EL SUICIDA RETICENTE
(Un caso del Cabo Suasnavas -mejor conocido como el Azote
del Crimen-
relatado por su compañero el periodista Gálvez)
De Aneurisma y otros cuentos, 2009
He
decidido comenzar ésta que será la saga del Cabo Suasnavas, con el caso que fue
el que dio origen a su inmenso y merecido prestigio en la cúpula policial,
prestigio discretísimo que, naturalmente, no se volcó hacia los medios de
comunicación ni fue, por tanto, aquilatado en su real magnitud por la sociedad
metropolitana a la que el Cabo Suasnavas ha defendido.
Me
encontraba en el rotativo ¡YA!, donde presto mi contingente como Sacerdote de
la Información en la diaria lucha contra la corrupción y el crimen. Eran las
diez de la mañana y estábamos en plena preparación de lo que sería una sesuda
página de consejos prácticos para el hogar y la oficina. Conversaba yo con Pepito,
el nuevo pasante. Lo hacía sin el menor asomo de mala intención, cuando, desde
la entrada, escuché un silbido bronco, de hombre poco habituado a las
sutilezas, de hombre curtido por el sano ejercicio del cuerpo y del espíritu.
Era mi compadre, el Cabo Suasnavas, adalid en la ardua lucha contra la
corrupción, craso ejemplo de ciudadano y de policía no represor sino científico
y democrático.
Estaba
en medio de la puerta de la redacción, con su traje de civil (desde hacía un
año pertenecía a la Oficina de Seguridad Política, y ya no traía ese uniforme
que le sentaba tan bien). A primera vista no se adivinaba en él al hombre
decidido y preclaro que era: su apariencia achaparrada y regordeta disimulaba
su interior de prócer, de líder de multitudes, de timonel de mares procelosos,
de caudillo como debieron serlo los de las guerras y las revoluciones. Era, en
pocas palabras, un hombre en quien podía confiarse, pues exudaba una viril
serenidad por todos los poros del robusto cuerpo. Me acerqué presuroso hacia
él.
¾Compadre Gálvez ¾dijo a modo de saludo¾, se me jodió el carro
otra vez y el hijo’e puta del Coronel quiere que esté ya mismo en una
dirección. Preste para el taxi.
He
de asentar aquí que el Cabo Suasnavas, hombre de cultura, cuya mente había sido
forjada en el "Colegio Laico San Pánfilo" de Totoranga, completó su
formación en la meritísima "Academia Marcial de la Policía" en San
Juan de Pullunga. En esta última institución había aprendido, de la espartana
vida que allí le tocara llevar, una manera directa y sin ambages de expresarse.
No era incultura lo suyo (por eso admitía yo que me denominara “Tiroloco” de
vez en cuando, vocativo que hace referencia a un embarazoso problemita de eyaculación
precoz que ya he superado casi por completo, o “mariconcito”, epítetos ambos
que hubieran despertado mi indignación en otras circunstancias).
¾¡Como cree, compadre, yo
mismo le llevo!
¾¿No tendrá que cerrar
página?
¾Si ya soy editor, compadre
─le contesté a modo de explicación. No es que quisiera faltar a mis deberes,
pero la perspectiva de acompañar a semejante portento de deducción y trabajo
mental en uno de sus casos me seducía. No podía resistir la tentación de ver la
materia prima de la crónica
periodística, la expresión misma de las condiciones históricas objetivas
en los dramas de la cotidianidad...
¾Bueno pues ¾aceptó el Cabo¾. Pero no se vaya a traer
al meco ese con el que estaba hablando, viejito maricón.
Lo
decía en broma, naturalmente. Yo siempre he tenido un gran respeto por las
opciones sexuales alternativas y solo he ido a ese bar “Gay” unas dos veces. Di
la orden al pasante de que cerrara él la página de consejos para el ama de casa
y los ejecutivos y, minutos después, rodábamos hacia el sur de la capital en mi
automóvil, viejo e indigno de un representante de la ley como el Cabo.
