El misterio del Mortecina
A Freddy Avilés
En
el barrio vive un hombre que huele a muerto. Jamás se lo ha visto conversando
con alguien, y aún así, es el más conocido a cuatro cuadras a la redonda. Su
olor se nos impregna en la ropa, en las sábanas, en las uñas. Todos lo llamamos
Mortecina. Según dicen, nunca ha
trabajado de enterrador o pintor de lápidas; no es constructor de ataúdes, ni
labora en algo que tenga que ver con cadáveres. Su hedor siempre ha sido
nuestra incógnita.
Al
llegar la tarde, cuando todos suelen llegar a casa y las familias disparejas
están completas; cuando nuestros umbrales se convierten en ventanas y las
piscinas inflables que los niños han sacado a la calle tienen el agua turbia; a
esa hora, podemos verlo, caminando a paso lento, con su mirada ida que le
permite observarlo todo. No detenerse en un objeto específico le daba una
capacidad increíble para analizar la totalidad del espacio. Sin ver a ningún
lado esquivaba ciclistas, alcantarillas, vendedores de legumbres, cruzaba
veredas y respetaba el pare.
Los
perros callan cuando el Mortecina está cerca y nosotros nos convertimos en
insectos ansiosos; sacamos la lengua y hacemos sonidos extraños. Nos volvemos
idiotas.
Tenemos
la costumbre de cargar pañuelos humedecidos con Menticol en los bolsillos para
evitar las reacciones involuntarias. Muchos lo hacen cuando él no está. Hasta
el boticario del barrio ha sacado promociones muy buenas: mascarillas
mentoladas más baratas por docena, 5 pañuelos a 3 dólares, cucharas de acero
especiales para calentar mentol, de todos los tamaños; hasta vende cartillas
promocionales con bono. Por cada tres ponchadas, regala 2 pañuelos mentolados.
Nos hemos acostumbrado a ese olor terrible y el boticario se lucra con ello.
Sabemos que es culpa del Mortecina, pero a nadie le incomoda.
Cuando
lo vemos pasar, aspiramos lo que tenemos y unos cuantos se salvan. Babeamos
como idiotas, reímos como idiotas, aplaudimos como idiotas. El efecto dura poco y muchos perdemos la
conciencia por segundos.
Dicen
que si lo ves a los ojos, mueres después de 12 horas. Así ya se han ido
cinco. Un día velaron a Marlon, el
pelotero. Los del equipo se percataron de que el Mortecina lo había mirado a
los ojos y decidieron preparar el entierro rápidamente antes de que él muriera.
Marlon optó por acompañarlos. Tuvo oportunidad de escoger el color de la caja,
cocinar el seco de gallina, comprar licor y arreglar un poco la sala. En pocas horas el barrio entero estaba en su
casa y en la acera. Todo estaba listo, menos su cuerpo. Antes del medio día ya
había desaparecido.
Al
Mortecina nunca se lo vio llegar con canastas del mercado y jamás iba a la
tienda a comprar comida. Algunos decían que se alimentaba de cuerpos en
descomposición y que seguramente el pelotero era su cena de esa semana.
En
la tarde, Marlon apareció borracho. Estuvo en su propio velorio. Comió, bebió y
se fue. Nunca más lo volvimos a ver. Dijo que se iba a encontrar en una cantina
con la muerte. En este barrio no se sabe quién está vivo y quién muerto, así
que morirse da lo mismo.
Al
Mortecina yo le había cogido cariño. Él era el responsable de sacar a flote los
deseos más fervientes de cada uno de nosotros antes de la muerte. Yo había
hecho mi primer año viejo de 7 metros; Fátima estaba recién llegada de Europa,
cumplió su sueño de hacer el baile del tubo en un cabaret; y mi abuela ya se
había bañado en chocolate junto al instructor del gimnasio. Nos conformábamos
con poco y estábamos contentos.
No
vimos al Mortecina durante una semana después de ese entierro. Yo lo extrañaba.
Muchos habían dejado a un lado la costumbre de aspirar mentol en las esquinas y
yo había optado por tener una nueva: sentarme al pie de su puerta y esperar,
percibir algún sonido o movimiento.
Me
decidí por dormir y comer afuera de su casa. Llevé sábanas, comida enlatada y
varias mudas de ropa. Pero no hubo nada. Respeté su espacio. Quizás los muertos
también tienen derecho a tomarse una siesta. Su puerta de madera tenía una
aldaba de acero en forma de león, tuerto y con la lengua afuera. La vida sería
más divertida si se la ve con un ojo, los objetos y las personas parecerían
estar ubicadas en una posición que no es del todo real. Me imaginé ahí,
instalado al igual que una cabeza de un animal cazado, cortada y disecada como
recuerdo de haber estado vivo.
El
león me veía con la mirada gacha, insistente, desesperada. Me sacaba la lengua,
me guiñaba el ojo, me sacaba pica. Yo era el cómplice idiota. Sabía que
guardaba el secreto del Mortecina y solo tenía que acercarme a la puerta para
que me lo dijera. Ladeé mi cabeza. Mi oreja tocó su lengua helada y metí mi
mano al bolsillo para coger mi pañuelo.
