Juan Pablo Crespo Vera
Quito,
1981.
Magíster en Literaturas Latinoamericana y Española por la
Universidad de Buenos Aires,
Licenciado en Comunicación por la
Pontificia Universidad Católica del Ecuador. Investigador, corrector de estilo y redactor en diferentes publicaciones, ha editado, entre otras obras,
La ruta del euro. Catálogo fotográfico sobre los migrantes ecuatorianos en España. Centro de Arte Contemporáneo. Quito, 2012,
Mujeres en la historia del Ecuador, Ministerio de Cultura, Quito, 2009 y
Soñadores del Ferrocarril. Relatos ganadores del Concurso Nacional
de Cuento Ilustrado, Ministerio de Cultura, Quito, 2009.
Actualmente es profesor de la
cátedra de Expresión Periodística,
Universidad de las Américas, Quito.
La carne en el asador
– ¿Y ahora qué
quieres?
– Solo quiero
saber dónde vas a estar.
Era la quinta
vez que me llamaba a preguntar lo mismo. Yo estaba dispuesto a responder
cualquier otra pregunta, menos esa. No quería que ella supiera de mi paradero,
no ese día. Andaba harto de sus cuestionamientos. Mis amigos y mi prima estaban
del otro lado de la calle oyendo música en el auto y tomando cerveza. No veían
la hora de irnos, así que me hacían caras para que apagara el teléfono y luego
se echaban a reír.
– ¡Responde, Luis!
– Tranquila, no
llores.
Estaba harto de
nuestras broncas, así que decidí mentir.
– Me voy a una
parrillada con mis colegas del trabajo.
– Bueno, y por
qué no me llevas.
– ¿No me dijiste
que sólo querías saber dónde iba a estar? ¡Y ya para de llorar, por favor, no
es tan grave!
– ¡Yo lloro todo
lo que me de la gana! Te hice una pr...
– Dos, van dos.
– No te me hagas
el payaso. ¿Me vas a llevar o no?
– ¡De qué
hablas! Si no quiero decirte ni dónde voy a estar.
– Pero ya me lo dijiste. ¿O es mentira? Dime,
hijo de puta ¡Me estás mintiendo! ¡Me estás engañando!
Ya no lloraba
tanto. Ante el último reclamo no pude más.
– Mira, una cosa
es mentir y otra engañar, y de engaños ya tenemos suficiente nosotros dos.
– Eres un
imbécil. Eso ya fue, ¿no?
– Bueno,
entonces por qué estás tan ansiosa de saber dónde voy a estar, sólo quiero
tomarme el día para mí, eso es todo.
– Confirmado. Me
estás mintiendo.
Cambió
totalmente el tono de su voz, ahora era rabia pura.
– Dime en este
instante dónde vas a estar o si no vamos a tener problemas.
– Ya tenemos
problemas.
Definitivamente
el amor no es aquel paraíso prometido con el que fantaseé en mi adolescencia.
Miré el reloj. Ya era casi mediodía y seguíamos estancados en la ciudad. Por un momento
no presté la más mínima atención a los alaridos de la Brenda. La Sol salió
del auto, cruzó la calle, se me paró al lado y empezó a hacerme muecas. Tenía
los ojos así de hinchados. “Ya están fumando”, pensé. Yo ya no fumo marihuana,
me sienta pésimo. Le hice un gesto con la mano y sólo con el movimiento de los
labios le dije que me esperen un minuto. Viró los ojos y dio media vuelta.
– ¿Me estás
oyendo? ¡Mierda! ¿Me estás oyendo?
– Es que esta gente me dice que me apure. Sólo
me esperan a mí.
– ¿Qué gente?
– Mis colegas.
– ¡Mentiroso!
Y aplaste end.
Crucé la calle y subí al auto. Creo que la Mireya estaba en el asiento del
copiloto y el Willy manejaba porque era su auto o quizás era el auto de la Mireya.
Atrás íbamos la Sol, mi prima y yo. No me acuerdo bien.
– Por fin – me
dijo alguno de ellos.
– Soy un
desastre – respondí.
