(Quito, 1975).
Estudió
Literatura en la Pontificia Universidad Católica de Quito y Lexicografía en la
Real Academia Española, en Madrid. Es autor del libro de cuentos Los objetos frágiles (2010). Ha sido
incluido en las antologías Cuentos
premiados (1999), Los invisibles
(2010) y Tiros de gracia (2012). Sus
cuentos y ensayos se han publicado en revistas como País Secreto, Letras del Ecuador, Línea
Imaginaria, Anaconda, Big Sur (Argentina), Suelta (Guatemala)
y Aceite de Perro (Colombia).
Dulces
Su madre había muerto.
Tuvo que regresar a la casa, sentarse en
el sofá, oír los murmullos de las vecinas. Las velas dispuestas alrededor del
cadáver rodeaban el bello ataúd que acababa de comprar y que ahora eludía
fijando su mirada en los intrincados rayones del piso, todavía notorios bajo la
gruesa capa de cera que lo cubría. El olor del pulimento
era casi irrespirable al mezclarse con el de los claveles que cabeceaban en las
cuatro esquinas del cuarto.
Quiso salir por aire. Se vio rodeado de
rostros antiguos. Estrechó manos llenas de pecas, escuchó pésames. Las mujeres
de cejas depiladas y caras brillosas, los hombres que interrumpían su café y se
desdoblaban para saludarlo, darle un abrazo con palmadas en la espalda y
palabras de consuelo. Amigos de su madre, gente del barrio. Tipos que olían a
viejo, a naftalina en los bolsillos de los ternos negros o grises.
Regresó. Dos niños —varón y hembra— se
apretujaban ya sobre el pedazo de sofá que había sido suyo. Le cedieron una
silla muy cerca del cadáver. Su madre no parecía tan vieja a pesar de lo blanco
del pelo. Siempre tuvo canas. Cuando era niño y vivía en esta casa, ella se
quejaba a diario de sus canas. También se quejaba del padre que él no conoció.
Entonces, era el mismo calor, el mismo
tóxico olor a limpieza. La abuela secaba los platos del almuerzo mientras su
madre tejía, con él mirando las vetas en las duelas del piso, dejando que la
aspereza de la lana se deslizara entre sus dedos. Los lamentos de la tejedora
eran tan largos como la fibra de la que iban saliendo bufandas y chalecos que
más tarde trataría de vender sin salir de la casa. En la cocina, la anciana
dejaba caer algo sobre el lavadero, a veces un puñado de cubiertos, otras, una
taza o un platito de té, y empezaba a murmurar mientras recogía. Los reproches
le llegaban amortiguados, casi inaudibles, iguales todos los días. Poco a poco
él fue traduciéndolos, leyéndolos en las medias palabras, en los pausados
gestos de las dos mujeres, que procuraban herirse despiadadamente mientras se
sonreían. Una tarde, cuando acabó de comprender, se escabulló a su cuarto y
buscó los caramelos que ambas le habían regalado. Metió puñados en su boca, los
sintió romperse entre sus dientes, se deleitó con el azúcar fundiéndose sobre
su lengua, arrastrándose por su garganta mezclada con su saliva. Con el dolor
de la mandíbula le llegó el sueño.
Al sentir la mano sobre su hombro, voltea
para encontrarse con las uñas amoratadas del vecino, que se despide porque ya
es de madrugada y al otro día debe trabajar. Se levanta, lo acompaña hasta la
puerta, vuelve a abrazar al anciano y a su mujer.
Mañana irá al cementerio. Por ahora ya no
necesita mirar el cadáver. Regresan el hambre, los recuerdos. Debió haber
preparado más café. Cuando murió su abuela hubo mucho, y copitas de licor. Los
asistentes masticaban volovanes, empanadas, hojaldres, bocaditos de leche, de
guayaba, de membrillo. Él no podía llorar, con su saco gris de cuello en v.
Escondido en la segunda fila trataba de ver lo menos posible el viejo cadáver,
comía dulces para señora y, casi con alegría, mantenía la mirada fija en la
raya del pantalón.
Por primera vez se sintió en paz.
Pero pronto, sin el montepío de la abuela,
el dinero empezó a faltar. Cada día su madre le exigía que no dejara el colegio
pero, al mismo tiempo, iba vertiendo sobre él la melaza de sus quejas. El perro
rasguñaba la puerta en busca de sobras que ya no sobraban. Empezó a trabajar.
Hubo dinero. Su madre siguió suspirando.
Recordando, se quedó dormido frente al
ataúd.
A la mañana siguiente el entierro fue un alivio
a pesar del espantoso dolor de espalda que le había dejado la noche acompañando
al cadáver.
Apenas se despidió de nadie.
Volvió tres semanas después, a arreglar la
venta de la casa, sin discutir mucho el precio, para alejarse lo más rápido de
su madre. El trato se cerró con un húmedo apretón de manos y una cita en la
notaría para el día siguiente.
Cuando el comprador se ha ido, recorre
nuevamente las habitaciones cerciorándose de que no haya ninguna luz encendida,
ningún grifo que gotee. Mira la humedad de los zócalos. Huele las polillas
afanándose en la madera de las puertas. La luz inclemente entra por las
ventanas sin cortinas.
Huye, sale a respirar el aire nuevo de la
calle, va descubriendo los lugares casi perdidos de la infancia, de la juventud
en este barrio de tiendas en cada esquina y geranios en los patios, con el sol
sobre la cabeza y las llaves de la casa bailando aún en su bolsillo.
Recorre las calles de sus años de empleado
en el banco, sueldo escaso pero suficiente, liberado por fin de la abuela
muriéndose en su cuarto, libre de la casa y de su madre. Cuando cobró su primer
sueldo, volvió sintiéndose seguro, con los billetes engordando su cartera.
