novela corta Vita Frunis. Participó en el
III Congreso de Narradores Jóvenes organizado por Casa de
América en
2010. Ha recibido el premio Gallegos Lara del municipio de Quito y el
Pablo Palacio del
Ministerio de Cultura del Ecuador. Actualmente vive en
Boston.
Mijo
Mijo y yo nos tomamos la primera cerveza cuando él
mediaba una edad bestia, la bestialidad de los trece no tiene igual. Nos
tomamos la primera, que no fue la única porque enseguida libamos la segunda, y
después de eso una jaba completa de Pilseners. Ya con las Pilseners apiñadas en
la mesa del comedor vino la Jime y nos dijo algo que no recuerdo bien,
seguramente algo recriminatorio pero a la vez dulce, imagino, por llevarnos
bien y estar juntos. Creo que fue una semana después cuando llegué a la casa y
vi a mijo con otra cerveza en la mano, lo tomé como travesura hasta que caminé
un par de pasos y vi en la mesa de la cocina un bosque de Pilseners gordas pero
de cuello flaco; sonreí para disimular y me hice un sándwich de atún. Mijo ya
medio ebrio se comió mi sándwich masticando cual hiena y me tocó hacer otro. La
Jime no estaba. Yo me tomé un par de Pilseners con él y no sé por qué no quise
conversar ni seguir chupando; me fui a ver la tele porque mijo estaba cargoso y
tonto, se puso cargoso por las cervezas en el transcurso del sándwich. Después
vino conmigo para ver la tele, se sentó al lado y se durmió.
Las siguientes semanas veía a Mijo con
una Pilsener en la mano, siempre; ya se me hacía normal y ahora calculo que
promediaba siete al día y los fines de semana el doble de eso aunque no salía
de la casa, y lo bueno por lo menos era que, aparentemente, no se tomaba nada
fuerte, sólo Pilseners. La Jime le decía que dejara de tomar y mijo como que
respondía algo sin ser resabiado y se metía en su cuarto lentamente para volver
a salir y poner un letrero que colgaba de la chapa de la puerta. “Hombre
libando”. Yo le decía a la Jime que no se preocupara porque ya encontraríamos
la solución, o razonando, o a través de medios más persuasivos como mis puños o
mi revólver. Ella se ponía histérica, inestable, me insultaba, me lanzaba cosas
por mi impavidez y por mis chistes idiotas, por ser mal padre, por ser mal
marido; y la verdad es que andábamos pésimo desde hace rato y esto era lo único
que faltaba para estrangularnos.
Un día fui a la tienda a comprar pan y
la tendera me dijo que le pagara lo que le debía, ¿de qué?, le pregunté y me
sacó un cuaderno donde estaba la firma de mijo al lado de cada gasto fiado;
lunes una jaba de pilsener - miércoles dos jabas de pilsener - sábado unos cornfleis
y tres jabas de pilsener. Y así seguía una fila de fiados que la tendera había
anotado con letra chueca lo cual no impedía que yo fuera sumando los valores y
me percatara que me salía un cuentón. Pero eso no era lo importante, lo
impkrtante era que mijo se había vuelto alcohólico por lo cual pagué y fui
corriendo a la casa, al cuarto de mijo, y golpeé y golpeé pero no salió por lo
cual me fui a ver la tele y me quedé dormido.
Al día siguiente hablé con él sobre la
cuenta de la tienda y le dije que la había pagado pero que no se lo había dicho
a su madre; Gracias viejo, me dijo, pero nada más y del bolsillo sacó una media
botella de Zhumir de mango, licor de varones, que libó cual néctar en mi cara.
Yo le dije que me la diera y me tomé un trago largo y boté la botella por la
ventana con ira violenta. Ahí sí que me preocupé porque en vez de las
Pilseners, que son inofensivas y asquerosas, se había pasado al fuerte, había
dado un salto de corpúsculo menor a mayor; pero a la vez me consolé pensando
que no andaba metido en droga dura ni violaba, ni robaba ni mataba.
La Jime se enteró de todo y dijo que
eso era inaceptable, pero yo no quería escucharla. No sé por qué pero yo no
quería pedir ayuda a nadie, así que primero intenté distraerlo y le compré un
Xbox sin juegos, es decir el aparato pero sin juegos, sólo una caja de plástico
con alambres y circuitos enfundados en cauchos, y me senté con él y todo, como
invitándolo a departir en familia; pero nada, nada primero porque no teníamos
juegos y solo podíamos contemplar al aura del aparato, o sea solo podíamos
conversar, y segundo porque ahí empezamos a tener un vínculo estúpido por lo
cual antes de pensar en internarlo o de buscar ayuda todas las noches, después
del trabajo, me sentaba con él para contemplar el Xbox y hablar de hombre a
hombre, adoctrinarlo por las sendas del bien y recordarle la podredumbre de los
alcohólicos, la cirrosis, y para asustarlo le recordaba la muerte.