Esto
es lo último que recuerdo de ese episodio. Sin darme cuenta, me encontraba
adentro. No sé después de cuánto tiempo. Pero estaba ahí, de pie, dentro de la
casa del Mortecina. Parece que me dio uno de esos ataques. Babeaba. Sentí que
mi cabeza se movía como una abeja polinizadora que vuela en círculos,
embriagada por el aroma de las flores.
Los
movimientos involuntarios se fueron yendo de a poco. Seguí caminando y percibí
un ligero olor a jazmines. Di pasos rápidos y el olor se fue acrecentando.
Sentía que me elevaba del piso, perseguía ese aroma que era cada vez mayor. Me
detuve. Del techo colgaban más de 100 fundas llenas de agua. Aquí se tiene la
costumbre de guindar en el tumbado dos o tres para espantar moscas. El
Mortecina había multiplicado las lupas caseras para que los insectos se vean
como monstruos y sus ojos se multipliquen como la peste. Ninguna zumbaba.
En
una pared blanca estaba dibujado todo el barrio. Era un mapa hecho a mano con
carboncillo. Las calles estaban pintadas de diferentes colores. Supongo que
cada color marcaba recorridos diferentes. Ninguno se dirigía a un lugar en
específico y todas las rutas eran zigzagueantes. El barrio era una encrucijada.
La
casa parecía la de una abuelita estancada a finales de los años 50, metódica y
fanática del Pop Art. Los objetos brillaban, habría jurado que alguien recién
había terminado de limpiar la sala. Continué mi búsqueda. Tenía que
encontrarlo. De lejos, vi una mecedora. Me dio la impresión de que se movía. Me
acerqué más para cerciorarme, pero siempre se mantuvo estática. La imaginación
puede darnos pistas de fragmentos del otro mundo paralelo que nos espía.
Frente
a la mecedora, sentado en un sofá kitsch estaba
el Mortecina. Su aspecto era un ejemplo del verdadero retrato post-mortem que
se hacía en el siglo XIX. Estaba más muerto que nunca. Me acerqué para comprobarlo. Primer indicio:
no respiraba. Segundo: no tenía pulso. Tercero: estaba caliente. ¿Cómo un
cuerpo muerto puede estar caliente? Su aspecto era cadavérico, descompuesto.
Creo que estuvo así por toda esa semana de ausencia. ¿Y seguía caliente? ¿Por
qué seguía caliente? Tenía todos los indicios de un cuerpo muerto, menos la
fetidez y temperatura. Olía a jazmines.
De
reojo pude ver cómo la mecedora se movía. La miré detenidamente y nada. Estaba inmóvil, al igual que el Mortecina. Me
acerqué. No pude aguantarme las ganas, mi nariz era una mosca que curioseaba su
cuerpo exquisito, balsámico. Olfateaba como un canino desquiciado, recién
salido de una jaula. Llegué a su mano y me percaté de que le faltaba el dedo
índice, parecía recién cortado.
Percibí
otro olor inconfundible e inmediatamente toqué mi pañuelo. Vino como un mal
aire, sentía que alguien estaba detrás de mí, tocándome la espalda
insistentemente, requiriendo mi atención inmediata. Giré. Era el olor a muerto
al que estaba acostumbrado. Al mezclarse
con jazmines se convertía en una combinación que zarandeaba a cualquiera. Ese
día supe a qué huele el portal utópico donde se encuentran las antípkdas.
Mis
ojos se quedaron instalados en la mecedora, abiertos como dos bocas asustadas.
El índice descompuesto y putrefacto se mecía apaciblemente en la mecedora.
Salí
de la casa corriendo. Miré para atrás y vi al león. Su cara estaba más
deteriorada y el párpado gacho le llegaba a la mejilla. Aceleré mis pasos por
la calle. Los vecinos me miraron con sus
pañuelos en la nariz, temblando, babeando… Solo unos cuantos se salvaron. En 12
horas iban a estar de luto.
Mientras
me alejaba, el pantalón empezó a hacerme cosquillas. Toqué por fuera.
-
Ya no corras -me dijo el dedo desde mi
bolsillo- soy yo el que buscas.
La jaula de los esperpentos
A Freddy
Avilés
Aparecer viva y sin ninguna pinta de sangre en la
primera plana del diario amarillista más famoso del país, te asegura la fama de
por vida.
-
¡La matagallinas fue enjaulada! ¡La
matagallinas fue enjaulada!- voceaban todos los vendedores de periódico a
primera hora de ese día.
Me hice pasar por la Gallareta, la asesina más buscada
de gallinas y ya tengo una semana en cana.
Averigüé todo su récord policial para representar bien su papel: 37 años.
Esquizofrénica. Alzheimer. 176 gallinas robadas. 41 colgadas en el umbral de varias casas. 621
mutiladas. 6 cabezas encontradas en las loncheras de los niños de una
guardería. 11 patas pegadas debajo de las bancas de la Catedral. Se sospecha
que fue la causante de la aparición repentina de 34 gallinas teñidas de azul y
amarillo en el centro regenerado del pueblo. Unos dicen que estaba haciendo
campaña política. Otros, que era cocinera y vendía caldo a un dólar. De seguro
ella me había visto en la nota.
