Selección de Emilio Coco
Alma Malher
Yo también lo prefiero. Es más bella la mano al pulsar una cuerda invisible.
Cuando duermes, reaparecen las tres mil sombras de tus dedos tejiendo filigranas en el oscuro cuello del dragón.
Te miro inquieta sin atreverme a respirar.
Es la hora más alta del doble vuelo nocturno.
Escribo en la seda de tus párpados mi temor de perderle, de que huya como un gato por los techos, de que salte y reviente la cuerda de todas las campanas del mundo, de que se despeñe con el sonido metálico de un arcángel en el centro mismo de la orquesta.
Yo también lo prefiero cóncavo y oscuro.
La clave blanca y negra de todo cuanto existe se advierte en su sinfonía de agujas.
Clara Westhoff
para María Clemencia Sánchez
Qué cercanas y distintas las hojas de un mismo árbol.
Crecen silenciosas en la contemplación de sí, de sus bordes, en el trabajo minucioso del insecto que las hiere.
Apenas unidas por un hilo de savia a la corteza del mundo, a su naturaleza vegetal.
El viento las obliga a inclinarse sobre su propia sombra y en el misterio único de ser Sauce o Avellano, se adhieren, se compenetran sin perturbarse. Así, recibirán a un tiempo su gota de lluvia, el beso ígneo del verano.
Caerán también bajo la misma luz, rodearán como sílabas diversas de un mismo alfabeto la profundidad de las raíces, la grieta oscura del tronco que las vio levantarse y permanecer.
Sylvia Plath
Todo lo ha devorado el invierno y el jardín de rojos tulipanes en el que ocupé mis manos ha iniciado su descenso definitivo.
La casa es un viejo sarcófago de vigilias y pergaminos desechos. En ella duermen las ruinas de mi corazón.
A través de la bruma sólo puedo distinguir el rencoroso brillo de las abejas.
No hay perfección.
Mi cuerpo es un camino cerrado, reflejo de una luz marchita. Nunca se bastó a sí mismo. Nunca.
Detrás de los muros, por entre las grietas, vuelve a mí el eco de la fiebre palabras que revientan bajo la escarcha como pequeños ríos de mercurio.
El invierno ha perdido mis pasos en la nieve. Sangra en el aire su condena.
Será nuestra la vida en el temblor de una palabra, la que se aferró a la piedra como si se tratara de un cuerpo infinito, la que avanzó en su noche contra todos los pronósticos sin volver la mirada, sin sentir compasión por lo que dejaba atrás. Ella, la que arrojó el corazón a una jauría de perros hambrientos, la que cruzó el cerco de sus propios límites con la cabeza en alto, la que ahora espera –sin tiempo– a que alguien diga su nombre cuando todas las bocas han sido sepultadas.
El silencio me toma del brazo y como al niño ciego me conduce.
Algo en mí percibe su brillo de abeja misteriosa, su enorme cuerpo invisible en el que palpitan la sangre de antiguos dioses, los árboles de la infancia, el mar de lo desconocido.
Queda su temblor en el aire. Puedo tocarlo, palpar sus formas, escuchar el sonido que produce al entrar en el cuerpo vivo de una palabra, la oscura vibración del silencio cuando mi corazón pulsa sus cuerdas.
Tanto caminar en el mismo laberinto y todavía no se reconoce la piedra en la que tropezamos una y otra vez.
El olvido llueve sobre los ojos, y simulamos dar un paso adelante.
Alguien sostiene con su sombra el peso de lo que un día, una noche, volverá a repetirse. No hay una máscara para el miedo, tampoco para la muerte. Todos los muros que nos rodean están siendo escritos por el paso de las horas, por nuestras largas vigilias, por el secreto deseo de la sangre, por la insistencia del amor y el fracaso, por la oscura ceniza que una vez fue nuestra casa y nos obliga a permanecer.
Pregunto entonces con la boca de los muertos: ¿qué de ti quedó entre las rosas?
Y si esta piedra fuese nuestro pan y esta palabra sombra la única luz que nos asiste al terminar el día
y si la luz fuese la prueba de nuestro abandono y si el abandono fuera nuestra más firme certeza
y si la certeza fuésemos nosotros mismos en manos de la muerte
y si la muerte se abriera como el exilio de un cuerpo que se resiste a la nada
y si la nada fuese nuestra mesa y la copa en que bebemos un vino amargo y lejano
y si la lejanía se agolpara de pronto en la terrible inocencia de permanecer con los ojos abiertos
y si los ojos fuesen las puertas de nuestra derrota
y si la derrota trazara el mapa del destino como el pájaro enfermo la grieta de su soledad en el aire
y si el destino cayera sobre nuestra página en blanco y barriera las hojas de lo que un día fue nuestro árbol primero
y si el árbol se inclinara sobre las ruinas del amor y las cubriera de musgo y hundiera en ellas sus raíces
y si las raíces fueran el cielo y el vacío de unas manos que nunca han de aferrarse a cosa alguna y sin embargo escriben en la piedra y siguen el curso de su noche cerrada
y si la noche no fuese otra cosa que la noche
intemperie
verticalidad de un hombre solo en su caída. |
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