Me entendía clarísimo y yo para que me
aceptara y me respetara, para que me escuchara con más sentimiento, para que
viera que no era un adulto incomprensivo, además de contemplar el Xbox, me
tomaba con él primero una Pilsener, después dos, después una jaba y cuando
desaparecía la tercera jaba sacábamos el fuerte; pensé que así me escucharía y
no me equivoqué, me escuchaba en serio y discutía conmigo seriamente porque
mijo es muy sesudo para conversar, te engolosina fácil, y cuando digo fuerte no
digo Zhumir, que es meado de gusano, sino las de Johnny que tenía guardadas y
que sacaba breve pues nos las tomábamos como imbéciles evaporados de la sed; se
nos acabaron. Siempre que le sermoneaba terminábamos en la última, vomitando y
meándonos en las plantas de la Jime, la cosa es que el man me oía mejor cuando
estábamos tomando, era la única forma de acercarme a él. Así estuvimos hablando
de dejar de tomar mientras tomábamos, y esto por un mes; era como si la
conversación en realidad fuera una libación, hablábamos de lo inútil y lo malo
del guaro, claro, pero también hablábamos de cosas profundas como cómo nos
sentiríamos si dejáramos de tomar para siempre. Fue un gran mes.
Dejó de ir al colegio y yo dejé de ir al trabajo porque
teníamos la piel pálida y teníamos los cuerpitos tambaleantes, cuerpos hervidos
por el alcohol, ambos; pensé que lo estaba convenciendo poco a poco porque nos
quedábamos en la casa hablando del trago y bebiendo en su cuarto desde las dos
de la tarde, que era cuando nos despertábamos y empezábamos a libar fuerte y le
poníamos guaro a los cornfleis o mojábamos el pan en guaro y nos lo embutíamos
en la boca mientras retomábamos la contemplación del Xbox, y terminaba dándome
la razón. La Jime, por supuesto, se fue después de dejarme los papeles del
divorcio en una mesa porque no toleró nada más de dificultades, no me toleró y
además yo mismo rogaba que se fuera ya porque no podía más con ella y ella no
podía conmigo, tampoco: no le culpo porque mijo y yo nos embriagábamos y nos
arrastrábamos tanto que parecía que se nos hacían huecos en los meniscos de las
rodillas; además se nos venían las ausencias cerebrales enseguida y nunca
sabíamos qué había pasado el día anterior, que nunca dejó de ser un hueco negro
y profundo en nuestros encéfalos desquiciados. Encima de los papeles del
divorcio yo ponía el canguil sin usar tazón, abría la funda y volcaba todo el
canguil encima (incluido el canguil que no revienta, el durísimo), que era casi
lo único que comíamos además de pan mojado en trago, duraznos de lata,
cornfleis; y abría la siguiente botella hasta embrutecernos y enceguecernos.
Hablar se volvió cosas profundas;
hablar para nosotros era explicarnos lo que pasaría cuando no tomáramos, lo
cual sería como si estuviéramos en un paisaje donde sólo hay un árbol flaco sin
ramas y todo lo que hay alrededor es trago, un guaro tan vasto que llega hasta
los horizontes y se pierde la vista en él, y estamos allí y esperamos a alguien
que nunca llega y los días y las noches son iguales por la eternidad. Además de
arrimarnos al tronco del árbol flaco hablamos pero no nos entendemos y no pasa
nadie, nunca pasa nada tampoco y el guaro jamás se seca ni se acaba a pesar de
que nos lo tragamos con un embudo, está ahí inmóvil pero es negro y húmedo y
asqueroso, lo cual no nos importa. Pero un día del árbol sale una hoja de una
rama, que ha brotado como un bólido en llamas, y el trago se aviva y empieza a
subir como marea de playa y se empiezan a formar olitas que son inapreciables
en un primer instante pero en un segundo son desmedidas: primero del tamaño de
una ola estival, después del tamaño de una montaña y después del tamaño de un
planeta. Olas de trago nos ahogan.
