Literatura‎ > ‎

Alejandra Pizarnik | Marco A. Campos

ALEJANDRA PIZARNIK:

LA QUE DEBIÓ CANTAR 

Por Marco Antonio Campos


 

Mejor hagamos un mundo

para que Alejandra se quede

Juan Gelman, “Proposiciones”

 

a Cecilia Romana 

 

Fue una extraña en la tierra, y lo sabía. Fue y se sintió como “un pájaro abandonado”, una “pequeña olvidada”. Hondamente lúcida, sabía interrogar las grietas que se abrían en su mente, como si supiera que en su vida y en su alma había “una partición de soles negros”. En sus mejores momentos, que fueron muchos, como señalaba Valéry, se nota que  tuvo talento, “y algo más”. Desde el principio la poesía le sirvió como vía y puente para una minuciosa exploración de sí misma que duró cerca de veinte años y que le permitió describir su lenta y feroz autodestrucción.

   La gran mayoría de sus poemas son breves o brevísimos y parecen o son como veloces cuchilladas de fuego que vuelan en el aire, pero que se vuelven contra ella misma y acaban tasajeándole cuerpo y alma. Por demás, son casi imposible de explicarlos sin volverlos mala prosa. Ultraconsciente del lenguaje, Alejandra Pizarnik a menudo dijo cosas que definirían su Poética. “Hago –se hacen- algunos poemas”, le refiere en junio de 1960 a su psicoanalista León Ostrov[1], es decir, Alejandra escribe el poema, pero también algo dentro de sí, que no sabe dónde nace ni se halla, lo escribe. En un instante de su último libro El infierno musical (1971), expresa: “Por eso cada palabra dice lo que dice y además más, y otra cosa”, lo cual, para lograrlo, lo sabía, se necesita una exactitud matemática. ¿Para qué y para quién escribe? En otro poema del último libro (se) responde: “Había que escribir sin para qué y sin para quién”, o sea, escribir por el placer de hacerlo y sólo buscando la belleza.

  Los poemas muy breves deben ser como un relámpago que ilumina unos instantes y desaparece. Pese a la brevedad, un buen número, sin embargo, se le escapan en la última línea, y en un poema con esta extensión eso lleva a que se caiga casi todo[2]. En sus tres primeros libros: La tierra más ajena (1955), La última inocencia (1956), Las aventuras perdidas (1958)[3], publicados entre los 19 y 22 años, ya encontramos un filo cortante y un hilo que llevará hasta los últimos como si fueran, con sus innumerables variantes, uno solo. Es casi imposible que un o una poeta en la verde edad tenga un rico vocabulario y una exactitud en el trazo ardiente de imágenes, pero Alejandra en algunas partes del segundo pero sobre todo en el tercero los tiene. Contra todo o por todo, desde entonces lograba comunicar sus miedos (que en su escueta vida nunca la abandonaron), sus angustias (al final muy difícilmente controlables], sus visiones y alucinaciones (terríficas e hirientes), su desvalimiento que la hacía querer irse de sí misma y del mundo, pero también, en esa juventud anhelante, una furia por vivir que terminaría en una sed no saciada. Ya en estos primeros libros hay un viento de imágenes y símbolos, de señas y contraseñas, que acaso aprendió en las vanguardias,  principalmente en el surrealismo, pero por fortuna, a diferencia de éstas, no se quedó en los múltiples artificios ni en las experimentaciones lúdicas, sino fue dejando gotas de sangre, es decir, para ella lo primordial fue la intensa emoción que debía transmitirse a los lectores. Sabía o intuía que las modas eran veranos que pronto disipaba el otoño y ya nadie recordaba en invierno.

   “Te deseas otra”, dijo, y tal vez no sólo fue un deseo. Dentro de sus disgregaciones psíquicas tuvo una honda conciencia que en ella habitaban dobles, que a su vez se duplicaban o desdoblaban, o aún más, se multiplicaban, es decir, de que existían en ella  una pluralidad de Alejandras. En el último poema de su libro de veinte años La última inocencia (“Sólo el nombre”) expresó este saberse doble:

alejandra alejandra

debajo estoy yo

alejandra

La final repetición del nombre, la cual da un efecto de una lápida que deja caer, nos deja una sensación de ahogo y angustia[4].

