"Los perfumes". Capítulo 19 de La sombra del apostador, de Javier Vásconez
Intuí que en la sonrisa levemente dolorida que flo
taba entre sus labios había un pasado y un secreto tan bien guardado que por más que me esforzara no lograría vislumbrar. Se revelaba de forma evasiva, aparecía y se iba peligrosamente de sus ojos como un rasgo independiente y tan misterioso que me era imposible entender. Al verla hundida en uno de esos abismos de silencio, con el gesto suspendido entre los labios, advertí que no había indicios de comunicación en la mirada. Tampoco podía captar lo que sus gestos querían transmitir, tal vez porque estaban muy cerca de la muerte. Para mí, el pasado de Sofía era un paisaje recóndito donde yo no tenía cabida, donde todo poseía la confusa precariedad de los sueños y aunque intentara conservar la calma, asistiendo desde una silla a lo que parecía ser la evocación de sus viajes y ausencias, ella seguía siendo inaccesible para mí: yo no era más que un intruso que la miraba con desesperación.
Sofía permanecía con los ojos bajos, como si estuviera en otra parte, y en ese momento no era ella misma. Su mirada se había inmovilizado, y entonces me preguntaba adónde iba durante esos viajes imaginarios, pues eran para mí la forma más palpable de la traición. Mientras bebía una cerveza, consideré la posibilidad de que hubiera un hombre entre los dos.
—Tal vez no entiendas —dijo con naturalidad, mientras se restregaba los ojos como si saliera de un largo sueño—. Ahora no quiero hablar.
Después hubo un momento en que sonrió, sin tristeza, tal vez aferrada a un oscuro recuerdo. Había algo nuevo en su actitud, algo gozoso y complaciente cuando me miró parpadeando. Estaba encogida, esperando que se evaporara el miedo que su actitud había suscitado en mí.
Bruscamente me volví para decirle:
—Contármelo, te aliviará.
—Nunca te he prometido nada —dijo poniéndose de pie—. Y ahora tengo que irme.
Bajé la vista hacia sus pechos, que se realzaban debajo de la blusa. Había querido ensuciarla con la mirada, para que se cumpliera vengativamente mi deseo de que se quedara esa noche conmigo: quise ir construyendo junto al clamor de la lluvia nuestro secreto, pero Sofía avanzó desmayadamente por la habitación, haciendo balancear la cartera, abrió la puerta y partió sin despedirse. ¿Por qué razón siendo una mujer de tanto misterio, de extrañas cualidades, dotada de inventiva y una capacidad ilimitada para vivir ciertos contrastes, sentía tal desconfianza hacia el amor? Parecía ocultarse cobardemente en su caparazón.
Sofía nació para impresionar, su silencio amenazaba con volverse peligroso, sobre todo cuando iba y venía desprovista de ataduras por mi vida, pero
protegida por un misterio que había empezado a inquietarme. Con el tiempo llegué a pensar que estaba casada. Le hice una serie de preguntas y ella respondió sin alegría.
—¿Cuándo vas a dejar de preguntar?
A partir de ese día tuve la absoluta certeza de que había otro hombre en su vida. De vez en cuando lo imaginaba de pie contra una ventana, pero no podía ver su rostro con nitidez. Poco a poco esa presencia obsesiva fue emergiendo en mis noches de soledad y se volvió tan real como los objetos dispersos por el cuarto. Había aprendido a convivir con ese hombre, le atribuí un destino improbable y hasta aumenté rabiosamente su edad. Me daba cuenta de que era necesario inventarle un rostro, incluso darle un nombre, para que mi odio o mi infelicidad creciente tuvieran al fin un asidero concreto.
Al otro extremo de la ciudad, Sofía y aquel hombre probablemente llevaban una vida corriente, tediosa y sin memoria, pensaba yo, una existencia que no
me pertenecía. Además, era consciente de que a pesar de haberles dado un espacio de intimidad, yo actuaba guiado por una secreta perversión, ya que les hice compartir una pieza sórdida y una de esas camas metálicas que venden en el centro. Podía imaginarlos prolongando sin fe y con ojos cansados el ritual nocturno del amor. Al hombre lo veía abrumado y silencioso, fumando, bajo la única luz que encendían cuando estaban juntos. Sofía estaría en la cama con los senos vencidos hacia los lados, y él sin saber que esa misma tarde ella había estado conmigo y que entonces mordí sus labios.
