Francisco Santana Segura
Ecuador, 1968. Estudió Periodismo, Diseño y Literatura. Trabajó como albañil, diseñador, redactor creativo, periodista y bartender. Ha escrito para los diarios El Universo y El Telégrafo, y para las revistas SoHo y Mundo Diners de Ecuador. Autor de los libros Historia sucia de Guayaquil y Pequeñas historias cochinas; también de Ecuador escondido: Crónicas.
Fue profesor de Redacción Creativa en la Universidad Casa Grande de Guayaquil. Escribe poesía y durante algunos años mantuvo el espacio Poeticanto, en el bar galería Barricaña de Guayaquil.
A veces
no hay escape
Yo
quería escapar de tanta mierda que me tenía prisionero. No soportaba a mi jefe.
No soportaba el trabajo. No soportaba a la dueña de casa que me
alquilaba el
departamento en La Ferroviaria. Era una vieja dentista que jodía por cualquier
cosa y me tenía podrido. No soportaba la porquería de colectivo que tenía que
coger todos los días para ir al sur a trabajar en el periódico. En el trayecto
me demoraba una hora; era como pegarse un viaje a la playa más cercana. No
soportaba a Guayaquil con su bochorno, el sol ardiente, el calor desmesurado,
infernal y su escándalo tropical. Es como
estar embutido dentro de una olla a presión, pero con toda la vaina jodida y la
bullaranga que no hay manera de tolerar. Así que la mañana de un
miércoles agarré una mochila, metí un poco de ropa, un libro de Gesualdo
Bufalino, una botella con un concho de Caña Manabita y salí disparado del
departamento. Estaba embalado. Decidí no ir trabajar. Que se jodan. Tenía 137
dólares, con eso podía aguantar algunos días si apostaba tranquilo.Cerré
la contrapuerta de metal y bajé saltando los escalones. Vi a los guardias
sentados en una banca de madera del pequeño malecón que conversaban entre
risas, vestidos con sus ridículos uniformes, sus pitos y sus toletes relucientes.
Y ellos saben que tampoco los soporto. Pero de todo eso, lo que menos soportaba
era a la dueña de casa. Era una loca que a veces cerraba el control del agua y
nos dejaba hundidos en la mierda. Me parecía que era una miserable forma de
demostrar su poder. Cuando llegué a ese departamento todavía estaba vivo el
padre de la dentista. Era un buen hombre que se murió después de una operación.
Entonces las dos hijas, viejas y solteras, se quedaron con la casa y se
convirtieron en las cobradoras. La desgracia llegó con ese cambio. Casi de
inmediato, luego de la muerte de don Julio, las hermanas aumentaron la renta a
todos los tontos que aguantábamos ahí. El que no aceptaba el nuevo precio, podía
marcharse cuando quisiera. Nos hicieron una buena jugada las viejas cabronas esas.
Y entonces tuve una visión: la muerte de un ser humano puede convertirse en la
bendición de otro.
No
me gustan esos pensamientos, así que aparté esas tremendas visiones de
desgracia que las viejas solteras metieron en mi cabeza con su actitud avara y
despiadada. Claro que de vez en cuando aparecen las visiones, retornan como un
vientecillo de angustia, sobre todo
cuando me quedo solo por las noches y todos los ruidos del mundo se han
marchado. A veces no hay remedio y salgo a contemplar la velada oscuridad del
cielo sin estrellas y el horizonte anaranjado que, en ocasiones, se agita en el
fondo de Guayaquil. Solo, observo la nada que la vida de todos los días deja
como premio al esfuerzo de tantos seres humanos que luchan en vano por el
progreso de la sociedad. A esa hora todo se me antoja vacío y sin sentido.
Ironías y estupideces que se aglomeran en mi aturdida cabeza. No hay que ser
sabio para saber que estamos mortalmente atrapados en el continuo y diario
divagar, sin conseguir más que retrasar el impostergable retorno al origen.
Todos somos culpables de nuestra falta de libertad. Me tomo un trago de
aguardiente y la calma regresa de manera lenta, y entonces siento que ya no
estoy tan solo en esta vendida ciudad de dioses falsos.
