Lo he leído,
pienso, lo imagino; Cuando duermo
Cuando duermo –lejos-, cuando la carne no es más que una costra débil de niebla sobre los endebles huesos, y atrás de los dientes enmudece contra el paladar la legua, temblando;
cuando todo es blando y sin forma, espeso -tal como si el sueño viniera por los secretísimos caminos que ha de recorrer la muerte algún día-, siento que me llamas, y en tu boca llega la canción que cantaste a oscuras una vez, delante de mí. Cantabas.
Y yo que te escucho paso en silencio. Lloro encadenado al sueño triste como al pie del mástil solo de un barco.
(de Imágenes, 1953)
Para los que llegan a las fiestas Para los que llegan a las fiestas ávidos de tiernas compañías, y encuentran parejas impenetrables y hermosas muchachas solas que dan miedo —pues uno no sabe bailar, y es triste—; los que se arrinconan con un vaso de aguardiente oscuro y melancólico, y odian hasta el fondo su miseria, la envidia que sienten, los deseos; para los que saben con amargura que de la mujer que quieren les queda nada más que un clavo fijo en la espalda y algo tenue y acre, como el aroma que guarda el revés de un guante olvidado; para los que fueron invitados una vez; aquéllos que se pusieron el menos gastado de sus dos trajes y fueron puntuales; y en una puerta ya mucho después de entrados todos supieron que no se cumpliría la cita, y volvieron despreciándose; para los que miran desde afuera, de noche, las casas iluminadas, y a veces quisieran estar adentro: compartir con alguien mesa y cobijas vivir con hijos dichosos; y luego comprenden que es necesario hacer otras cosas, y que vale mucho más sufrir que ser vencido; para los que quieren mover el mundo con su corazón solitario, los que por las calles se fatigan caminando, claros de pensamientos; para los que pisan sus fracasos y siguen; para los que sufren a conciencia, porque no serán consolados los que no tendrán, los que no pueden escucharme; para los que están armados, escribo. Qué fácil sería para esta mosca Qué fácil sería para esta mosca, con cinco centímetros de vuelo razonable, hallar la salida. Pude percibirla hace tiempo, cuando me distrajo el zumbido de su vuelo torpe. Desde aquel momento la miro, y no hace otra cosa que achatarse los ojos, con todo su peso, contra el vidrio duro que no comprende. En vano le abrí la ventana y traté de guiarla con la mano; no lo sabe, sigue combatiendo contra el aire inmóvil, intraspasable. Casi con placer, he sentido que me voy muriendo; que mis asuntos no marchan muy bien, pero marchan; y que al fin y al cabo han de olvidarse. Pero luego quise salir de todo, salirme de todo, ver, conocerme, y nada he podido; y he puesto la frente en el vidrio de mi ventana.
Siempre ha sido mérito del poeta
Siempre ha sido mérito del poeta comprender las cosas; sacar las cosas, como por milagro, de la impura corriente en que pasan confundidas, y hacerlas insignes, irrebatibles frente a la ceguera de los que miran.
Por ejemplo: todos nos sentimos mordidos por algo, desgastados por innumerables bocas sin fondo; algo sin sentido que nos deshace: Preguntamos. Nadie responde.
Pero hay alguien: saca la cara negra sobre la corriente de su río de renglones cortos respira y nos dice: “¿Qué es nuestra vida más que un breve día?”, y entonces, tocados de golpe, comprendemos: sabemos que somos heno, verduras de las eras, agua para la muerte.
Y no sólo el tiempo: los poetas nos han enseñado la amargura, el placer, el gozo de estar libres, y el viento y las noches y la esperanza.
¿Qué hago, qué digo, qué estoy haciendo? Es preciso hablar, es necesario decir lo que no sé, desvergonzarme y abrir mis papeles chamuscados en medio de tantas fiestas y gritos.
Y prestar mis ojos, imponerlos detrás de las máscaras alegres para que permitan y compadezcan, y miren y quieran, y descubran que estamos desnudos, que no tenemos.