– Toma, para que
te enfríes – me dijo la Sol, mientras me acercaba una botella de Pilsener a
medio beber. La cerveza me pone los cachetes rojos, así que de enfriarme, nada.
Ese auto era un sauna, a pesar de que estábamos con las ventanas
abiertas, el humo de la marihuana seguía suspendido en el interior. El olor me
gusta, no lo niego. Si me hubiera visto en el retrovisor, y tal vez lo hice,
habría descubierto sin sorpresa mi cara de alma en pena. Nos empezamos a mover.
Dejamos atrás el paso a desnivel de la 12 de Octubre, linda avenida con nombre
hipócrita, y nos encaminamos al Valle de los Chillos (la Brenda vivía en el otro, en
el de Tumbaco). Los habitantes de Quito nos jactamos de nuestra posición
geográfica. Cuando hablamos con alguien de la costa o viajamos a otro país,
decimos que vivimos en la altura, eso nos hace sentir que estamos arriba y que
somos fuertes por poder respirar en donde escasea el oxígeno. Nos enorgullecemos
y disfrutamos cuando los de la selección argentina empiezan a lloriquear en el
segundo tiempo del partido, porque no dan más. Pero no estamos tan alto, la
cima está mucho más arriba, en el volcán, y no hay nada allí aparte de rocas
parasitadas por una insignificante y rala vegetación paramera, el viento y el
azul profundo, vacío, lleno de sí mismo. Abajo están los Valles, más tupidos,
cálidos, más alegres a fin de cuentas. Ni el cielo ni el infierno esta ciudad.
Íbamos por la autopista a toda velocidad escuchando Inbetween days. Pudo seducirme un poco más el tarareo de
la Sol, pero se me taparon los oídos por el descenso. Volvió a
llamar.
– Te amo– me
dijo. El Willy tuvo que bajar el volumen porque la Mireya manejaba, o fue al
revés. En fin, yo la conocía muy bien. No me estaba mintiendo, había mucho de
cierto, de sanguíneo en las palabras de la Brenda, pero reconocí en su tono algo extraño,
como si me lo dijera más para orinar su territorio, como para producirme culpa
digamos. Por supuesto eso no iba a afectarme. No tenía ningún objetivo claro,
sólo anhelaba pasar ese día, abolir toda voluntad (si eso es posible),
diría fluir, pero esa palabra me suena muy hippie. Al resto no le
quedaba otra que escuchar mis respuestas. Yo también la amaba, y mucho, pero no
se lo dije. Me dio vergüenza, la verdad.
– Estate tranquila,
no va a pasar nada– le dije.
Freno de máquina,
tercera, segunda y detención. Siempre es así cuando se llega al Valle. Los
buses parados, ahora verdes, las familias en sus autos, el padre con la mano
por fuera de la ventana y un cigarrillo a veces, la mamá al lado con sombrero y
un helado a veces, los niños atrás revoloteando a veces. Y cuando yo era niño e
iba con mi familia a visitar a un tío (quién no tiene un pariente o un conocido
o un amor en el Valle), los vendedores de chifles y cañas para masticar, pero
ahora también otros cancerberos que sortear con discos piratas, armadores, todo
tipo de baratijas o con hojitas volantes, todas anunciando “La auténtica comida
típica” o “El mejor pollo a la brasa”… Parada obligatoria, el calor en aumento,
otra cerveza. Me parece que mi prima Lucy, absorta, lejana, nunca despegó la
frente de la ventanilla y fue la única que permaneció indiferente u hostil ante
mis conversaciones telefónicas con la Brenda. O era el auto de la Sol y yo iba de
copiloto. Hasta aquí la sobriedad, lo difuso.
Del resto sí me acuerdo bien. En realidad no es un recuerdo, sino algo
que cada vez que lo evoco siento que me pasa, que me está pasando ahora mismo.
Salvo algún datalle irrelevante (acaso sólo uno) que se me escapa. No hice otra
cosa que beber y beber el resto del camino. La borrachera no tiene nada que
ver. Al contrario, el alcohol me pone en un estado de lucidez total; la
sobriedad, en cambio, es para mí un espacio de laxitud, de sopor, donde todo se
mezcla y se me olvida, donde todo se desvanece y nada dura ni importa.