¾¡Acelere pues chucha! ¾me dijo mientras miraba
tan varonil y enérgico la calzada ¾¿no ve que el Coronel me espera?
Nos
disparamos por entre peatones y autos con la celeridad de una centella.
Todavía se me erizan los pelos de la nuca cuando recuerdo la veloz carrera que
nos llevó hasta el que sería el primer escenario de los triunfos deductivos
del gran Cabo Suasnavas.
Llegamos
a un edificio de apartamentos en la parte sur de la ciudad, un área de
viviendas multifamiliares para personas de clase media. Apenas pisó el suelo,
el Cabo pareció olvidarse de mí, su prisa en concentrase le obligó a olvidar
incluso el darme las gracias por el viaje. Yo respeté la puesta en marcha de
esa estupenda maquinaria deductiva que era su cerebro y, callado, le seguí los
pasos sin que él se diera por enterado.
Atravesamos
los jardines descuidados de la multifamiliar; los espacios verdes estaban en
una situación lamentable, al punto que yo, en mi apresuramiento, no observé un
excremento perruno. Demoré como cinco minutos en limpiarme el zapato. Casi
pierdo al Cabo, pero pude dar con él siguiendo los gritos de:
¾¡Dónde estuvo, cojudo de
mierda! ¾con que lo recibió el Coronel Toapanta, señero miembro
de la cúpula policial.
Era
este un hombre alto y fuerte y viril, que se comportaba con recia firmeza, no
obstante la indudable humildad de su cuna.
¾Verá, Suasnavas ¾dijo el superior de mi
amigo, tras escupir en el suelo del pasillo anterior a la puerta de un
departamento¾: Le hemos elegido para que investigue este caso porque
sabemos que usted sabe obedecer.
¾¡Sí, mi Coronel! ¾tronó con su voz varonil
el Cabo.
¾No quiero huevadas de
dactiloscopia...
¾¡Sí, mi Coronel!
¾...ni esas pendejadas de
análisis psicológicos...
¾¡Sí, mi Coronel!
¾...ni ninguna de esas
cojudeces que les enseñaron en el curso de investigación...
¾¡Sí, mi Coronel!
¾Fue suicidio, eso quiero
que diga el informe.
¾¡A sus órdenes, mi Coronel!
¾Y no se preocupe por la
prensa ni por los mamones de los Derechos Humanos. No se le van a acercar.
Usted sabe que nuestro presidente Febres Cordero nos apoya plenamente.
¾Así es, mi Coronel.
¾Entonces entre y hágase
cargo, Cabo.
Mientras
el Coronel se retiraba me dirigió un:
¾Saluda, chucha, o quieres
ir al calabozo ─me había confundido, a no dudarlo, con uno de los subordinados
de Suasnavas.
El
oficial se marchó mientras yo comprendía la magnitud de la misión que le había
sido encomendada a mi amigo: debía desarrollar la investigación de ese
suicidio basándose únicamente en sus formidables dotes deductivas, sin el
auxilio de ninguna de las técnicas policiales, falibles, por lo demás. Su
orden de que la prensa no debía ser enterada, indicación que me afectaba en lo
más profundo de mi ser de periodista democrático, la comprendí en el contexto
de una situación de Emergencia Nacional, pues no otra cosa podía justificar una
conducta semejante en un hombre como mi amigo, el Cabo Suasnavas, un demócrata
de tal magnitud que, sabedor de que yo me había formado en Cuba, me decía con
frecuencia: “Gálvez, Tiroloco, ese Fidel sí que tiene huevos, cuarenta
años mandando y nadie le chista. ¡Mis
respetos, chucha!”
Entré
al departamento del crimen. El trabajo de explicar el suicidio iba a ser
monumental -me di cuenta mientras vomitaba- pues el suicida yacía en piezas
por toda la sala. Ver su cabeza sobre un
cojín, las piernas cada una sobre un asiento diferente, el tronco encima de la
mesa del centro y los brazos colgando atados al manubrio de una puerta fue un
golpe excesivo para mi resistencia. Por suerte había desayunado poco esa
mañana.