   Sus dualidades en poesía eran perceptibles, aun en sus lecturas. Fue una ávida lectora y en sus borradores se nota, como observa Anna Becciu, el calculado esmero con que fueron escritos. No en balde, por una vertiente, leyó a fondo poetas, bien o mal llamados malditos -Blake, Nerval, Baudelaire, Rimbaud, y más que a nadie, creo, a sus almas gemelas el austriaco Georg Trakl, “el perro de Lautréamont” y Antonin Artaud-, en los que descubría o se le revelaban afinidades en la locura sombría, en la razón agujerada, en visiones de delirio, en los descensos abisales causados por la adicción a las drogas, y por la otra vertiente, una consonancia con dos poetas a la vez sencillos y complejos de honda penetración intelectual  como sus compatriotas Roberto Juarroz (Poesía vertical) y Antonio Porchia (Voces)[5]. Asimismo quizá podríamos hablar de algún parentesco lejano con los poemas ásperos y arduos del “gorrión de Amherst”, la ultrasolitaria Emily Dickinson, y con las exploraciones órficas de Olga Orozco. Sin embargo, me parece que no se ha notado que hay alguien con quien tiene secretas y hondas semejanzas en su existencia trágica y en su obra artística de admirable formato menor, en su autoexploración cruenta y desgarradora, en su destino ferozmente adverso, en su conciencia de habitar con sus dobles, es con una pintora mexicana de quien tal vez no vio un cuadro ni supo de ella: Frida Kahlo. Incluso la Pizarnik escribió a su manera un Diario tan extraño como el de Frida. Ninguna imaginó la leyenda tardía que el destino les deparaba.

   En el ensayo sobre Gérard de Nerval, escrito en 1944, Paul Valéry, observaba que el estado de canto, era entonces menos buscado que el estado de extravío. Eso quedaba muy bien aún en las décadas de los cincuenta y sesenta y un ejemplo fatídico fue Alejandra Pizarnik, quien, desde la infancia hasta su temprano fallecimiento a los 36 años, vivió entre el purgatorio y el infierno con breves estancias en el paraíso, y al final sólo en el infierno. En este aspecto ningún poema es más característico, aun si peca de escabroso y tremendista, que uno en prosa, inusualmente largo, “Extracción de la piedra de locura”. No en balde en ese estado de extravío se repiten a lo largo de su obra palabras, que son también experiencias urgentemente vividas, como noche, sombras, muerte, miedo, naufragio, ausencia, gritos, aullidos, llanto, silencio, y también la pérdida del nombre, la edad que no dice… Y un sentimiento que casi no aparece, pero que está como una sombra en el adentro de sus versos: la culpa, o tal vez mejor, la Culpa.

   Abundan en su poesía los instantes en alto fuego. Sólo una verdadera poeta puede escribir desde muy joven versos como este, que describe tiempos difíciles: “He yacido días animales”, o este, epítome de toda su angustia: “Pájaro asido a su fuga”, o este, de una belleza indescifrable: “La que murió de su vestido azul está cantando”. Alejandra Pizarnik vivió y creció con miedo. Sus miedos están rayados aquí y allá en su poesía, en sus cartas a Ostrov, en su extraño Diario. Sus versos se van colmando en sus libros finales de un descarnado horror, de un atroz desconsuelo, de una cantidad de fragmentos que detalladamente la desgarran. Los ritmos mentales se vuelven más sinuosos y se convierten en ella en imágenes trémulas, distorsionadas. “Nada se acopla”. Caminaba a la deriva por una casa donde sólo había habitaciones oscuras y se golpeaba una y otra vez con los muros. Terminó por ser como una salamandra que ardió en su propio fuego.

   Si nos atenemos a lo escrito por Elena Bellot en un artículo[6], su estadía parisiense fue algo próximo a un breve paraíso: “Y sin embargo, hubo una Alejandra Pizarnik casi feliz. Fue en París, probablemente, donde vivió entre 1960 y 1964. Con veintipocos años, leía fervorosamente a su amada literatura francesa, se acostaba con hombres y mujeres fluidamente[7], se hacía amiga de Octavio Paz y de [Julio] Cortázar[8], vivía sola en cuchitriles atiborrados de papeles y frasquitos de pastillas. Pero más que nada esta sensación de casi felicidad era producida por la satisfacción poética, por las palabras”. Algo hay de cierto en lo último. Son los años en poesía donde ya se observa una resplandeciente madurez. Ha dado ya el salto. Publica Árbol de Diana (1962) y ya tiene adelantado el próximo, Los trabajos y las noches, que saldrá en 1966. Respecto a lo dicho por Elena Bellot que la “casi felicidad” fuera dada ante todo por la “satisfacción poética”, es más que dudoso. Desde luego la poesía fue entonces para Alejandra su mayor y más hondo refugio, pero la “satisfacción poética”, si se compara con muchos de los infiernos diarios, resultaría apenas una magra, o si se quiere, una mediana compensación. Basta leer las cartas a León Ostrov, las cuales son de una sinceridad que espanta, para que quienquiera se dé cuenta de que el sol para Alejandra salía por otra parte: la nostalgia negativa por Buenos Aires, “ciudad tan fea”; la atroz ambigüedad de su relación con los padres  y en especial con la madre (aun sueña alguna vez hacer el amor con ella); las temporadas en que, entre pastillas y alcohol, morando en habitaciones míseras y antihigiénicas, vive hundida en la sordidez, de la que termina por cansarse, y sobre todo el asalto continuo de depresiones, vértigos y horrores  que le hacen ver muy de cerca la locura y la muerte. París, como decía Alejandra, representó “”un lugar de ensayo para vivir”. Tal vez sin París no hubiera sido quien fue o como terminó siendo. Fue el sitio donde se desarrolló más humana, intelectual y poéticamente, pero eso a menudo no tiene nada que ver o muy poco con la felicidad.