Estamos ahora en
la entrada de la quinta, descendiendo del auto. Es un lugar bien cuidado, del
césped cortado al ras brotan árboles con frutas maduras, no manzanas, aunque
así tendría que ser. A un costado está la casa rústica y acogedora, y al fondo,
pegada al muro que delimita el lugar, la parrilla oxidada por la falta de uso,
sin fuego todavía. En la mitad del jardín el agua de la piscina destella y
parece arder con el sol un tanto oblicuo del principio de la tarde.
“No está nada
mal el infierno”, pienso para mis adentros.
-¿De qué te
ríes?- es la voz ronca, dulce, aterciopelada de la Sol. Ella es la dueña del
lugar.
- Del infierno-
digo.
No entiende, claro. O se hace la que no, como quien no necesita que le
reafirmen el nombre de sus dominios.
El Willy y la Mireya entran a la casa. Los de afuera escuchamos algún intercambio
de risitas entre ellos, pero no ponemos mucha atención. Aunque nunca termina de
concederme el protagonismo absoluto, la Sol me delega el papel de parrillero y
se dedica a preparar bloodie maries,
los mejores que he probado en mi vida, y si de algo sé es de tragos. Luego de
limpiar bien la parrilla con hojas de periódico aceitadas, encendemos juntos el
fuego y esperamos –un bloodie dos bloodies – a que las llamaradas efímeras
cedan lugar a las brasas, más ardientes y duraderas. Empezamos a poner la carne
en el asador, casi toda la que tenemos. No hay costillas, pero no hubiera sido
mala idea. Ella me ayuda con sus dedos largos que se hunden en la carne jugosa.
Tres bloodies cuatro bloodies. Los dedos de sangre se quedan
marcados en nuestros vasos, ahora vacíos, apoyados en el borde de cemento de la
parrilla, junto al fregadero. Los otros dos salen de la casa, el Willy con una
ensaladera y en la otra mano un par de cervezas destapadas, la Mireya atrás
bamboleándose con un banco de madera a cuestas. Cinco o seis bloodies y la carne ya está lista, al
menos para mí que me gusta bien sangrante. Se me hace agua la boca. Nos sentamos en el
banco, uno al lado del otro. Hambriento, ansioso, soy el primero en terminar de
comer. Los demás comen con tranquilidad, en especial la Sol. Se toma su tiempo,
saborea, no se apura. Eso me inquieta.
Me levanto y me aparto unos pasos del grupo, enciendo un cigarrillo y
fumo tumbado al sol, pero no soporto el calor en mi vientre y me incorporo.
Desde mi posición el más alejado es el Willy, en medio está la Mireya y en la
esquina, cercana a mí, está la Sol. Más que verla la escucho. No habla. Me
concentro, me obsesiono con el sonido de sus mandíbulas triturando la carne. Las otras
figuras empiezan a desaparecer como cuando uno se queda viendo a un punto fijo
y lo de alrededor se va convirtiendo en manchitas amarillas inestables que
terminan por esfumarse. Evanescencia de los contornos, borrado voluntario, en
ninguna medida causado por el alcohol (ya hablé de esto). Una gota afilada,
como una uña, me templa el espinazo. Por reflejo, levanto la vista. Me sorprendo al
ver a la Lucy parada detrás de mí escurriéndose el pelo, eclipsándome la visión
del cielo para la que yo había alistado mis ojos. Me pide perdón.
– No pasa nada, no te preocupes.
Me doy cuenta
que nadie se había percatado de ella hasta ese momento. Mientras los demás
estuvimos preparando todo para el almuerzo, mi prima se había adueñado de la piscina. Y ahora que la
veo a mi lado quitándose el agua del cuerpo con sus propias manos, me produce
cierta indignación que no haya ayudado en nada. Pienso en alcanzarle una
toalla, pero no lo hago. El Willy le ofrece mi puesto en el banco y le dice que
coma. Ella se acerca a la parrilla, comenta lo bien que se ve la carne, pero no
prueba bocado. Lava bien los dos vasos que la Sol y yo habíamos dejado allí y
se lleva uno, lleno de agua. Con pisadas casi inaudibles, casi félidas, bordea
todo el largo de la piscina y se instala en el pasto, apartada, justo en el
costado opuesto del jardín (no creo haber pensado en la Brenda en ese momento).