Cuál es la mujer que recordamos ¿Cuál es la mujer que recordamos al mirar los pechos de la vecina de camión; a quién espera el hueco lugar que está al lado nuestro, en el cine? ¿A quién pertenece el oído que oirá la palabra más escondida que somos, de quién es la cabeza que a nuestro costado nace entre sueños? Hay veces que ya no puedo con tanta tristeza, y entonces te recuerdo. Pero no eres tú. Nacieron cansados nuestro largo amor y nuestros breves amores; los cuatro besos y las cuatro citas que tuvimos. Estamos tristes. Juntos inventamos un concierto para desventura y orquesta, y fuimos a escucharlo serios, solemnes, y nada entendimos. Estamos solos. Tú nunca sabrás, estoy cierto, que escribí estos versos para ti sola; pero en ti pensé al hacerlos. Son tuyos. Ustedes perdonen. Por un momento olvidé con quién estaba hablando. Y no sentí el golpe de mi ventana al cerrarse. Estaba en otra parte. No es una desgracia abrir los ojos No es una desgracia abrir los ojos ni tener despiertos los deseos y estar triste y solo y pensando. Y no ser de aquellos que consiguieron su placer a ciegas para cegarse; su televisión después del cine, sus bailes, su ruido, sus limonadas; pero que a la medianoche se sientan, pesados de sueño, densos, bestiales, y gritan y luchan sobresaltados para desterrar su pesadilla. Bienaventurados los que padecen la nostalgia, el miedo de estar a solas, la necesidad del amor; los hombres, las mujeres tiernas de ojos amargos; los que en su comida han recibido lo gordo del caldo del sufrimiento. Porque de ellos es la desesperanza, el insomnio, el llanto seco, las rejas de todas las cárceles, el hambre, y la fuerza lírica y el impulso para desquiciar la desventura. Desde la tristeza que se desploma Desde la tristeza que se desploma, desde mi dolor que me cansa, desde mi oficina, desde mi cuarto revuelto, desde mis cobijas de hombre solo, desde este papel, tiendo la mano. Ya no puedo ser solamente el que dice adiós, el que vive de separaciones tan desnudas que ya ni siquiera la esperanza dejan de un regreso; el que en un libro desviste y aprende y enseña la misma pobreza, hoja por hoja. Estoy escribiendo para que todos puedan conocer mi domicilio, por si alguno quiere contestarme. Escribo mi carta para decirles que esto es lo que pasa: estamos enfermos del tiempo, del aire mismo, de la pesadumbre que respiramos, de la soledad que se nos impone. Yo sólo pretendo hablar con alguien, decir y escuchar. No es gran cosa. Con gentes distintas en apariencia camino, trabajo todos los días; y no me saludo con nadie: temo. Entiendo que no debe ser, que acaso hay quien, sin saberlo, me necesita. Yo lo necesito también. Ahora lo digo en voz alta, simplemente. Escribí al principio: tiendo la mano. Espero que alguno lo comprenda. (de Los demonios y los días, 1956) Cuando coses tu ropa Cuando coses tu ropa, cuando en tu casa bordas, inclinándote muy adentro de ti, mientras la plancha se calienta en la mesa, y parece que solo te preocupas por el color de un hilo, por el grueso de una aguja ¿en qué piensas? ¿qué invisibles presencias te recorren, que te devuelven, más que nunca, intocable? Como una lumbre quieta tu corazón se enciende y te acompaña, y hace que el mundo necesite de las cosas que haces. Mi voluntad, mi sangre, mis deseos comienzan hoy a darse cuenta: en todo lo que haces, se descubre un secreto, se aclara una respuesta, una sombra se explica. Qué simple he sido, amiga: yo pensaba, antes de amarte, que te conocía. No era verdad. Comprendo. Antes de amarte ni siquiera te vi; no vi siquiera lo que estaba en mis ojos: que tenías una luz y un dolor, y una belleza que no era de este mundo. Y porque lo comprendo, porque sufro, porque estoy solo, y vives, dócilmente, hoy aprendo a mirarte, a estar contigo; a saber deslumbrarme, crédulo, humilde, abierto, ante el milagro de mirarte subir una escalera o cruzar una calle. (de El manto y la corona, 1958) Como rumor de muchedumbre Como rumor de muchedumbre, o ruido de torrentes huyendo, se construye, sobre el silencio del durmiente, el silencio de afuera: el que levantan los dispuestos en cerco, los que miran despertando sus armas en tu contra. Herencia mía, mi plegaria, hembra fundada en extensiones hostiles, respirando entre insidiosos oleajes de ahogo, desarmada. Ciudad encomendada a mi vigilia, a salvo junto a mí, con su riqueza de cuerpos maternales, y de enfermos tiernamente guardados, y de suntuosas luces coronadas y de manos de huérfanos en sueños. Voy y vengo delante de ti, sobre mis pasos, en tu orilla, cómplice de tu cuerpo silencioso; soy, en tus bordes, atalaya que te cubre de lejos; voz velando, llamando, transmitiendo su noticia nocturna de centinela sobre el muro. No para ti los perros de la furia ni los enrojecidos humeantes jinetes al asalto; no la puerta rajada, ni el relámpago de la espada en la alcoba, ni el temblor de las sábanas terribles bajo la violación, ni los gemidos. Aquí velo, aquí estoy, aquí me aguanto mi corazón. Clavado a la mirada mía, y a mis pasos, y al grito de mi boca, y a mi oreja
Tigre la sed
Tigre la sed, en llamas, me despierta; Hambre mi corazón. Y el rostro de las cosas me observa; el medio rostro de lo que va naciendo: mi morada. El naciente en la noche, el rostro para el día de mi rostro.
Rojo contra mis huesos, con el número de pasos ya contado. Privado ya del tiempo desde ahora.
Se dice aquí, se afirma, aquí se habla, aquí se duerme en compañía; ni un paso más allá me pertenece.
Y desato mi lengua y mis orejas abro, y aclaro el quicial de mis ojos, y el nombre que ensayaron mis abuelos recuerdo, y recompongo mi linaje de voces más lejano.
Nube de humo en mi cabeza, ánimas torturadas, divisoria culebra, hielo de la espada; lazo de mis palabras por la calle.
Aquí te nombro hermano, como esposa te adorno aquí, como a mi madre y mi padre te llamo, te preservo como ciudad rendida en la abundancia.
Sólo mientras vivimos merecemos, sólo mientras estamos, mientras somos, al menos, alguien que ha nacido.
Y logramos, mirándonos, el portal de entrar juntos, y la puerta de la casa que hacemos perdurable. Y la llave.
No hablaba todavía, y lo que pido estaba ya en tu mano.
Toda mi gloria en esta llave tuya que lleva a tu presencia; todo mi deleite, ceñirte en lo que nombro; a tu fe convertido, y conciliado en lo que acaso es verdadero.
Aquí tan solamente, y un instante. Ya sin poder cambiarse, ya tendida quedó mi raya, desde el alba en que vengo a ser hombre.
Un instante no más para encontrarte.
No me ilusiono, admito
No me ilusiono, admito, es de mi gusto, que soy un hombre igual a todos. Trabajo en algo, cobro mi sueldo insuficiente; me divierto cuando puedo, o me aburro hasta morirme; hablo, me callo a veces, pido mi comida, y a ratos quisiera ser feliz gloriosamente, y hago el amor, o voy y vengo sin nadie que me siga. Tengo un perro y algunas cosas mías.
En general, no estoy conforme ni me resigno. Quiero mi derecho, de hombre común, a deshacerme la frente contra el muro, a golpearme, en plena lucidez, contra los ojos cerrados de las puertas; o de plano y porque sí, a treparme en una silla, en cualquier calle, a lo mariachi, y cantar las cosas que me placen.