   En cuanto a los poemas de amor de Alejandra son de una ternura honda y no hay resentidos reclamos ni rencorosas injurias al amado o a la amada. En su diaria y exacta autodestrucción, que fue tornándose más violenta en sus últimos años, no buscó la destrucción del otro o de la otra, ni quiso vengarse de nadie. En esto Alejandra se encuentra muy lejos de la magnífica furia de Rosario Castellanos y Blanca Varela. 

  Hablamos de la noche. Mientras la línea de Vicente Huidobro “Buenos días, día”, nos causa una alegría y un asombro por la luz de la ilusión que nos da de seguir en la vida, aquella de Pizarnik: “Noche que te vas/buenas noches”, nos produce, en cambio, tristeza e intranquilidad. La noche domina de una manera palmaria como imagen o emblema o paisaje o alto cielo interior en casi toda su obra poética. No se halla sólo en el alma, sino en el corazón, las manos, los ojos. “Toda la noche hago la noche. Toda la noche escribo. Palabra por palabra yo escribo la noche”. Su obra fue una desolada serenata nocturna.

   Desde muy joven la Pizarnik anheló con sed de sed habitar la vida, hablar con “el pájaro sabio en amor” y conocer sin límites la libertad libre. Los dioses no le dieron nunca, salvo momentos menos o más prolongados, el alivio del equilibrio ni las llamadas de la dicha, pero en poesía le otorgaron un talismán que encantaría a numerosos lectores y lectoras para siempre. Desde muy joven asimismo estuvo diciéndose adiós: “con todas mis muertes/ yo me entrego a mi muerte”.  Si leemos sus cartas, la idea del suicidio la persiguió desde muy temprano, y si no llegó entonces a la solución final, fue tal vez por la poesía: no quiso irse, para decirlo con Vallejo, sin “llevar diciembres, sin dejar eneros”. “La gran muerte”, que la alcanzó en 1972, creó la irradiación oscura para el nacimiento del mito en que tiempo más tarde se convirtió.

   Me gustaría acabar este trabajo con una brevísima pieza lírica de una desolación sin fondo, “La máscara y el poema”, con espejeos del Rimbaud de Iluminaciones, que se halla casi al final de su último libro El infierno musical (1971), y la cual cifra emblemáticamente su solitario paso por una tierra que le fue desde siempre ajena: “El espléndido palacio de los peregrinajes infantiles./ A la puesta del sol pondrán a la volatinera en una jaula, la llevarán a un templo ruinoso y la dejarán allí sola”.



[1]  Cartas: Alejandra Pizarnik/ León Ostrov. Edición de Andrea Ostrov, Eduvim, Buenos Aires, 2012, pág. 43. Escritas casi todas en el período parisiense, sobre todo en 1960 (residió hasta 1964), las cartas son un devastador documento de gran belleza literaria de un caso clínico de miedos, terrores, angustias, trasgresiones, súbitas felicidades. En él ya se muestra el terror de AP de quedarse entre las grietas del muro de la locura. 

[2] En la editorial Lumen Anna Becciu recopiló en 2005 su obra completa. Una reunión así, de más de 450 páginas de una autora que murió joven, suele resultar excesiva: es muy buena para investigadores literarios o ultradevotos de la poesía de Alejandra Pizarnik; un buen lector, creo, se bastaría con los siete libros que publicó. En la vasta mayoría de los poemas que la Pizarnik no publicó en libro son –no encuentro mejores palabras- fallidos, decepcionantes. Salvo sus buenas o altas excepciones, se les ve como borradores o bosquejos. 

[3] Los otros cuatro son Árbol de Diana (1962), Los trabajos y las noches (1966), Extracción de la piedra de la locura  (1968) y El infierno musical (1971). 

[4] Al recomendarle que se deje ir por la espontaneidad en sus cartas su psicoanalista León Ostrov le escribió en junio de 1960: “No importa que al rato o al día siguiente no se reconozca en lo que escribió. Pero Ud., Ud. es siempre Alejandra”.  Ella no estaría muy segura, o más bien, nunca lo estuvo. 

[5] Quizá donde hallamos más las voces de Porchia es en algunos poemas de Los trabajos y las noches: ecos y resonancias, fulgores y sombras, hallazgos asombrosos y ardua inintelegibilidad. 

[6] “Alejandra Pizarnik; cuando la poesía duele”, La Jornada Semanal, 18 de febrero de 2001. 

[7] En su prólogo a Árbol de Diana (1962) Octavio Paz sugiere la bisexualidad de Alejandra. En las cartas a Ostrov menciona algunas aventuras eróticas, alguna muy simpática con un italiano y una obsesión ilímite, que no llegó a concretarse, por una periodista argentina. Paz la tenía en alta estima; tal vez influyó en algo en las lecturas surrealistas de Alejandra.

[8] También conoce o trata brevemente a Simone de Beauvoir, a Marguerite Duras, al poeta ecuatoriano Jorge Carrera Andrade, y conoce bellos momentos de amistad.