Entregó la mayor parte y salió sin dar explicaciones.
Se sentía mayor, autosuficiente. Buscó una
cafetería y pidió un té. Miró a la mesera que le enseñó sus dientes —un poco
desiguales— antes de perderse tras el mostrador. Cuando regresó con el pedido,
sus senos temblaron en el escote mientras se agachó para entregarle la taza.
Demoró la bebida mientras la contemplaba atendiendo a otros clientes,
repartiendo mínimos gestos que hacían que la persiguieran con los ojos. Ella lo
sabía, pero se limitaba a refugiarse tras el mostrador lleno de pastas, bollos
de crema, croissants de chocolate.
Finalmente debió pagar. La chica le sonrió
nuevamente mientras dejaba caer la moneda en el cajón de la registradora.
Ahora, al terminar la calle, se encuentra
nuevamente con la misma cafetería o con
otra casi idéntica: las mismas mesitas en la terraza, los escurridizos pasteles
dentro de la vitrina giratoria. Entra y pide un té. Nuevamente lo atiende una
mesera joven, tal vez no tanto como la de hace años, pero ahora él es más
viejo.
No como entonces, cuando regresó al día
siguiente y pidió café. Esperó a que los parroquianos desaparecieran, vio cómo
ella los atendía, los despachaba uno por uno, coqueteaba con todos.
—Necesitas algo más— dijo finalmente,
acercándose a su mesa. Sus dientes resplandecían entre sus labios pintados.
Apenas debió esperar un cuarto de hora
para que ella acomodara la caja y se despidiera del dueño del local, que le
sonreía extrañamente y le murmuraba algo mientras la besaba en la mejilla y se
iba silbando. Salieron, se quedaron en la puerta unos minutos, tiritando, antes
de que ella le mostrara las llaves y le sugiriera volver a entrar.
Casi de inmediato se dedicaron a saquear
las vitrinas repletas de postres, sentados en el suelo, tras el mostrador,
empezaron comiendo un triángulo de chocolate ckn un fondo de coñac. Luego un
beso. Un pastel de requesón, canela y almendras. Terminaron con galletas de
limón y un vaso de agua que ella le pasa después de haber bebido, mientras
limpia su boca con el filo de la manga.
Luego más dulces y cuerpos, una gota de
jarabe resbalando por un vientre, hojaldre desmigajándose en el hueco de una
axila.
Después sólo se recuerda corriendo a casa
de su madre. Angustia y vómito. Hacer las maletas y salir esa misma noche. Se
estableció en otra ciudad, otros amigos, mandar puntualmente por correo el
dinero, pero nunca volver a estas calles. Su madre se redujo a una presencia
oscura, un sobre sin remitente que llegaba casi cada semana.
Se estableció en su vida de solterón, fue
ascendiendo, tuvo más responsabilidades, ganó mejor. Les ahorró a sus patronos
cada centavo. Llegó a ser empleado de confianza, sirviente de lujo, confidente,
lamebotas de planta. Se quedó en la oficina hasta la noche, todas las noches,
para no llegar a su departamento vacío.
Pero hace tres semanas llamaron por
teléfono, y luego fue el velorio, enterró a su madre y puso en venta la casa.
Le llegó la paz.
Volvió a la cafetería, a la mesera casi
idéntica que trae casi el mismo té. Es un poco más alta y, tal vez, más morena.
Ahora es él quien sonríe. Ella trabaja hasta mediodía, y por eso él debe
esperar. Pero no puede negarse, la arrincona con su aplomo y su Visa-oro en el
bolsillo. Compran juntos una caja de dulces y se van.
—¿Y tu carro? —le pregunta.
—Lo dejé en casa de mamá —responde, y
comienzan a caminar.
Ella va pensativa, piernas largas, bonito
trasero, el pelo le cae sobre la cara, él habla, mueve los brazos, la adelanta
con sus zancadas, la rodea. Al llegar, la deja un momento para abrir la puerta.
—¿Y tu mamá? —interroga.
—Murió, estoy vendiendo la casa.
Ella lo siente mucho. Entran a la sala
vacía, en medio del asombro de ella al no ver muebles, sólo el piso de tablas,
y la luz que entra por las ventanas. Él está feliz, sonríe y piensa en que
nuevamente es libre. La chica empieza a hablar de cosas que no le interesan
—los clientes, las clases de café— mientras él le sugiere sentarse en el suelo,
tapando por fin los rayones, las vetas oscuras de la vejez.
Empiezan a comer, sacan con las manos las
pastas que empezaban a manchar de pringue la caja de cartón. Ella deja una mota
de crema en la comisura de sus labios y él no puede evitar lamerla.
Ella lo rechaza, pero luego sonríe y
continúa masticando. Tiene algo de vulgar estar con una meserita en casa de su
madre, algo de terrateniente acostándose con la mucama, en la cocina, mientras
todos duermen —o mueren— en los dormitorios. A él casi le produce risa verla
ahí, sentada sobre las duelas, sin cuidarse demasiado de cómo mueve las piernas
bajo su falda. Es morena, mordaz y carnosa.
Él ríe y no puede evitar empujarla, hasta
que está tendida sobre el piso. Las piernas de la chica, cada vez menos libres,
se mueven sobre los dulces y van embarrándose de crema y mermelada, de
chocolate y jarabe, que él va guiando hacia la vulva.
Le estruja los senos y ella se defiende,
continúa pataleando mientras él despliega su navaja y le apuñala golosamente el
vientre, al mismo tiempo que lame la sangre que comienza a borbotear desde su
boca como si fuera jarabe, mezclándose con toda la crema.