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Rubén Bonifaz Nuño


Rubén Bonifaz Nuño
(México, 1923 - 2013). Poeta, traductor, ensayista y crítico literario. Estudió derecho en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Se doctoró por esa misma casa de estudios en Arte y cultura clásica en 1970. Entre sus libros de poesía figuran: Imágenes (1953), Los demonios y los días (1956), El manto y la corona (1958) y Fuego de pobres (1961). Tradujo del latín y del griego a poetas como Ovidio, Catulo, Lucrecio y Homero, entre otros. Sus textos han sido recopilados en dos volúmenes y publicados por el Fondo de Cultura Económica: 1945 a 1971, en De otro modo lo mismo, poesía 1945-1971 (1978), y Versos, 1978-1994 (1996). Por su obra literaria obtuvo importantes reconocimientos como el Premio Nacional de Letras (1974) y el Premio Alfonso Reyes (1984).  Fue miembro de la Academia Mexicana de la Lengua desde 1963. 

  

Lo he leído, pienso, lo imagino; 
existió el amor en otro tiempo
.

Será sin valor mi testimonio. 

(Rubén Bonifaz Nuño)

Cuando duermo

 

Cuando duermo –lejos-, cuando la carne

no es más que una costra débil de niebla

sobre los endebles huesos,

y atrás de los dientes enmudece

contra el paladar la legua, temblando;

 

cuando todo es blando y sin forma, espeso

-tal como si el sueño viniera

por los secretísimos caminos

que ha de recorrer la muerte algún día-,

siento que me llamas, y en tu boca

llega la canción que cantaste a oscuras

una vez, delante de mí.

                                     Cantabas.

 

Y yo que te escucho paso en silencio.

Lloro encadenado al sueño triste

como al pie del mástil solo de un barco.

 

(de Imágenes, 1953)


 

 Para los que llegan a las fiestas


Para los que llegan a las fiestas

ávidos de tiernas compañías,

y encuentran parejas impenetrables

y hermosas muchachas solas que dan miedo

—pues uno no sabe bailar, y es triste—;

los que se arrinconan con un vaso

de aguardiente oscuro y melancólico,

y odian hasta el fondo su miseria,

la envidia que sienten, los deseos;


para los que saben con amargura

que de la mujer que quieren les queda

nada más que un clavo fijo en la espalda

y algo tenue y acre, como el aroma

que guarda el revés de un guante olvidado;


para los que fueron invitados

una vez; aquéllos que se pusieron

el menos gastado de sus dos trajes

y fueron puntuales; y en una puerta

ya mucho después de entrados todos

supieron que no se cumpliría

la cita, y volvieron despreciándose;


para los que miran desde afuera,

de noche, las casas iluminadas,

y a veces quisieran estar adentro:

compartir con alguien mesa y cobijas

vivir con hijos dichosos;

y luego comprenden que es necesario

hacer otras cosas, y que vale

mucho más sufrir que ser vencido;


para los que quieren mover el mundo

con su corazón solitario,

los que por las calles se fatigan

caminando, claros de pensamientos;

para los que pisan sus fracasos y siguen;

para los que sufren a conciencia,

porque no serán consolados

los que no tendrán, los que no pueden escucharme;

para los que están armados, escribo.




Qué fácil sería para esta mosca


Qué fácil sería para esta mosca,

con cinco centímetros de vuelo

razonable, hallar la salida.

Pude percibirla hace tiempo,

cuando me distrajo el zumbido

de su vuelo torpe.

Desde aquel momento la miro,

y no hace otra cosa que achatarse

los ojos, con todo su peso,

contra el vidrio duro que no comprende.

En vano le abrí la ventana

y traté de guiarla con la mano;

no lo sabe, sigue combatiendo

contra el aire inmóvil, intraspasable.

Casi con placer, he sentido

que me voy muriendo; que mis asuntos

no marchan muy bien, pero marchan;

y que al fin y al cabo han de olvidarse.

Pero luego quise salir de todo,

salirme de todo, ver, conocerme,

y nada he podido; y he puesto

la frente en el vidrio de mi ventana.



 

Siempre ha sido mérito del poeta

 

Siempre ha sido mérito del poeta

comprender las cosas; sacar las cosas,

como por milagro, de la impura

corriente en que pasan confundidas,

y hacerlas insignes, irrebatibles

frente a la ceguera de los que miran.

 

Por ejemplo: todos nos sentimos

mordidos por algo, desgastados

por innumerables bocas sin fondo;

algo sin sentido que nos deshace:

Preguntamos. Nadie responde.