Cuando
me repuse, me dirigí en pos de mi amigo quien, tan hombre y tan valiente como
es, ocultaba perfectamente sus emociones tras una máscara de asco simulado y
fingidas arcadas de repugnancia. El Cabo había ya revisado el cadáver y se
disponía a realizar otras pesquisas mientras un subalterno de la policía le
informaba:
¾El muerto se llamaba Jonás
Escobar, era profesor de literatura, 39 años, soltero. Se le sospechaba
colaborador de algún movimiento subversivo, aunque no se le haya probado nada,
ni posesión de armas, ni de panfletos, ni nada. En el departamento encontramos
muchos libros y otras cosas sospechosas, cartas de una mujer que vive en
Madrid y una postal de un amigo desde París, en la postal dice un poema:
No porque hoy llores,
llorarás mañana;
si enmudeció en tus manos
hoy la lira,
puede que la Musa
despertará ufana,
y no por siempre Apolo el
arco estira.
Sospechamos
que ya que es un hombre él que le escribe y hablan de llorar, tenía tendencias
de maricón, homosexuales digo, el occiso, mi Cabo.
Mientras
escuchaba, Suasnavas recorría con seguridad el departamento mirándolo todo con
agilidad y perspicacia. Era un piso grande, eso sí, pero arreglado con un gusto
bien horrible: los muebles tallados no tenían esos bonitos forros de plástico
que les hubieran hecho lucir tan bien, había unos espejos gruesos con soportes
de hierro que se hubiesen visto preciosos con marcos brillante de esos que
parecen de oro; no vi flores, ni siquiera de esas divinas de plástico, y de
pinturas solo había una negra que decía: “El Guernica” de un pintor que debe
ser muy importante, un impresionista creo (a mí por lo menos me impresionó
bastante ver el toro ese muerto y el niñito deforme...).
El Cabo
se detuvo en el dormitorio, abrió una caja que estaba en el velador y, tras
coger dos de los tres anillos que allí se encontraban, entregó el tercero al
subalterno quien se lo guardó con una mirada de inteligencia. Sin duda el Cabo
quería que se analizaran las piezas por separado. Se guardó las evidencias (los
anillos) en el bolsillo y siguió el proceso investigativo.
La
minuciosa tarea policial se desarrollaba sin contratiempos cuando llegó, de
improviso, un equipo de televisión con un reportero a la cabeza (el colega sí
me conocía pero se hizo el gringo, no sé por qué). El periodista era un joven
bien plantado, alto y con unas espaldas inmensas. Entró en el departamento
correctamente vestido y, apenas hubo traspasado el dintel, se sacó la
americana, aflojó la corbata y desordenó el peinado. Así se puso frente a la
cámara y empezó:
¾Este es Joan Manuel Luján,
su reportero. Televista Informa. Alertados por unos vecinos del lugar nos
apersonamos de inmediato en el sitio de los hechos. Nos encontramos en el
Departamento 3-b de los Multifamiliares Divino Niño de Atocha, al sur de la
ciudad capital, donde se ha cometido, por lo que podemos ver, un horrendo
crimen. Las imágenes que vamos a mostrar son muy fuertes así que...
En
ese momento sucedieron dos cosas, el camarógrafo (un cholo feísimo) se puso a
vomitar, mientras el reportero le exigía:
¾Filma nomás, huevón, que
esto tiene que salir pronto, en el noticiero de la hora del almuerzo.
Y
los cuatro policías de tropa que acompañaban al Cabo Suasnavas se echaron sobre
el camarógrafo, el reportero y un joven que les acompañaba cargando los cables.
Los agarraron por los brazos mientras el Cabo preguntaba:
¾¿Quién les autorizó la entrada,
señores?