Nos terminamos toda la cerveza y lo único que nos queda es la segunda
botella de vodka. Situación complicada, tomando en cuenta que el calor no ha
disminuido. También, para ellos, queda un cogollo de marihuana. Para bajar la
comida, el Willy, la Mireya y la Sol comparten lo que queda en la pipa. Yo me levanto,
destapo la de vodka y me empujo un buen sorbo, dejo la botella cerca del borde
de la piscina y regreso a mi sitio. El Willy y la Mireya vuelven a entrar a la
casa y salen al poco rato con ropa de baño. Yo traigo puesta una pantaloneta,
así que no tengo más que sacarme la camisa sin moverme del lugar donde estoy.
La Sol dice que se olvidó el bikini y la Lucy de fondo, lejana, abstraída,
apoyada la espalda en un árbol, colecciona ramitas sobre sus muslos, acomoda montoncitos
pasándoles la mano por encima como quien acaricia la piel suave de un animal
adormecido. La soledad tiene algunas caras tristes. Soy el único que se
interesa en ver lo que hace, está rara, parece otra, pero qué carajo la Lucy,
qué mierda le estará pasando por la cabeza. La Mireya y el Willy no pueden más
de la risa. Algo
se secretean mientras se acercan a la Sol que se levanta del banco y empieza a
dar pasos hacia atrás hasta que emprende la huida. Quieren
botarle a la piscina y yo me uno al plan. Entre los tres, la acorralamos y la atrapamos. Los
otros dos le cogen de las piernas, yo de los brazos. Se me comienzan a
amortiguar las manos por el aumento de la presión de sus dedos en mis muñecas a
medida que la acercamos a la
piscina. Todos nos reímos, también ella, pero cuando ya
estamos en el borde la posee una rabia inexplicable, como si el agua estuviera
embrujada o maldita. Yo no permito que eso me afecte. Estoy decidido y eso es
todo. Ese es mi único objetivo, sólo deseo arrojarla. De pronto, la Mireya, que es la única que
la conoce en verdad, le suelta la pierna, se arrodilla, se aferra al cuerpo de
su amiga y nos pide que paremos el juego. El Willy y yo nos miramos extrañados,
pero no comentamos nada al respecto. Yo me quedo con todas las ganas, la verdad. La dejamos ahí
sentada en el borde, de espaldas a la parrilla. Se queda mirando fijo al frente, hacia
donde sigue sentada la Lucy. Advierto algún rencor en sus ojos.
Con un clavado poco vistoso, El Willy se zambulle primero, le sigue la Mireya
y al final voy yo. No me agrada que el agua esté tibia. Juegan a pasar por
entre las piernas del otro, sumergidos, alternándose, hasta completar el largo
de la piscina. Me
invitan a jugar con ellos. Él se pone detrás de ella y hacen dos túneles
alineados con sus piernas abiertas. En mi primer intento tengo que impulsarme
con las manos en las pantorrillas de él porque han dejado demasiada distancia
entre ambos. Al sacar la cabeza del agua, me aclaro la vista con los puños y me
encuentro con la imagen de la Lucy sobre el pasto, todavía empecinada en la
tarea repetitiva de hace un rato, acariciando a su “animalito” de césped.
Aunque le doy la espalda para continuar con el juego, no dejo de pensar en
ella. Casi no siento el pasar de los otros por entre mis piernas.
– ¡Te toca!– Me grita la Mireya desde atrás al ver que no reacciono.
Me doy media
vuelta y me percato de que no hemos llegado ni a la mitad de la piscina. Me hundo.
Esta vez me cuesta mucho menos pasar gracias a la notable cercanía de sus
cuerpos, es como atravesar un solo túnel. Sigo con esa bendita imagen en la
cabeza, así que intento aguantar lo más posible debajo del agua para avanzar un
poco más, para poder verla más de cerca al momento de emerger. Me aproximo al
azul de la pared, pero escucho un sonido de quiebre amplificado por mi entorno
acuático. Viene de atrás, del otro extremo de la piscina. Doy un giro, poso mis
pies sobre el fondo y saco la cabeza del agua.