Ahora
la cosa era no meterme terror ni hacer ninguna locura. Cuando estás al borde
siempre haces alguna estupidez. Cualquiera que ha vivido salvajes noches de
perdición sabe que no hay que tomar decisiones importantes cuando estás
alterado o triste. Había que darle suave y procurar respirar con calma, avanzar
despacio. Plantar cara al peligro pero sin nada de pánico.
Pasé
por la tienda del barrio y compré otra botella de Caña. Pensé en llamar a
Cecilia. Estuve dando vueltas alrededor del teléfono de la tienda mientras me
comía un sánduche con mantequilla, queso y mortadela. Hacía dos semanas que no
sabía nada de Cecilia. La última vez que nos vimos, se fue muy cabreada por
unos comentarios que hice sobre su ropa. ¿Por qué mierda habré dicho eso, si yo
no sé nada de cómo funciona la moda? Lo reconozco, a veces hablo demasiado. No
lo puedo evitar. Es muy difícil morderse la lengua, cerrar la boca y callar.
¿Alguien sabe cómo se logra aquello?
Mientras
daba vueltas, pensé que ya era hora de hacernos un ataque sexual. Siempre es
mejor descargar los demonios con alguien de confianza, con alguien que te
quiera aunque sea solo un poco; aliviar la carga de tantas cagadas que hacemos.
De las estupideces diarias que fabricamos. Nunca me olvido de la frase de mi
tío Manuel: “Somos una fábrica de estupideces. Nada más que eso”.
Pero
al final no la llamé. Me dije que, al menos por ese día, era mejor enfrentarme
solo al demonio de la soledad. La sabiduría es un camino en solitario dicen los
chinos. Algunas mujeres meten mucho ruido, demasiada fiesta. En lo personal
creo que todo esto es una locura, que todo acabará mal por mucho que uno trate
de evadirse. Aunque uno siempre lo intenta. Tira y tira de la cuerda de la vida
hasta que ya no queda de donde agarrar. Aún así uno se aferra al último pedazo
de soga. Puede ser que en algún momento te canses, sobre todo cuando la miseria
avanza y contamina el espacio a tu alrededor. Nada puedes hacer contra la
aplastante realidad de la miseria. Te mira directo a los ojos y te canta esa
canción donde la miseria es lo único que domina la melodía, no hay nada más.
Entonces sabes que estás recontra perdido. Ahí es cuando la cuestión aprieta y
uno quiere mandar todo pa’ el carajo. Terminar con la pesadilla. Pero no hay
salida fácil. Cada cual tiene su historia. Vivir requiere mucha valentía. La vida es solo una carretera
solitaria en la que veces nos encontramos con alguien mientras vamos de viaje.
La vida es una historia que nadie puede entender. Siempre
te mata. Sino te mata, te hunde las naves, destruye tu cosecha, o te deja solo.
De todas maneras escapar un rato es necesario para apaciguar el espíritu. Hay
que darse el chance y volar sin pensar demasiado en que abajo nos esperan las
rocas donde nos haremos pedazos.
Cecilia
es una mulata que está como para levantarle una estatua en el parque Centenario
de Guayaquil; más que eso, en el Central Park de New York. Pero me aguanté las
ganas de llamarla. No quería que me tomara como un perro que no puede vivir sin
un hueso. La virtud es algo que se cultiva con la resistencia. Hay que tener
fuerza de voluntad, me decía mi entrenador de box. Resistir, siempre resistir
hasta que ya no puedas más. Tienes que dejar de ser una persona corriente y
convertirte en un hombre de acero. El tipo martillaba mi mente con frases de
superación, parecía que tenía un libro de donde sacaba cada día alguna tontería
de esas que nadie sabe quien inventó: “El éxito solo está reservado para los
fuertes de espíritu y los valientes. Nadie te dará nada, tienes que tomarlo con
decisión. Abandona la desidia, el Universo te pertenece. Lucha por tus ideales,
esfuérzate por ser feliz”. Escuchando esas palabras, pasé años en el gimnasio
cultivando el cuerpo y la mente. Puliéndome. Trasformado mi físico en una
máquina de golpear. Yo, que tan solo era hierba en el lugar equivocado, un ser
que vagaba con desesperación por este mundo tratando de encontrar un lugar que
pudiese llamar mío. Un pedazo de corazón también, ¿por qué no? Tuve que hacer un
rincón para los sentimientos, esconderlos. Sacar lo peor y dar lo mejor. Al
final en una sola pelea se acabó todo. Una puta pelea de campeonato. Casi lo
logro. Fui uno más que se quedó al borde, a un miserable golpe de lograrlo.
