Ramón
Cote Baraibar (Cúcuta, Colombia, 1963). Poeta, narrador, ensayista, historiador
del Arte por la universidad Complutense de Madrid. Ha publicado los libros de
poesía Poemas par una fosa común (1984),
Informe sobre el estado de los trenes en
la antigua estación de Delicias (1991), El confuso trazado de las fundaciones (1992), Botella papel
(1999), Colección privada (2003, premio de poesía Casa de América de
Madrid), Los fuegos obligados (2009,
XXIII Premio UNICAJA) y Como quien dice adiós
a lo perdido (2014). Además, es autor de Diez de ultramar. Antología de la joven
poesía latinoamericana (1992), de la Antología esencial de la poesía colombiana del siglo XX (2006), de
los libros de cuentos Páginas de enmedio
(2002) y Tres pisos más arriba
(2010), y de la biografía Goya, el pincel de la sombra (2005).
Poemas de Ramón Cote
PESSOANA
He apagado la luz de la lámpara
para ver por la ventana oscura la ciudad de noche.
Por la avenida van y vienen luces
a toda velocidad que iluminan el asfalto
como si buscaran las huellas de un fugitivo.
A las dos de la mañana de un sábado cualquiera
este es el escenario: primero se escucha un sonido,
similar a la lluvia acercarse desde lejos, luego la luz
decidida,
rasante, y después su repentina desaparición.
No sé por qué razón decido que los que aparecen por la
izquierda
viajan hacia el pasado y los que van en dirección
contraria se dirigen al futuro.
Observo desde mi ventana oscura la noche
y soy los que se van y también los que vienen.
Soy ellos y soy yo y soy el presente,
el testigo de su fugacidad. El mundo afuera
está en movimiento y como un búho muevo el cuello
para mirar oculto lo que sucede en ambas direcciones.
No importa adonde se dirijan, todos lo que cruzan
parecen tener un destino, atesoran una seguridad
suicida y sin embargo nunca sabré si llegaron
sanos y salvos a sus casas o a sus fiestas o a los bares,
o si los esperaba la muerte en la siguiente esquina
más allá del rectángulo de mi ventana oscura.
Quizás he llegado a una edad, y no lo digo
con la perversa lucidez de la nostalgia,
en la que ya no es necesario agotar la noche
hasta las últimas consecuencias,
sino que me basta ser el anónimo vigilante que simplemente
mira lo que sucede, como alimento
de la memoria y sus hogueras sedentarias.
La noche pasa y soy el que se queda.
Mientras todo se mueve y transita
soy un eje, un punto fijo, el vigía inmóvil
que desde lo oscuro de su ventana
mira un sábado cualquiera las luces de la avenida circular
como aerolitos veloces alrededor de los anillos de Saturno.
PARA EMPEZAR EL AÑO
Llevas dieciséis años escribiendo
al lado de la misma ventana y en todo este tiempo
has venido rasgando con tu codo la tela del sofá
que ahora cubres con un modesto paño
para que las visitas no adviertan enseguida
el daño continuo que le has hecho al mobiliario de la casa.
Dos hijas, varios libros publicados, un matrimonio
y una biblioteca, la compañía del whisky, cientos de noches
y miles de cigarrillos. Así, igual que entonces,
empiezas otro año con la misma costumbre,
considerando la posibilidad de llamar al tapicero
pero en ningún momento de cambiar de lugar
ni mucho menos de oficio.
Algo de todo esto habrá que valga la pena,
piensas, ya de noche, con un vaso en la mano repleto de hielo
al lado de esa ventana que te ha visto tantos años
hacer lo mismo en soledad, sin molestar
a los vecinos, escuchando las notas del piano
de las variaciones Goldberg –gran Glenn Gould-
lector de cuello inclinado, fantasma entre el humo,
silencioso suicida.
MIS CONTEMPORÁNEOS (O CRISIS DE IDENTIDAD TARDÍA)
Mirando la cara de
mis contemporáneos
me extraña que yo
aún no tenga
la cara de mis
contemporáneos.
Me explico: cuando
los veo en las fotografías
que aparecen en los
periódicos o en las revistas
veo en ellos ya una
resolución facial,
una contextura ósea,
un aplomo, un cráneo definido,
pero cuando me miro
no me veo así de ajustado,
de propicio, de
sereno y seguro como los tiempos mandan.
Pero este no es mi
caso:
Salgo con cara de
perro perdido en una autopista,
Con cara de pedir
perdón cuando estaba alegre,
Con cara de pedir
limosna cuando había recibido
La quincena, con
cara de turista extraviado,
Con cara de triste
cuando me reía, con cara de
“este qué hace ahí”,
con cara de llamarme Patricio,
Bonifacio, Agustín,
Benigno, Arturo, Carlos Mario,
Ismael, si no os
importa. Nunca como mis contemporáneos.
Envidio que sus
fotos se repitan y se vean
iguales o parecidos
a la edad que tienen. Yo solo veo
de mí lo que no es
de mí, no me reconozco
ni a los veinte ni a
los treinta ni a los cuarenta,
porque solo advierto
el extravío, la carencia
o el desamparo y
todos los que aparecen allí son tan distintos
que parecen que se
las hubieran tomado
a otra persona.
Sé que todos se
aproximan a los cincuenta y ya es hora,
me digo, de adquirir
cierta rotundidad o estremecimiento,
pero no lo veo en mí
fácilmente. Algo se me oculta
en el que me dice
que soy yo. Me hace falta la foto
definitiva en la que
al fin pueda decirme a mí mismo
que ese soy yo, uno
de mis contemporáneos,
pero tal parece que
existe una conspiración
para que eso no
suceda. Una fotografía, una máscara
al menos, por favor.