***
Con mi liquidación compramos Modern Warfare para el Xbox
y así dejamos de contemplar para jugar; ahora que me caía y me arrastraba de
ebrio a lo mejor prometía ser buen jugador, y así fue. Jugábamos en el modo
multi, o sea los dos juntos desplazándonos por Afganistán y buscando arruinar a
tiros a la gente en la pantalla que se dividía en dos, donde la una parte era
él la otra yo. Y como estábamos ebrios éramos arriesgados y nos lanzábamos a
las misiones más descabelladas: en medio de la nieve íbamos con la metralleta
caliente intentando evitar que despegara un misil hacia la cabeza de la patria,
hermanados en la violencia y envalentonados por la virtualidad. Jugamos tanto
que se hizo aburrido y por eso decidimos enfrentarnos, o sea él contra mí en el
videojuego. Mijo era un as pero yo tenía la ventaja de la experiencia: la
primera vez me escondí y le lancé al rostro materiales desechados, tales como
una cajetilla de tabacos racía, para distraerlo y así ametrallarlo fácil, en
los ojos beodos le di balazos y le pegué también trompones cuando el
alimentador se agotó, hasta que me dolió el dedo gordo de tanto aplastar el
botón que trompeaba.
La segunda vez le herí en la cara con
una sierra y él me apuñaló en el corazón con un azadón; nos matamos varias
veces y en cada muerte, suya o mía, brindábamos porque había aún algo de
hermandad, que duró poco porque ahí empezó él a ganar con más frecuencia y eso
como que me dolió. Como yo era el que más moría me pedí una armadura que hacía
que no me muriera tan rápido sino que aguantara, como marine verdadero, el
dolor y la muerte (o que dilatara la muerte inminente rebotándome las balas de
la armadura); funcionaba así: si me daban doce balazos seguía vivo aun pero si
me daban cincuenta palmaba; lo cual no importaba porque enseguida empezaba otra
vez el juego para luchar por mi vida y venganza, y arruinar la de otros,
principalmente la de mi pupilo, mijo. Con esa armadura a veces triunfaba yo y
no él; lo ametrallaba un número ingente de veces y después celebraba con un
trago de fuerte o comiéndome un durazno, pero él me ametralló más veces, como
vengándose de su vida real, con saña, mordiéndose los dientes y haciéndolos rechinar,
con iras.
Ahí empezó cierta competencia, y digo “ahí” pero no sé
cuándo exactamente, a lo mejor cuando él era aún un feto o a lo mejor ahí
jugando Xbox en el momento que se dio cuenta que él podía conmigo, en la guerra
y en la vida. Los dos de enemigos nos volvimos feroces y malévolos porque
gozábamos de la muerte del otro y de la embriaguez; y esto siguió ocurriendo
hasta la última misión de Modern Warfare que fue una en la cual yo debía buscar
a mijo y meterle numerosas balas en la cara porque él era un árabe poderoso,
millonario y tenía la cara llura.
Fui hasta
su casa y entré disparando, maté a su perro, hija y esposa con mi arma
automática que pedorreaba fuego repentinamente y sin reparos, pero él no
estaba. En Modern Warfare uno puede, después de matar, arrodillarse y mirar al
muerto por lo cual yo me arrodillé y miré a la esposa de mijo, que era una
afgana hermosa y perfecta; y vi el cuerpo de su hija estirado al lado y quise
acariciar a mi nieta pero siempre que tocaba el control el personaje disparaba
porque yo sólo aprendí a destripar disparando; quise acariciarle el rostro con
la punta de mi ametralladora pero en vez de eso le di una ráfaga de gracia. Las
balas machacaban tejido y exprimían sangre, empujando su piel para adentro,
botando líquidos fuera, y yo en ese momento decidí parar; parar de jugar y de
tomar, para siempre. Me rindo, le dije, pero mis dedos siguieron manejando el
control y empinando la botella, estaba ido y no podía dejar. Después de
desgraciar completamente el rostro de su hija me paré y quise ver qué tenía
allí, la vida de mijo en Afganistán; y mi personaje solo disparaba, corría y
disparaba. Entonces corrí y disparé a la alacena y salieron volando lomitos de
atún en aceite y botellas de trago hechas hielos diamantinos de vidrio y guaro;
acudí al piso y me arrodillé para ver, entonces quise beber pero mi personaje
disparó y salieron chispas cuando las balas presionaron el trago contra las
baldosas a pesar de que yo quería beberlo, aplastando todos los botones
intentaba pero no me era factible porque sólo podía disparar. Me frustré y fui
a su cuarto y disparé a su cómoda y salieron volando pedazos de tela y fibras
delgadas por los lados de la pantalla. Pero en ese instante mijo llegaba a la
casa: un grito loco aterrador, mijo aullaba al ver a su familia inerte flotando
en sendas muertes, su hija y esposa entregadas ya al sueño del difunto;
entonces mijo llegó al cuarto en el que me encontraba yo y empezó a dispararme,
y me metió el acero de las balas así: el primero en la nuca y los restantes en
el tórax y piernas y brazos, tanto que no recuerdo, y me dejó tieso.