Era una de esas noches de mayo en que la luz de la luna palpita con gravedad líquida sobre la ciudad. Después de ir al cine caminamos hasta una cantina de la Plaza Marín, envuelta en una penumbra incómoda donde había tantos ojos acusadores como en un sueño. Allí Sofía y yo intentábamos aplazar sin éxito el momento de nuestra despedida. Supongo que teníamos ese aire de deportados que la mayoría de las parejas suelen tener en las estaciones. Después de unas horas, ella iniciaría un viaje a un pueblo del interior, según decía, para comprar artesanías. Es posible que fuera esa noche, incongruente y lúgubre, con la luna irradiando un resplandor cambiante sobre la plaza, y los rostros de los pasajeros mirándonos desde los autobuses, cuando volví a indagar con tenacidad sobre el pasado de Sofía. De nuevo percibí algo que podía afectarme, la imagen recurrente de un hombre que iba y venía parsimonioso por mi imaginación, mientras me despojaba de lo único que aún tenía: un rostro exhausto y envejecido por el insomnio, incapaz de reconocerse frente al espejo cuando pensaba en Sofía. Era como si continuase atrapado en la lógica del sueño, porque el hombre no parecía haber ingresado en la vida de la ciudad con el propósito de que yo pudiera descargar mi odio hacia él, sino que se ocultaba igual que una ameba entre los pliegues de mi conciencia.
En los andenes de la estación había una multitud que esperaba hacinada. Apenas se alejaba un bus dejando tras de sí una nube de humo, se detenía el siguiente delante de la cantina. Un hombre bajó por la portezuela, entró y compró cigarrillos. Al salir dejó abierta la puerta. El motor del autobús seguía encendido. La mesa donde estábamos Sofía y yo empezó a vibrar. Fue cuando ella se puso a hablar. Me sentí dominado por el miedo, incluso sumergido en una especie de irrealidad, al percibir aquel ruido ensordecedor producido por los autobuses. Ahora escuchaba pasos apresurados, y por un instante maldije la inveterada costumbre de los choferes de hablar a gritos. El aire volvió a colarse por la puerta. Me estremecí, con una punzada en el estómago, al ver el rostro pálido y vulnerable de Sofía, que hacía girar el índice sobre el vaso. Por un momento me sentí un canalla, pues había sucumbido a la emoción ignominiosa que experimentaría un interrogador si hubiera estado frente a ella.
—Voy a contarte algo, pero no intentes comprender —dijo, sonriendo con lástima de sí misma—.
Porque fue mi padre el que empezó todo. Hace muchos años. En una casa del centro. A mi madre le obsequiaban muestras en la perfumería donde trabajaba. Recuerdo los frascos en miniatura, abombados, que iba dejando sin abrir por toda la casa. Una tarde, aburrida y particularmente triste, en la que no tenía nada que hacer, me sentí cautivada por el olor que salió del interior de uno de ellos. Esos frascos de vidrio coloreado constituían en sí mismos un objeto sofisticado, cuyas formas y contenido ejercían sobre mí un poder inmediato. Al abrirlos se me revelaba un secreto. Los perfumes podían volar, como los pájaros en el patio de la escuela. Pero mientras los pájaros daban vueltas y más vueltas hasta alejarse, los perfumes, en cambio, venían del frasco directamente hacia mí.
—Quién se hubiera imaginado —dije parpadeando y tal vez incrédulo, al ver el brillo de sus ojos—. Pensar que asistías a la escuela perfumada...
—Te equivocas. Yo era una niña retraída y solitaria, vulnerable a la indiferencia con la que mi madre me trataba, porque ella siempre parecía estar ocupada, salvo cuando venía mi padre. Entonces cambiaba de carácter. Pero él tampoco reparaba en mí, de modo que esos frascos con olor a sándalo que se amontonaban en un aparador de la cocina eran mi compañía. Adentro había un jardín imaginario. Narcisse noir... Violette précieuse... Y a partir de aquella
tarde empecé a usar perfume después del baño. En el colegio me llamaban la Perfumada. Al principio los olores me produjeron náusea. Hasta que me fui
habituando a ese aliento de frutas secas. Porque a pesar de mi corta edad yo me esforzaba por entender lo que venía escrito en los catálogos, aunque no
siempre lo lograba. ¿Qué quieres que te diga? Supongo que a esa edad mi vocabulario era reducido, lo mismo que mi capacidad para asimilar ciertos términos. Era tan limitada mi comprensión de las palabras que le pregunté a mi madre, pero no supo o no quiso ayudarme. Acudí entonces donde una profesora.