Y pensar que ni siquiera
logro hacerme un
retrato con palabras
pues siempre al
revelarlas salen borrosas.
CUÁNDO DECIDÍ QUE
ESTA FUERA MI CIUDAD
Nada nos quedará si perdemos nuestras ruinas
Zgniew Herbert
Cuándo decidí que ésta fuera mi ciudad
ahora que cae una tormenta en la primera semana
de septiembre, y que la niebla avanza
como un ejército sonámbulo desde los cerros
borrándolo todo, con la intención de someterla
al olvido, a la desaparición total,
al exterminio de la memoria.
Uno se va enamorando con resignación de sus montes
y de su milagrosa luz metálica de un martes a mediodía,
y poco a poco comprende que su desorden y sus basuras,
sus escombros en las calles y sus diarias demoliciones
se van pareciendo al propio corazón.
Cuánto nos parecemos a las ciudades que amamos
y cuánto nos parecemos a las ciudades que perdimos.
Observo desde la ventana del bus las avenidas
inundadas este domingo ausente
y funeral, completamente húmedo
y pienso en el viajero que acabo de despedir
y que se ha ido a su país, ya en otoño idéntico,
a la ciudad que fuera mía
donde en septiembre aún se puede escuchar
algún canto de las cigarras escapadas del verano
que se esconden entre los árboles del parque de Olavide.
Pero aquí estoy, sin sol a la vista,
en medio de lo que a la fuerza y por amor
y por costumbre elegí como mío,
sin más remedio que esperar
a que quizás en una calle cualquiera
aparezcan súbitamente todas las derrotas por venir
y a la vuelta de la esquina surjan
todos los milagros aplazados.
POEMA DE DESPEDIDA
Recuerdo que llovía
cuando nos despedimos,
cuando nos dijimos adiós
por última vez,
porque siempre hay una primera vez
en la última vez.
Es una ceremonia un tanto triste
cuando todo termina, porque ya no hay mañana,
porque todo se detiene y el tiempo traza una línea
divisoria entre lo que fue y lo que nunca será.
Recuerdo que llovía
cuando nos despedimos, cuando nos dijimos adiós.
A mi izquierda las rejas rigurosas
del parque del Retiro marcaban
un ritmo funeral y la avenida
era tan larga que parecía imposible
que no condujera a otro sitio
que no fuera sino a la propia muerte.
Al subirme la chaqueta de cuero
para evitar que las gotas resbalaran por mi nuca,
descubrí que el carro en el que te fuiste
en medio de la tormenta, había dejado
en el asfalto una huella completamente seca,
rectangular, como si fuera un ataúd.
Era, después de todo, el único lugar que la lluvia
no había podido vencer en toda la ciudad.
Esa será la primera señal de su ausencia
me dije mirando desconsolado hacia el pavimento
como cuando se observa el dibujo
que los forenses trazan con tiza
en el lugar del crimen. Pero pensándolo bien,
intentando ver las cosas de otro modo,
ese rectángulo seco también podría contener una señal
contraria,
algo así como la estrecha playa que le espera
al náufrago. Era, me repetí, al menos un punto de partida,
una frágil certeza que no alcanzaba a ser
una revelación pero sí un leve indicio
que se abría paso entre los espejismos de la niebla.
Ya entonces la calle tenía hacia el fondo
la suave curvatura del mundo
y hacia allí me fui caminando, dejando atrás
ese ataúd en el asfalto, esas rejas funerales,
ese que fue mi pasado. Recuerdo que llovía
cuando nos despedimos,
cuando nos dijimos adiós
por última vez,
porque siempre hay una primera vez
en la última vez.
(DE COMO QUIEN
DICE ADIÓS A LO PERDIDO, 2014)
VANITY FAIR
Qué haces esta noche apoyado en la baranda de una terraza
mirando
a lo lejos las luces de los barcos, descifrando
las
palabras que murmuran las palmeras en el viento,
esforzándote
por diferenciar, sin saber muy bien por qué,
el sonido que hacen las olas en la orilla oscura,
entre
las que llegan y las que mansamente se retiran,
mientras fumas un cigarrillo solitario a las dos de la mañana
con un
gesto ausente, como si fueras la foto fallida
de un director de cine injustamente olvidado
que
nunca salió en la portada de una Vanity Fair.
Quizás pienses en lo que te espera cuando terminen
las
vacaciones y tengas que enfrentarte a todos los fantasmas
que allá te aguardan, que allá con sus cuchillos afilados
te
quieren dar la más cordial de las bienvenidas.
Por eso aprovechas esas últimas horas que te quedan
para
disfrutar con tu camisa a cuadros y con el viento en la cara,
allá en las alturas donde te sientes intocable,
esa
mínima pero inmensa libertad de estar ausente.
Qué haces a esta hora de la noche
mirando
el mar, con cierto ademán suicida en la terraza
deteniéndote
en todo lo que sucede en el hotel,
como
si filmaras una película que inicia la primera toma
con un lento barrido que va desde los quioscos de la playa
hasta
enfocar las luces apagadas de las habitaciones,
pasando por las palmeras que agitan sus manos
abiertas
en el aire como suplicándote
que te vayas a dormir de una vez por todas,
antes
de que sea demasiado tarde.
Qué haces qué pides qué respuestas buscas desde el piso catorce
mientras
la brisa borra la huella de tu cigarrillo al igual que la estela de las olas,
ahora que sabes lo fácil que es desaparecer para siempre
y
llevarte a la tumba los secretos de tu obra maestra,
ahora que sabes que nunca aparecerás en una portada
de una
Vanity Fair.
(DE EL LIBRO DE
AVERÍAS. INÉDITO)