¾Somos la prensa, el pueblo
tiene derecho a saber, es un derecho reconocido por la Constitución ¾el reportero parecía muy
engalladito, lo que contrastaba con la serena y magnánima actitud del Cabo
Suasnavas.
¾Cállate pendejo ¾murmuró el que cargaba los
cables, un joven de unos veinte años, blanquito, con lentes y unos ojos
soñadores¾. Son de Seguridad Política, si te dije que no
entráramos.
El Cabo
Suasnavas, condescendiente, ordenó con un gesto que los soltaran. El
camarógrafo se fue al baño para seguir vomitando.
¾Mejor ¾dijo Suasnavas riendo de
la manifiesta flaqueza de ánimo del asistente periodístico¾. Por orden superior no
pueden tomarse ni fotos ni película. Solo puede recibir el informe que vamos a
dar.
¾¿Y no puede adelantarme
algo? ¾pidió el reportero observando con fascinación la
despejada mirada del Cabo, en quien creo intuyó a un hombre poco común, como lo
era.
¾Fue suicidio, eso va a
decir el parte que entregaré de inmediato en la Comandancia.
¾Pero si está en pedazos ¾casi gritó el jovencito de
los cables¾. Y parece que le tuvieron amarrado por las muñecas al
pomo de la puerta. Le han de haber torturado o algo.
El Cabo
Suasnavas lo miró con simpatía, como se mira a un hijo rebelde, y dijo:
¾Ya sáquemen a estos
cojudos, y al guambrito, que no le queden ganas de hacerse el vivo.
Mientras
se llevaban a la fuerza a los periodistas que tan mal habían cumplido con su
justísimo cometido, el Cabo tuvo a bien explicarme el caso, uno digno de la
mejor Crónica Urbana, sin duda.
¾Un suicidio ¾dijo¾. Más te vale, Gálvez, que
eso salga mañana en la prensa. Se trata sin duda de un caso claro de desorden
mental. Obviamente el occiso era bisexual; se comprueba esto en la correspondencia
sentimental que mantenía con un hombre y una mujer en el extranjero. La tensión
mental le llevó a la fatal decisión.
¾Pero, ¿cómo pudo matarse
así? ¾pregunté yo, asombrado de las poderosas dotes deductivas
de mi amigo.
¾Pero si eso está
clarísimo, Tiroloco, eso de andar con hombres y mujeres, estos puercos, les da
esa enfermedad...
¾¿SIDA?
¾No pendejo. ¿Cómo es?
Esquizofrenia. Doble personalidad. Múltiple la personalidad. Algo así es. Y
vos, tendrás cuidado de no andar aflojando el que sabemos a los guambritos, ya
ves lo que les pasa después.
¾¡A claro! ¾concluí yo, haciendo caso
omiso a la jocosa ocurrencia del Cabo Suasnavas, mientras captaba el genial
proceso deductivo en toda su magnitud¾. Por eso se mató así, en partes.
Fue
un claro caso de esquizofrenia llevada hasta sus últimas consecuencias. La
perfección de trabajo detectivesco de mi amigo le valió el reconocimiento, como
dije, de la cúpula policial. En la prensa (por mi acuciosa mediación, claro),
solo se informó de la muerte por suicidio de un peligroso homosexual y yo volví
a la página de etiqueta y modales en el hogar.
No
sería ésta la única vez que acompañara al Cabo Suasnavas en sus prodigiosos
procesos investigativos, por lo que pronto continuaré con la que he denominado
SAGA HEROICA DEL CABO SUASNAVAS. Me he propuesto incursionar de esta manera en
la Crónica Urbana y lograr así, modestamente, la inmortalidad, como lo hiciera
el DOCTOR WATSON, autor de las historias del detective Holmes.
Yo
quedaré imperecedero, en la memoria de las futuras generaciones de la patria,
como el PERIODISTA GÁLVEZ, compañero y cronista de Suasnavas, el Azote del
Crimen.