 

Pero hay alguien: saca la cara negra

sobre la corriente de su río

de renglones cortos

respira y nos dice: “¿Qué es nuestra vida

más que un breve día?”, y entonces,

tocados de golpe, comprendemos:

sabemos que somos heno, verduras

de las eras, agua para la muerte.

 

Y no sólo el tiempo: los poetas

nos han enseñado la amargura,

el placer, el gozo de estar libres,

y el viento y las noches y la esperanza.

 

¿Qué hago, qué digo, qué estoy haciendo?

Es preciso hablar, es necesario

decir lo que no sé, desvergonzarme

y abrir mis papeles chamuscados

en medio de tantas fiestas y gritos.

 

Y prestar mis ojos, imponerlos

detrás de las máscaras alegres

para que permitan y compadezcan,

y miren y quieran, y descubran

que estamos desnudos, que no tenemos.

 



 Cuál es la mujer que recordamos


¿Cuál es la mujer que recordamos

al mirar los pechos de la vecina

de camión; a quién espera el hueco

lugar que está al lado nuestro, en el cine?

¿A quién pertenece el oído

que oirá la palabra más escondida

que somos, de quién es la cabeza

que a nuestro costado nace entre sueños?

Hay veces que ya no puedo con tanta

tristeza, y entonces te recuerdo.

Pero no eres tú. Nacieron cansados

nuestro largo amor y nuestros breves

amores; los cuatro besos y las cuatro

citas que tuvimos. Estamos tristes.

Juntos inventamos un concierto

para desventura y orquesta, y fuimos

a escucharlo serios, solemnes,

y nada entendimos. Estamos solos.

Tú nunca sabrás, estoy cierto,

que escribí estos versos para ti sola;

pero en ti pensé al hacerlos. Son tuyos.

Ustedes perdonen. Por un momento

olvidé con quién estaba hablando.

Y no sentí el golpe de mi ventana

al cerrarse. Estaba en otra parte.





No es una desgracia abrir los ojos


No es una desgracia abrir los ojos

ni tener despiertos los deseos

y estar triste y solo y pensando.


Y no ser de aquellos que consiguieron

su placer a ciegas para cegarse;

su televisión después del cine,

sus bailes, su ruido, sus limonadas;

pero que a la medianoche se sientan,

pesados de sueño, densos, bestiales,

y gritan y luchan sobresaltados

para desterrar su pesadilla.


Bienaventurados los que padecen

la nostalgia, el miedo de estar a solas,

la necesidad del amor; los hombres,

las mujeres tiernas de ojos amargos;

los que en su comida han recibido

lo gordo del caldo del sufrimiento.


Porque de ellos es la desesperanza,

el insomnio, el llanto seco, las rejas

de todas las cárceles, el hambre,

y la fuerza lírica y el impulso

para desquiciar la desventura.





Desde la tristeza que se desploma


Desde la tristeza que se desploma, 

desde mi dolor que me cansa, 

desde mi oficina, desde mi cuarto revuelto, 

desde mis cobijas de hombre solo, 

desde este papel, tiendo la mano.

Ya no puedo ser solamente 

el que dice adiós, el que vive 

de separaciones tan desnudas 

que ya ni siquiera la esperanza 

dejan de un regreso; el que en un libro 

desviste y aprende y enseña 

la misma pobreza, hoja por hoja.

Estoy escribiendo para que todos 

puedan conocer mi domicilio,

por si alguno quiere contestarme.

Escribo mi carta para decirles 

que esto es lo que pasa: estamos enfermos 

del tiempo, del aire mismo, 

de la pesadumbre que respiramos, 

de la soledad que se nos impone.

Yo sólo pretendo hablar con alguien, 

decir y escuchar. No es gran cosa. 

Con gentes distintas en apariencia 

camino, trabajo todos los días; 

y no me saludo con nadie: temo.

Entiendo que no debe ser, que acaso 

hay quien, sin saberlo, me necesita. 

Yo lo necesito también. Ahora 

lo digo en voz alta, simplemente.

Escribí al principio: tiendo la mano. 

Espero que alguno lo comprenda.


(de Los demonios y los días, 1956)





Cuando coses tu ropa


Cuando coses tu ropa, 

cuando en tu casa bordas, inclinándote

muy adentro de ti, mientras la plancha

se calienta en la mesa,

y parece que solo te preocupas

por el color de un hilo, por el grueso

de una aguja ¿en qué piensas? ¿qué invisibles 

presencias te recorren, que te devuelven,

más que nunca, intocable?