Yo era su fan número uno. Hice un criadero de gallinas en el patio
trasero de mi casa para poner en práctica mis ideas. Mis primeras acciones
consistían en suturar dos gallinas por su carúncula. Las dormía primero, para
que los vecinos no sospecharan. Utilizaba plantas de valeriana, las mezclaba
con agua y Lexotan. Se las daba con jeringa después de hacerles cariñitos para
que no hagan ruido.
La gente ni se imagina que la Gallareta no es
responsable de todo lo que se le acusa. Yo construí más de la mitad de su
historial policiaco e hice cosas que los pacos nunca registraron. Las acciones
que realizábamos individualmente en la ciudad se convirtieron en nuestro
vínculo. Nunca nos habíamos visto físicamente, ni conversado. Sabíamos que
éramos mujeres y que esta obsesión a la cual nos entregábamos, -mágicamente-
nos obligaba a pertenecernos.
Un día antes de entregarme, suspendí una importante
suturación entre gallinas. Siempre me llamó la atención una de ellas. Nunca se
integraba con las demás y la distinguía por su ojo anaranjado. Ese día me miró
raro. Su cabeza estaba de lado, paralizada, como si estuviera observando un
gusano que se escapa lento, sin conciencia de la muerte. Fue inevitable. Pensé
que la Gallareta había tomado la forma de ese animal y esperaba algún despiste
para atacarme.
Siempre imaginé cómo era su aspecto y nunca pude
determinar una sola forma: una mujer con alas, enana con plumas, hermafrodita
con pico y cresta. Sabía que no era humana o que, por lo menos, eso era lo que
ella creía.
Suturar se volvió un vicio. Empecé a adicionar partes
mutiladas de gallinas a mi propio cuerpo. Las disecaba antes, utilizaba formol,
cristales… Mi casa parecía el aviario de un experimentador obseso. Tenía
frascos llenos de formol que contenían partes amputadas del cuerpo de esos
animales. Las momificaba, me momificaba,
me travestía con ellas.
Llegué a tener 45 patas pegadas a mi cuerpo y una
cabeza de gallina en cada hombro. Me había convertido en una siamesa trilliza,
un cuerpo tripartito, divino, fanático de la mutilación y los esperpentos. Mi cuerpo era mi propio traje.
Cuando llegué a la cárcel, se alarmaron tanto que
llamaron al cura del pueblo para que me sacara los demonios; el cura llamó a un
psiquiatra; el psiquiatra a un doctor; el doctor, a un abogado; y el abogado, a
una vidente. Me quitaron todo. Ahora solo tengo cicatrices, picoteos de aves,
mordisqueos de moscas, cenizas de un ave fénix que no resucitó por ser
desperdigada, amputada.
Me tiraron agua bendita. Hicieron que dibujara y dijera qué imágenes
veía en unos garabatos: gallinas, gallinas, decía yo. El doctor me quitó las patas, las cabezas y
me regaló un frasco de alcohol. El abogado trataba de encontrar una razón
lógica, y la vidente continuó visitándome de vez en cuando para hacerme baños
contra el mal de ojo.
El tiempo de visita había terminado hace unas horas y
sentía que alguien estaba dentro de mi celda. Escuché susurros ininteligibles
debajo de mi cama. Cada vez se hacían más fuertes, eran carcajadas demoníacas
de cigueñas-arpías, de esas que llevan el insomnio en el pico, como
acostumbran, para aventarlo a mis párpados. Ya no eran murmullos, eran gritos.
Tenía miedo. Empecé a morerme y a golpearme la cabeza una y otra vez contra la
pared, hasta que el sonido más intenso se estranguló en el aire, como el
recuerdo del gruñido de un cerdo que acaba de morir.
Una gallina blanca salió disparada por debajo de mi
cama. Movía sus alas con apuro. Me miraba, pero no tenía ojos. Cualquiera
hubiera creído que alguien le dio un patazo debajo del colchón. Estaba alocada,
ansiosa… hasta que me vio. Se detuvo mientras yo seguía golpeando mi cabeza
contra la pared. Me dio la ligera
impresión de que su cuerpo crecía poco a poco, mientras se acercaba tímidamente.
Quedé hipnotizada con la hondonada de sus ojos, pude sentir que me introducía
en su cuerpo. La Gallareta estaba aquí,
conmigo.
Quería acariciarla, pero yo no tenía brazos. Se habían
instalado en su cuerpo en lugar de sus alas. Empezó a picotearme, yo era su
lienzo experimental donde la bebida era la sangre. Picoteaba mis cicatrices
para abrirlas de nuevo, rememorándome la misión impuesta por el destino de los
mutilados. De las heridas brotaron plumas blancas y dos alas en lugar de mis
brazos.
Veo a mi propio cuerpo frente a mí, descansando en un
lago de sangre que brota desde mi cabeza, sin insomnio. La Gallareta me toma de
las alas con su mano y salimos por la pared.
Mi cuerpo ya no me limita.