Habrán ojos y habrán trazos: la antología personal de Gabriel Chávez Casazola
Sobre Cámara de niebla (Buenos Aires, El Suri Porfiado, 2014 y La Paz, Plural, 2015).
Por Mónica Velásquez Guzmán [1] Las palabras de Gabriel Chávez Casazola son hilos que, invisiblemente, iluminan la cotidianidad por medio de la ternura lúcida, la mirada, la memoria. El mundo de las cosas a la mano, de los enseres inmediatos, se abre a la comprensión cuando un idioma olvidado, “arcano” se deja entrever entre los objetos (marraquetas inexpresables, lápices, patios mojados de lluvia, etc.). Esa lengua, esa tenue “piel de las cosas simples” es acariciada por un nominar que, renunciando a sus escaños, sabe que el sentido se hace de a pasos, de a fragmentos, de a instantáneas. Si “la memoria es el tenue envejecer de la verdad”, esta poesía es el sitio de las apariciones donde los viejos fantasmas adquieren forma. Y aparecen en la mirada fascinada ante las pantallas (la del cine, la de las fotografías, las virtuales que nos asedian). Y aparecen cuando los hijos veneran a los muertos. Y aparecen cuando las casas (de mesas siempre grandes, de abuelos siempre vivos) se apalabran, se cierran “a su amor o a su tedio”. Lo vital es, en esta poética, la tenue persistencia de una luz. Habrán ojos para el cielo y ojos para lo terreno; palabras que se cifran en la oración y la ofrenda o palabras que se balbucean en canto, en conversación. Nuestros poetas van y vienen entre ambas posibilidades y, a veces, como en el caso de Gabriel Chávez, nos dejan ver cómo el cielo está en la sopa que ya nadie comparte o en el patio siendo para la lluvia… nos advierten que los dioses bajaron a terreno pero también que en todo objeto hay un dios esperando realizar su grandeza. Una poesía que nos recuerda a Girondo, o más cercanamente a Mitre, en su manera de posar la mirada en lo cotidiano hasta sacarle brillo y significación. Frecuentemente, esos nimios objetos o esas irrelevantes situaciones adquieren un sentido vital fuerte y celebratorio aunque a la vez melancólico y prematuramente avejentado. Una poética que, cifrada en lo cercano, apuesta a hallar el sentido no haciéndonos extrañas las costumbres o los objetos, ni siquiera las situaciones, sino que poniéndonos lo familiar bajo la lupa del tiempo, nos deja pensar y experimentar otra vida en esta vida, por decirlo de algún modo. Mirar así el día a día instaura una actitud atenta al mundo del aquí y del ahora, atención que nos marca como seres encarnados, sujetos a la mortalidad y al asombro del mientras duremos. Alguien, el que mira, echa de menos en la forma que alcanza otra anterior, otra dada por la edad y la memoria. Nutrida por el cine, la música, los libros y los amigos, el mirante recorre el diario vivir con cierto aire de inocencia, de natural asombro ante las cosas siendo. Pero en ese mirar niño late un mirar adulto que (se) extraña, tal vez el que no sabe cómo caber, cómo testimoniar su tiempo. Una ternura o una inocencia que “aterida, expulsada, despierta” mira la realidad con un guiño de sospecha y mucha compasión. Es decir que es en los poemas escritos, mientras se mira, donde aparece el mirante. Éste nuevo voyeur no pre-existe a la escena, más bien al mirarla aparece él mismo situado, digamos, frente al objeto. Además, mirar es en esta poética, hacer nacer la belleza:
Si mirar atentamente es una demanda para sostener lo vital, recordar lo visto parece un reclamo dado desde la certeza de muerte. Es decir, la vida se sostiene de un hilo, literal, y habrá que vivir atentos a esa sutileza para poder nombrarla, guardarla y reírla. Si lo bello no está de antemano instalado aguardando su registro, el mirante tampoco antecede al encuentro con lo mirado, es su asombro, su capacidad de maravillarse lo que lo trae al existir, lo que le deja mirar-se y con ello lo deja vivir. Pero los muertos, llenos de inventos, también son y están entre nosotros cuando justamente los retenemos en una imagen. Si bien el trazo es traicionero cuando lo dicta la memoria, / esa desmemoriada, esa acomodaticia; no queda más que seguir trazando, como si la mano –extensión del ojo— debiera testimoniar lo que ve para que esto siga existiendo. Así, la voz poética afirma que cuando muera, cuando muramos todos, y se entre a la muerte con irreverente gesto y con ternura para los amados, “hacia el Todo o la nada/ (…) nada ni nadie registr(ará) en las imágenes/ ese momento / triunfal”. El lamento no radica en el dejar de vivir, sino en que no habrá un ojo testigo, uno que, trazando versos tramposos o no, deje constancia de un único triunfo, haber muerto de muerte propia. Si en la muerte ya no somos experimentadores de nuestro morir es, entre otras razones, añade Chávez, porque ninguna mirada puede devolvernos nuestro paso, nuestro gesto que, triunfal o no, entra a lo desconocido y lo hace sin imágenes.
Finalmente y tal vez lo que explica cierta convivencia de la melancolía y la celebración en esta poesía es que se aspira a la comunidad de los que miran y trazan. Se forma alianza no sólo con los nacidos en su año y en su era; también con los poetas de todas las edades que acuden a sus versos como los jardineros a las ramas podadas, para renacer, para seguir significando. Grupo al que nada reúne, ni la asiduidad de los cumpleaños ni la conversa dominguera, ni las confesiones ni los intereses; esta otra comunidad imposible se sostiene de puntas en la cuerda equilibrista de no cejar en el trazo, de no renunciar a ver en el nombre más que el nominar, a ver en las piedras el mármol y a darse cabida uno mismo entre las palabras que escribe. Poeta que recibe su tradición y la celebra; poeta que asiste a su tiempo y a sus semejantes, poeta que, a tiempo, lanza la cima y vuelve a la calle para mirar atento cualquier cosilla que alimentará el poema y los días y la memoria de sus seres queridos cuando, en su ausencia, lo lean y recuerden a alguien que una vez anhelaba los cines de antes, y recogía piedritas y cantaba. Ni cámara ni niebla –intriga el título para esta antología personal— más bien poesía de patios y de claridad. |
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