Como una lumbre quieta 

tu corazón se enciende y te acompaña, 

y hace que el mundo necesite 

de las cosas que haces.


Mi voluntad, mi sangre, mis deseos 

comienzan hoy a darse cuenta:

en todo lo que haces, se descubre

un secreto, se aclara una respuesta,

una sombra se explica.


Qué simple he sido, amiga: yo pensaba,

antes de amarte, que te conocía.

No era verdad. Comprendo. Antes de amarte 

ni siquiera te vi; no vi siquiera 

lo que estaba en mis ojos: que tenías

una luz y un dolor, y una belleza

que no era de este mundo.


Y porque lo comprendo, porque sufro,

porque estoy solo, y vives, dócilmente, 

hoy aprendo a mirarte, a estar contigo;

a saber deslumbrarme,

crédulo, humilde, abierto, ante el milagro

de mirarte subir una escalera

o cruzar una calle.


(de El manto y la corona, 1958)




Como rumor de muchedumbre


Como rumor de muchedumbre, o ruido 

de torrentes huyendo, se construye, 

sobre el silencio del durmiente, 

el silencio de afuera: el que levantan 

los dispuestos en cerco, los que miran 

despertando sus armas en tu contra. 

Herencia mía, mi plegaria, 

hembra fundada en extensiones 

hostiles, respirando entre insidiosos 

oleajes de ahogo, desarmada. 

Ciudad encomendada a mi vigilia, 

a salvo junto a mí, con su riqueza 

de cuerpos maternales, y de enfermos 

tiernamente guardados, 

y de suntuosas luces coronadas 

y de manos de huérfanos en sueños. 

Voy y vengo delante 

de ti, sobre mis pasos, en tu orilla, 

cómplice de tu cuerpo silencioso; 

soy, en tus bordes, atalaya 

que te cubre de lejos; voz velando, 

llamando, transmitiendo 

su noticia nocturna 

de centinela sobre el muro. 

No para ti los perros de la furia 

ni los enrojecidos 

humeantes jinetes al asalto; 

no la puerta rajada, ni el relámpago 

de la espada en la alcoba, 

ni el temblor de las sábanas terribles 

bajo la violación, ni los gemidos. 

Aquí velo, aquí estoy, aquí me aguanto 

mi corazón. Clavado a la mirada 

mía, y a mis pasos, 

y al grito de mi boca, y a mi oreja


 

 

Tigre la sed

 

Tigre la sed, en llamas, me despierta;

Hambre mi corazón. Y el rostro

de las cosas me observa; el medio rostro

de lo que va naciendo: mi morada.

El naciente en la noche,

el rostro para el día de mi rostro.

 

Rojo contra mis huesos, con el número

de pasos ya contado.

Privado ya del tiempo desde ahora.

 

Se dice aquí, se afirma, aquí se habla,

aquí se duerme en compañía;

ni un paso más allá me pertenece.

 

Y desato mi lengua y mis orejas

abro, y aclaro el quicial de mis ojos,

y el nombre que ensayaron mis abuelos

recuerdo, y recompongo

mi linaje de voces más lejano.

 

Nube de humo en mi cabeza,

ánimas torturadas, divisoria

culebra, hielo de la espada;

lazo de mis palabras por la calle.

 

Aquí te nombro hermano, como esposa

te adorno aquí, como a mi madre

y mi padre te llamo, te preservo

como ciudad rendida en la abundancia.

 

Sólo mientras vivimos merecemos,

sólo mientras estamos, mientras somos,

al menos, alguien que ha nacido.

 

Y logramos, mirándonos,

el portal de entrar juntos, y la puerta

de la casa que hacemos perdurable.

Y la llave.

 

No hablaba todavía, y lo que pido

estaba ya en tu mano.

 

Toda mi gloria en esta llave tuya

que lleva a tu presencia; todo

mi deleite, ceñirte en lo que nombro;

a tu fe convertido, y conciliado

en lo que acaso es verdadero.

 

Aquí tan solamente, y un instante.

Ya sin poder cambiarse, ya tendida

quedó mi raya, desde el alba

en que vengo a ser hombre.

 

Un instante no más para encontrarte.

 

 


No me ilusiono, admito

 

No me ilusiono, admito, es de mi gusto,

que soy un hombre igual a todos.

Trabajo en algo, cobro

mi sueldo insuficiente; me divierto

cuando puedo, o me aburro hasta morirme;

hablo, me callo a veces, pido

mi comida, y a ratos

quisiera ser feliz gloriosamente,

y hago el amor, o voy y vengo

sin nadie que me siga. Tengo un perro

y algunas cosas mías.