Cecilia
y yo dejamos a un lado dos años que llevó nuestra relación porque ella quería
trepar alto en la escalera social. Hacerse con una buena porción del pastel
trabajando en una oficina del gobierno. Convertirse en alguien importante que
toma decisiones importantes que afectan la vida de los demás. Aunque ella sabe
que todo afecta la vida de los demás: cada cosa que hacemos o dejamos de hacer.
Pero el dinero es importante para construir el falso sueño de una vida mejor.
Cecilia necesitaba dinero, porque, a punta de golpes y maltrato, había
comprendido, que cuando la pobreza avanza, es como una fuerza indetenible que
destruye el alma. Ella estaba cansada de la miseria y la pobreza. Ser pobre no
tiene nada glamuroso, decía. Andar con calzones rotos y el culo sucio no ayuda
a nadie, solo te hace peor persona. Quería salvar el alma a su manera. Cuando
se fue le dije: No me tuviste paciencia. Mi corazón siempre ha sido mi enemigo.
Pero mi corazón compensa mis defectos. Y ella lloró. Yo también lloré cuando
Cecilia ya no estaba. Pero no se lo dije. Soy un cobarde, lo sé. Cuando lea esto
también ella lo sabrá. Ahora nos vemos cuando no aguantamos la distancia y la
soledad. Creo que de alguna manera nos queremos. Siempre nos vamos a querer
aunque nos duela. El amor es una cosa boba. Aunque también podría ser una cosa
buena, como canta Elis Regina. Pero ahí vamos todos sin pensar demasiado, sin
darnos respiro, detrás de esa cosa boba y loca. A veces no hay escape. Uno
tiene que seguir y dejar de lamentarse.
Después
del sánduche me fui. Cogí un taxi y llegué al Terminal terrestre. Un montón de
gente intentó venderme cualquier tontería. Gente pasando como moscas en un
mundo que no es de nadie pero algunos se creen los dueños. Los insectos volando
sin rumbo de aquí para allá, y los hijueputas que controlan y dominan la
cuestión también vuelan, solo que ellos nk se ensucian, ni sudan, ni se rompen
el culo corriendo detrás de las cosas necesarias para vivir, que, para casi
todos, son imposibles de conseguir. Casi no hay margen dónde elegir. El asunto
está en sus manos. No sé cuál situación es peor. Sentí eso que me da de vez en
cuando, en ocasiones cuando soy demasiado consciente de la desgracia de los
seres humanos, pero no sé cómo se llama, ni que mierda es, ni de qué se trata;
solo es algo que me da y sobrepasa mi capacidad de comprensión. ¿Quién puede
entender el sentido efímero de las cosas? Creo que es una especie de aflicción.
Debe ser eso, pero tampoco estoy seguro. Solo soy un hombre repleto de dudas.
En
el bus, un colombiano vendió un montón de ridículas artesanías. Buen negocio,
creo que el chofer, el ayudante y yo fuimos los únicos que no compramos nada.
Al fin llegué. Fui directo a la playa con el sol mirándome de frente. Me bebí
la botella de Caña con Cecilia en mis pensamientos y recostado a un palmera que
no tenía cocos. Después de un rato me dormí. Cuando desperté ya la tarde estaba
pintada de naranja violeta. Comprobé que tenía los bolsillos vacíos. Me habían
pelado los 137 dólares. Me fui caminando sin rumbo entre el aire frío del
atardecer, dejando un miserable rastro en la arena, y casi me pongo a llorar.