Víctor Fowler (La Habana, Cuba, 1960) Poeta, ensayista, crítico, narrador. En 1987 se graduó como Licenciado en Pedagogía (especialidad Lengua y Literatura Españolas) en el Instituto Superior Pedagógico Enrique José Varona de La Habana. Ejerció como profesor de la enseñanza media. Ha publicado los poemarios: El próximo que venga (1986, Editorial Extramuros), Estudios de cerámica griega (1991, Editorial Letras Cubanas), Confesionario (1993, Editorial Abril), Descensional (1994, autoedición), Visitas (1996, Editorial Extramuros), Malecón Tao (Ediciones UNIÓN, 2001), Caminos de piedra (Centro Provincial del Libro de Ciudad de la Habana, 2001), Historias del cuerpo (2001; Premio de Poesía en el Concurso "Luis Rogelio Nogueras" en 1999, y el Premio de la Crítica Literaria 2001) y El maquinista de Auschwitz (Unión, 2004; Premio UNEAC de Poesía 2003 "Julián del Casal" y el Premio de la Crítica Literaria 2004). Su poemario La obligación de expresar resultó ganador del Premio Guillén en 2008, convocado por la Editorial Letras Cubanas, la Fundación Nicolás Guillén y el Instituto Cubano del Libro. Es también autor de tres novelas y cientos de cuentos aún inéditos, así como de los ensayos La maldición. Una historia del placer como conquista y Rupturas y homenajes, y de la antología La eterna danza, que recoge la poesía erótica de los últimos doscientos años cubanos.
LA MIRADA DEL BAILARÍN
La mirada del bailarín que pudo ser la mía cuando salgo al balcón a contemplar la lluvia. El ambiente (me hubieras visto tomar esa foto del patio vecino y escribir al pie: Beirut, a las 3 de la tarde). La ciudad, por ejemplo: evidente y descarnada, sin gracia, todavía más pobre. El olor de madera húmeda, de argamasa podrida o cables requemados. El crujido de cosas, cual si cayeran o pasaran arrastrándose, cual si el final del agua -como en otros lugares cuando termina la nevada- fuera una invitación a la chiquillería para que salte entre los escombros, se bañe en los charcos, haga muñecos con el desperdicio. En ese instante no pienso, sino que me dejo invadir por el mensaje fluyendo desde los sentidos: la promesa de un cambio, esa electricidad que flota detrás del aguacero. La sensación de que algo todavía no terminó.
EL GOZADOR DE LA CALLE OBISPO
La desaparición de un mundo brilla en los ojos del mensajero de la ruina, bailarín de la calle Obispo, gozador. En él, igual a un océano, viejos y nuevos sones confluyen: la tradición y el futuro. Lo ves moverse a diario: demencial y, a la vez, típico y reconocible. Cada vaivén del cuerpo un nuevo acto de escritura bajo el sol de la media tarde. El oscuro rostro de la locura: el esclavo de la música, frente a las dos bocinas que han puesto afuera de la tienda de discos. En la miseria del anciano de vestidos rotos que sonríe sin descanso y marca el ritmo. Tanta felicidad confunde. Parece impúdica en la suciedad del lugar súbitamente alumbrado y mejorado. Tal vez extrae su fuerza de algo recóndito. Alcantarillas o tuberías del gas o -más abajo aún, metros- de donde la humedad de mil pequeños ríos se une. La Habana, dicen, ya no lo puedes ver, pero es una ciudad encima del agua.
EL DESLIZAMIENTO DE LA MONTAÑA
Cansancio sobre la colina habanera desde donde observa la ciudad. Haya su lado una silla cubierta de polvo y un poco más allá pequeños montones de basura, duros ya como piedra. De repente lo gana el deseo, bien sabe que absurdo, de numerar la silla lo mismo que una casa, de asegurarse un lugar hasta la muerte para gozar los acontecimientos. No siendo parte, desde lejos, como si estar allí encima concediera cierta inmunidad, cierta frialdad de juicio al juzgar lo que ocurre. En días de solo lluvia dormiría bajo la silla. En días de frío haría fuego con los desechos. Mientras no llega el instante, simplemente descansa. Cansado de esperar a que los hijos crezcan. Del pico que golpea entre las olas. De las tormentas. De los azares de la autobiografía. De la madrugada de 1994 en la cual lloramos mi esposa y yo porque el mundo había cambiado al parecer para siempre. De escribir estas líneas, incluso. |