También, monumental, hago mi juego en serio con las gentes, según las reglas, y reclamo mis ganancias y pérdidas, y busco la revancha, o perdono por generoso o por flojera.
Manos de hombre tengo; manos para tomar, de las cosas que existen, lo que por hombre se me debe, y, por lo que yo debo, hacer algunas de las cosas que faltan.
Y reconozco que me importa ser pobre, y que me humilla, y que lo disimulo por orgullo.
Tú, compañero, cómplice que llevo dentro de todos, junto a mí, lo sabes. Hermano de trabajos que caminas en hombres y mujeres, apretado como la carne contra el hueso, y vives, sudas y alborotas en mí y conmigo y para mí y contigo.
Algo se me ha quebrado esta mañana Algo se me ha quebrado esta mañana de andar, de cara en cara, preguntando por el que vive dentro. Y habla y se queja y se me tuerce hasta la lengua del zapato, por tener que aguantar como los hombres tanta pobreza, tanto oscuro camino a la vejez; tantos remiendos, nunca invisibles, en la piel del alma. Yo no entiendo; yo quiero solamente, y trabajo en mi oficio. Yo pienso: hay que vivir; dificultosa y todo, nuestra vida es nuestra. Pero cuánta furia melancólica hay en algunos días. Qué cansancio. Cómo, entonces, pensar en platos venturosos, en cucharas calmadas, en ratones de lujosísimos departamentos, si entonces recordamos que los platos aúllan de nostalgia, boquiabiertos, y despiertan secas las cucharas, y desfallecen de hambre los ratones en humildes cocinas. Y conste que no hablo en símbolos; hablo llanamente de meras cosas del espíritu. Qué insufribles, a veces, las virtudes de la buena memoria; yo me acuerdo hasta dormido, y aunque jure y grite que no quiero acordarme. De andar buscando llego. Nadie, que sepa yo, quedó esperándome. Hoy no conozco a nadie, y sólo escribo y pienso en esta vida que no es bella ni mucho menos, como dicen los que viven dichosos. Yo no entiendo. Escribo amargo y fácil, y en el día resollante y monótono de no tener cabeza sobre el traje, ni traje que no apriete, ni mujer en que caerse muerto. Nadie sale Nadie sale. Parece que cuando llueve en México, lo único posible es encerrarse desajustadamente en guerra mínima, a pensar los ochenta minutos de la hora en que es hora de lágrimas. En que es el tiempo de ponerse, encenizado de colillas fúnebres, a velar con cerillos algún recuerdo ya cadáver; tiempo de aclimatarse al ejercicio de perder las mañanas por no saber qué hacerse por las tardes. Y tampoco es el caso de olvidarse de que la vida está, de que los perros como gente se anublan en las calles, y cornudos cabestros llevan a su merced tan buenos toros. No es cosa de olvidarse de la muela incendiada, o del diamante engarzado al talón por el camino, o del aburrimiento. A la verdad, parece. Pero sin olvidar, pero acordándose, pero con lluvia y todo, tan humanas son las cosas de afuera, tan de filo, que quisiera que alguna me llamara sólo por darme el regocijo de contestar que estoy aquí, o gritar el quién vive nada más por ver si me responden. Pienso: si tú me contestaras: Si pudiera hablar en calma con mi viuda. Si algo valiera lo que estoy pensando. Llueve en México; llueve como para salir a enchubascarse y a descubrir, como un borracho auténtico, el secreto más íntimo y humilde de la fraternidad; poder decirte hermano mío si te encuentro. Porque tú eres mi hermano. Yo te quiero. Acaso sea punto de lenguaje; de ponerse de acuerdo con el tipo de cambio de las voces, y en la señal para soltar la marcha. Y repetir ardiendo hasta el descanso que no es para llorar, que no es decente. Y porque a la verdad, no es para tanto. (de Fuego de pobres, 1961) |
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