Se sorprendió, y luego de pensar un momento prometió facilitarme un diccionario. «Ahí encontrarás lo que buscas», dijo. Al llegar a casa me encerraba
con el libro en el baño y me desnudaba frente al espejo. Así supe que el jazmín es originario de la China, que el sándalo viene de la India y la mirra de los trópicos. En una etiqueta, Jean Paul Guerlain afirmaba que un perfume podía ser la forma más intensa del recuerdo. En mi inocencia creía todo lo que ahí leía,
creyendo que se cumpliría. Me acostaba desnuda, con los ojos cerrados, esperando que pasara algo. En una ocasión me quedé dormida. Al despertar tenía la
boca seca, sudaba y durante toda la tarde estuve mareada. Palabras como láudano y pachulí, la forma de algunos envases y ciertos olores, me resultaban
tan excitantes que yo vivía como narcotizada. Las sesiones frente al espejo se prolongaban hasta que venía mi madre y golpeaba irritada para que abriera
la puerta, pero yo estaba trastornada. Esa tarde, riéndome, le respondí con insolencia: «Aquí hay un hombre sin cara, un hombre volando...». Podía adivinar
el gesto de incredulidad en su rostro, el silencio al otro lado de la puerta. Yo siempre fui una niña reservada y obediente. Mi madre creyó que al salir me
disculparía, pero me limité a escuchar su respiración. Eso me produjo dolor y placer al mismo tiempo. «¡Qué dices!», gritó con una mezcla de autoridad y
desaliento, recorriendo con pasos nerviosos el pasillo. Detrás de la puerta yo escuchaba extasiada, imaginando la mueca de su boca, como cuando mi padre
dejaba de venir por unos días y lo esperaba sentada en la cocina con un pañuelo húmedo sobre la frente. Pero no abrí la puerta, porque estaba desnuda y con
un frasco de perfume entre las manos. Al salir me abofeteó. Sin decir nada, corrí a esconderme, y ese fue el preludio de mi resentimiento. Yo había inventado un jardín imaginario, un jardín hecho de violetas, azucenas, nardos y rosas para mi piel. Una tarde encontré a mi padre leyendo un periódico en la sala. A los doce o trece años, todas las tardes me parecían idénticas. En mi recuerdo se han fundido con ese horror estacionado, desagradable, que me producen aún los días feriados. Al empujar la puerta, sin alegría, tuve la sensación de regresar a un lugar donde no me esperaba nadie. Debía cumplir con algunas tareas rutinarias: hacer la cama de mamá, poner agua en las violetas de la cocina y terminar los deberes del colegio. Después podría encerrarme con los perfumes dispuestos alrededor de la tina, donde cada uno despediría un olor diferente, un olor que estaba ahí y podría transportarme hasta una playa desierta o cerca de un bosque de pinos. Pero esa tarde fue distinto. La presencia de mi padre me alegró, porque no era usual que nos visitara. Sólo venía por unas horas.