– ¿Qué pasó?
Nada –me
responde la Sol mientras recoge pedazos de vidrio– se me rompió la botella.
Pero no quiere
que nadie le ayude. De todas maneras, me siento culpable porque soy yo quien ha
dejado la de vodka cerca de la piscina. El Willy y la Mireya se desentienden
del asunto y yo me aproximo buceando
para ver si han caído vidrios al agua. No encuentro nada, pero al salir
a la superficie veo que ella se aprieta el dedo índice con la mano izquierda.
– ¿Estás herida,
Sol?
En silencio, sin
el ronroneo de su voz, pero desafiante, como si se vengara de mi pregunta, se
apoya en sus rodillas y me ofrece la rajadura ensangrentada de su dedo.
Aferrándome al borde de cemento, saco medio cuerpo del agua, me acerco a su
mano estirada, entreabro los labios y no hago nada, no me atrevo. Me sumerjo y
me dejo hundir, horizontal, bocabajo, hasta tocar el fondo con la rigidez de
todas mis puntas, de los pies a la nariz. Cuando se me acaba el aire me impulso
hacia arriba. Ella ya no está donde la dejé sino cerca del muro, cauterizándose
la herida con los fierros todavía calientes de la parrilla. No parece
dolerle. Los otros de la piscina se ríen a carcajadas por la borrachera, por la
fumadera y sobre todo por mi cobardía, pero no con malicia, no les importa
tanto en verdad. La Lucy se levanta y camina hacia el auto. Abre la puerta y,
desde la distancia, me dirige una sonrisa tornasolada, felina, incomprensible,
que no quiero interrumpir, pero la Mireya, ella sí mala borracha, pálida y a
punto de vomitar, me pide que le ayude a salir del agua. Como no hay escaleras
tengo que empujarla desde abajo, el Willy sale del agua y colabora desde
afuera, pero noto que él tampoco está muy bien. De todas formas, está mejor que
ella. Le pone una toalla sobre los hombros y se la lleva a la casa. Ya en tierra firme,
advierto que el alcohol también ha hecho lo suyo en mí. Nada alarmante, en todo
caso, así que tengo fuerzas suficientes para ayudarle a la Sol a recoger todo.
Salvo por la herida, ya soldada por cierto, se halla en mejor estado que yo. En
realidad la única sobria es la Lucy que lleva más de cuarto de hora metida en
el auto escuchando música. Fue un fantasma desde que llegamos. Empieza a
anochecer.
Subimos a la ciudad.
No recuerdo nada del camino de vuelta, pero lo que se dice
nada de nada, sólo el volcán que es siempre mi referencia, aunque sé que el viaje
va a terminar antes de llegar a la cima.
Al día siguiente me desperté con el timbre del teléfono, era la Mireya
para comentar la
borrachera. Que me ahuevé, me dijo. Al principio no sabía
bien de qué me estaba hablando, pero luego comprendí y le dije que su amiga se había ahuevado antes por
“olvidarse” el bikini, y si en verdad estaba segura de lo que quería era
imposible que se diera ese lujo. Argumento estúpido, patada de ahogado. Tampoco
ella hizo nada con el Willy, o al menos no se acordaba, le pasa al revés que a
mí con el trago. Creo que nos reímos un poco antes de colgar. Hundido en la
zozobra, como si purgara, me puse a buscar el motivo de mi incompetencia. ¿Por
qué me contuve con la Sol? Le doy vueltas y vueltas a la pregunta y nada.
Porque no fue por la Brenda,
estoy seguro, y si lo fue, maldita la hora, pues ese mismo día, ni bien colgué
con la Mireya, apareció en mi departamento para informarme (después de confesar
que se había pasado la tarde anterior llorando, acariciando al gato y mirando al
techo) que lo nuestro había terminado, que no soportaba más mis borracheras y
mi ausencia. En ese momento volvió a mi cabeza la imagen de la Lucy y empecé a
comprender.