie de los inmensos troncos, entre las raíces multiformes, se abrían las bocas de las trincheras cubiertas por redes de camuflaje y hojarasca. Agazapados dentro, los soldados parecían larvas carcomiendo sus entrañas. La lluvia caía en gruesos goterones, imprimiendo a la oscuridad verdosa un carácter de vaga pesadilla. Lucas y Quimbiurco gatearon juntos hasta uno de los agujeros. Pallares, atrás, reptaba como un lombriz. Adentro los esperaban cinco hombres de rostros pintarrajeados. En la penumbra húmeda distinguieron las siluetas duras de metrallas, bazucas y morteros. Montadas en arietes, las armas apuntaban amenazantes hacia el Este. −Ayer nos bajamos dos aviones −dijo una voz. −No tardarán en venir más −vaticinó otro−. Están con la sangre en el ojo. Los recién llegados recibieron las instrucciones del jefe del grupo y se pusieron a fumar en medio de una tregua tensa. −Rambox tenía razón −comentó el Jebucho Pallares entre dientes−. El bohío que dejamos era un hotel de lujo comparado con este hueco. −Pero al menos aquí puedes pegarte un pito en paz −contestó Quimbiurco, quitándose el casco para dar un respiro a sus móviles orejas. −Veo que sigues igualito, Quimbiurco −dijo alguien con voz cavernosa. −¿Quimbiurco...? –preguntó, volviéndose hacia él, el que comandaba la trinchera−. Me suena tu nombre. ¿Estuviste antes aquí? Quimbiurco asintió, algo inquieto por la pregunta. −¿Qué haces aquí de nuevo? −inquirió el suboficial al mando. −No puedo vivir sin ustedes, papis −bromeó, emitiendo un ruidito de roedor. Todos rieron y, más relajados, se trenzaron en una conversación circunstancial. Era una tregua traidora, en la que se agazapaba la certidumbre de estar a merced de un mortal peligro, odioso al alma, y peleado con la razón. Al caer la tarde sobre la espesa cimera de las frondas, captaron las primeras señales de radio. Eran de alerta roja: la base del centro de comando les prevenía de la inminente incursión de aviones enemigos. −Esos cabrones nos quieren sacar de aquí como sea. −Tendrán que venir en submarino atómico a mando del Chino −bramó la voz del jefe de trinchera. Risas, luego silencio y una inmovilidad mineral. Aquel reposo estatuario se rompió minutos más tarde cuando, de súbito, empezó a caer una lluvia de fuego del otro lado de la línea y desde los bombarderos que cruzaban el cielo nuboso en vuelo raudo y vibrátil. Rojos centelleos alumbraban la penumbra de la selva, acompañados de retumbos y salvajes chillidos de micos y pájaros en espanto. En medio del demencial alboroto, los hombres, empapados de lodo y sudor, repelían valerosamente los ataques. Dos aviones reventaron en el aire, alcanzados por misiles defensivos disparados desde los destacamentos vecinos. Las explosiones acosaban la selva con golpes sordos, rajaduras y gritos que dejaban un eco violento en las tinieblas. De pronto, un rumor colosal de aspas anunció la presencia de helicópteros artillados. Surgían de la espesa bruma como insectos del infierno. Todo se cubrió de un estruendo cimbreante, las copas de los árboles se agitaron con violencia y una nueva lluvia, esta vez cerrada, de granadas y artillería aérea se vertió sobre las frondas, esparciendo coletazos de fuego roto y astillado. Fue como el paso fugaz y devastador de un huracán. Un silencio ultrajado se abatió luego sobre la colina. Dentro de las trincheras, los soldados tenían los rostros salpicados de fango y sangre. A algunos les brotaban ojos espectrales; otros, inmóviles, semejaban vacías calabazas. Quién podía decir si estaban vivos o muertos. Entonces, como si las fuerzas de la selva hubieran esperado su momento en aquella dislocada coreografía del mundo, las nubes se agolparon al instante y empezó a llover torrencialmente. Llovió sin parar durante dos días seguidos, como si la jungla ancestral quisiera lavar sus entrañas de toda huella perversa de destrucción y de muerte. La humedad parecía pudrir las correas de los fusiles, las suelas y la misma piel. A punto de terminarse las municiones, cuando los hombres habían enterrado ya a los caídos, llegó un nuevo mensaje de radio: los soldados habían defendido con honor y coraje el bastión; los ataques enemigos se habían desplazado a otros puntos; el pelotón sería relevado de inmediato por una nueva brigada; debían volver al claro, a través de la trocha, evacuando a los heridos. La noticia causó una mezcla de alegría y desasosiego. Los soldados estaban extenuados, hambrientos; las ropas, anegadas bajo la lluvia incesante. Apenas se pusieron en marcha, constataron la dificultad y peligro de la misión. Los helicópteros enemigos habían soltado cientos de minas en la zona y debían rastrear, olfateando casi, la trocha cubierta de fango. El menor crujido producía sobresaltos. −No podemos seguir así −dijo Rambox, jadeante−. Dejaremos el armamento a un lado para recuperarlo después. Debemos avanzar con los heridos, antes de que esta trocha se convierta en río y arrastre hacia nosotros las minas. Liberados de peso, los hombres reanudaron su marcha milimétrica de caracoles cautelosos. Quimbiurco, Lucas y Jebucho iban uno detrás de otro. De pronto, los conscriptos Guamán y Bejarano que iban delante tanteando el sendero saltaron por el aire, arremolinados en una explosión compacta y violenta. La selva se llenó de maldiciones y lamentos.
7
Dos días más tarde, el flamante suboficial de reserva Lucas Rivera se despertó en la cama del hospital militar de Gualaquiza. −Tuvo suerte, Rivera −le dijo el cirujano de turno−. Gracias a los soldados que iban delante y que resultaron muertos, las minas arrastradas por el lodo de la trocha no le mataron a usted también. Fue herido en la ingle derecha por un puñado de esquirlas, pero el fajo que llevaba en el bolsillo le salvó que una inminente emasculación. Aun así, tuvimos que operarle para extraerle las muescas y evitar una infección general. Espero que todo haya salido bien... ¿Cómo se siente? ¿Le duele algo? Sólo entonces Lucas tuvo conciencia de que le dolían las entrañas, la piel, los sentimientos y, por primera vez, la patria. Esa misma noche recibió la visita de Quimbiurco. El montubio irradiaba una alegría contagiosa. −Es increíble, compadre, ¡estamos vivos! −¿Y Pallares? −Vendrá a verte esta tarde. Está bien, pero el man se ha achicado un poco y ha cambiado hasta su forma de hablar. Dice que terminada la guerra se hará pacifista. −¿Y qué harás tú cuando la guerra termine? –inquirió Lucas. −¿Yo? Bueno, creo que luego de salir victorioso de Tiwintza sólo cabe una opción –pronunció “occión”−: volver al cuartel en forma de estatua. Pero hasta que me fundan, trataré de arreglar mis asuntos pendientes con la Poli y regresar al Guasmo; mi viejecita me necesita; por ella soy capaz hasta dejaría la hierba, bróder. −¿Y tus perseguidores? −Ya no les temo, porque, viéndolo bien, actué en defensa propia. Antes tenía mis miedos, mis cobardías, pero ahora no me amilino por nada. −Amilano, soldado, amilano –le corrigió Lucas. Rieron como antes, como en el cuartel, como en el hueco de la trinchera cuando arreciaba el miedo y se mofaban de los zancudos para templar los nervios.
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