Subía al dormitorio con mamá, y a veces yo escu
chaba desde la cama los lamentos de ella al despedirse junto a la escalera. Pero él siempre se marchaba antes de la madrugada. El reloj había dado las cinco y media en el comedor. Mi madre tardaría bastante en llegar, así que fui a la cocina y puse a calentar una humita y la leche para el chocolate. «Papá respira como ese reloj, tiene un péndulo que va y viene», recuerdo haber pensado, cuando oí que me pedía un café desde la sala. «Gracias», dijo sin levantar los ojos del periódico. «Déjalo en la mesita. Eres una buena hija.» Había expresado en voz alta una opinión acertada sobre mí, y eso me produjo una cierta incomodidad, pues quería protegerme de sus palabras. A medida que pasaba el tiempo pude sentir hasta dónde llegaba su cariño. Se puso de pie para hacerme una caricia en la nuca. Algo ocurrió dentro de mí. Subí corriendo hasta el baño. Sentí angustia, tal vez miedo, había ido a perfumarme y pensaba que muy pronto vendría mamá. Pero no vino. Escuché los pasos de mi padre subiendo la escalera. Al ver el reflejo de su chompa en el espejo, su cara asomándose con asombro a través de la puerta entornada, sentí una sacudida aún más violenta. Sentándose en el borde de la tina separó el cerquillo de mi cara y con voz apacible preguntó:«¿Te gusta perfumarte? Entonces ya eres una señorita». Desde ese momento intuí una forma de libertad y de dicha. Actuaba como si fuera enteramente feliz, pero a lo mejor estoy cegada y envilecida por algunos recuerdos, pues con los años he descubierto que él no tenía rostro y que tan sólo representaba una forma particular de olor y deseo: un olor que yo estaba haciendo que durase lo más posible. Sentí miedo, tal vez fue mi primer contacto con la muerte. Pero también una revelación, por la forma como crecía dentro de mí, excitándome. Miedo al sentir su mano sobre mi cuello. Quizá hubo una sonrisa, una caricia, pero cuando se inclinó con el frasco de perfume disponiéndose a soltar los botones del vestido noté que vacilaba, pensativo, y que tenía los párpados cubiertos de sudor. Fue cuando supe que estaba sola ante la luna del espejo, con ese hombre que era mi padre y que me concedía su particular forma de violencia o de amor. Luego procedió como un médico, tanteó y perfumó con manos ásperas mi cuello, sonrió torciendo la boca hasta lhenar mis labios con su olor a cigarrillo. Después me dirigió una larga mirada recelosa. Hubo un brusco despertar, una ligera resistencia de mi parte, cuando el olor de su cuerpo, ese fuerte olor a chivo, se adhirió con felicidad a mi piel, y entonces supe que estaba condenada para siempre a la tristeza y al agravio. Se apoderó de mí la misma sensación de plenitud que había percibido durante las sesiones en el baño. Ahora estaba como dormida, inmóvil, diciéndome «estoy muerta, no existo más que para él», pero no tardé en percibir un cambio de actitud. Al mismo tiempo que se arrodillaba, se quitó la chompa con firmeza, la extendió sobre las baldosas blancas del baño, tan blancas como la luz de un hospital. Entonces vi líneas de sudor corriendo por los pliegues del cuello hasta su pecho. —¿Y tu madre, qué decía? —me atreví a preguntar.
—Una noche vino a mi cuarto y se sentó al borde de la cama. Quizá ya era verano, no recuerdo con exactitud. Y tomándome de la mano confesó que por fin se sentía querida por mi padre. A veces la oía silbar en la cocina. La verdad es que no tenía por qué entender. El secreto era entre mi padre y yo. No, no me arrepiento de haberme equivocado —añadió.
—¿No lo odias? —pregunté—. Al fin y al cabo se trataba de tu vida.
A continuación volvió la cara hacia mí. Vi correr lágrimas por sus mejillas pálidas en aquel amanecer trepidante, con los ruidos recién llegados de la calle, mientras se iba replegando hasta ocultarse y desaparecer en la penumbra.
Repentinamente me puse de pie. Fui hasta el baño. Estuve mirándome con las manos apoyadas en el borde del lavabo. Una mancha cruzaba la superficie del espejo, hasta ocultar una parte de mi cara. Me sorprendí tocándome con mano insegura el rostro. Deseaba asegurarme de que seguía allí. Porque sospechaba que a partir de ahora tendría un rostro oprimido entre el dolor y la vergüenza.
Tal vez yo deseaba auscultar el otro lado de la luna, auscultar esa forma particular de locura. Podía imaginar al hombre entrando a la casa y subiendo como un ladrón hasta el dormitorio, cuando la madre no estaba, y concediendo unos instantes a la niña para que se despojara del camisón, mientras se iba recostando a su lado. «No tienes que hacer nada. Es sólo el cuerpo de un hombre, un olor que viene de muy lejos», pensaría ella.
Aguardé un instante antes de volver a la cantina. Al salir vi que ella se había marchado. Una pareja de jóvenes ocupaba alegremente la mesa.
Fragmento de la novela La sombra del apostador. Finalista del Premio Rómulo Gallegos. Capítulo 19 © Alfaguara México y Ecuador.