 

En general, no estoy conforme

ni me resigno. Quiero mi derecho,

de hombre común, a deshacerme

la frente contra el muro, a golpearme,

en plena lucidez, contra los ojos

cerrados de las puertas; o de plano

y porque sí, a treparme en una silla,

en cualquier calle, a lo mariachi,

y cantar las cosas que me placen.

 

También, monumental, hago mi juego

en serio con las gentes,

según las reglas, y reclamo

mis ganancias y pérdidas, y busco

la revancha, o perdono

por generoso o por flojera.

 

Manos de hombre tengo; manos

para tomar, de las cosas que existen,

lo que por hombre se me debe,

y, por lo que yo debo, hacer algunas

de las cosas que faltan.

 

Y reconozco que me importa

ser pobre, y que me humilla,

y que lo disimulo por orgullo.

 

Tú, compañero, cómplice que llevo

dentro de todos, junto a mí, lo sabes.

Hermano de trabajos que caminas

en hombres y mujeres, apretado

como la carne contra el hueso,

y vives, sudas y alborotas

en mí y conmigo y para mí y contigo.

 

 

Algo se me ha quebrado esta mañana


Algo se me ha quebrado esta mañana

de andar, de cara en cara, preguntando

por el que vive dentro.


Y habla y se queja y se me tuerce

hasta la lengua del zapato,

por tener que aguantar como los hombres

tanta pobreza, tanto oscuro

camino a la vejez; tantos remiendos,

nunca invisibles, en la piel del alma.


Yo no entiendo; yo quiero solamente,

y trabajo en mi oficio.

Yo pienso: hay que vivir; dificultosa

y todo, nuestra vida es nuestra.

Pero cuánta furia melancólica

hay en algunos días. Qué cansancio.


Cómo, entonces,

pensar en platos venturosos,

en cucharas calmadas, en ratones

de lujosísimos departamentos,

si entonces recordamos que los platos

aúllan de nostalgia, boquiabiertos,

y despiertan secas las cucharas,

y desfallecen de hambre los ratones

en humildes cocinas.


Y conste que no hablo

en símbolos; hablo llanamente

de meras cosas del espíritu.


Qué insufribles, a veces, las virtudes

de la buena memoria; yo me acuerdo

hasta dormido, y aunque jure y grite

que no quiero acordarme.


De andar buscando llego.

Nadie, que sepa yo, quedó esperándome.

Hoy no conozco a nadie, y sólo escribo

y pienso en esta vida que no es bella

ni mucho menos, como dicen

los que viven dichosos. Yo no entiendo.


Escribo amargo y fácil,

y en el día resollante y monótono

de no tener cabeza sobre el traje,

ni traje que no apriete,

ni mujer en que caerse muerto.





Nadie sale


Nadie sale. Parece

que cuando llueve en México, lo único

posible es encerrarse

desajustadamente en guerra mínima,

a pensar los ochenta minutos de la hora

en que es hora de lágrimas.


En que es el tiempo de ponerse,

encenizado de colillas fúnebres,

a velar con cerillos

algún recuerdo ya cadáver;

tiempo de aclimatarse al ejercicio

de perder las mañanas

por no saber qué hacerse por las tardes.


Y tampoco es el caso de olvidarse

de que la vida está, de que los perros

como gente se anublan en las calles,

y cornudos cabestros

llevan a su merced tan buenos toros.

No es cosa de olvidarse

de la muela incendiada, o del diamante

engarzado al talón por el camino,

o del aburrimiento.


A la verdad, parece.

Pero sin olvidar, pero acordándose,

pero con lluvia y todo, tan humanas

son las cosas de afuera, tan de filo,

que quisiera que alguna me llamara

sólo por darme el regocijo

de contestar que estoy aquí,

o gritar el quién vive

nada más por ver si me responden.


Pienso: si tú me contestaras:

Si pudiera hablar en calma con mi viuda.

Si algo valiera lo que estoy pensando.


Llueve en México; llueve

como para salir a enchubascarse

y a descubrir, como un borracho auténtico,

el secreto más íntimo y humilde

de la fraternidad; poder decirte

hermano mío si te encuentro.

Porque tú eres mi hermano. Yo te quiero.


Acaso sea punto de lenguaje;

de ponerse de acuerdo con el tipo

de cambio de las voces,

y en la señal para soltar la marcha.


Y repetir ardiendo hasta el descanso

que no es para llorar, que no es decente.

Y porque a la verdad, no es para tanto.


(de Fuego de pobres, 1961)