Aurelio Arturo | Santiago Espinosa

Aurelio Arturo. Un lenguaje, un territorio

 

Por Santiago Espinosa [1]


La poesía de Aurelio Arturo tiene un aire inmemorial. Parece que estas palabras manaran de la naturaleza y no del idioma. Que sus murmullos fueran el gesto de algo que está por comenzar, suspendido en las hojas y en los vientos del Sur. Desde el principio, cuando esta obra no pasaba de algunas cuartillas dispersas –y que el autor nunca volvería a publicar- fueron muchos los que vislumbraron en ella una huella de identidad. Escribe Víctor Amaya sobre los primeros poemas de Arturo, publicados en el Suplemento Dominical del periódico El Espectador: “desde que presentó al público su primer poema conquistó su derecho de mayoría y con ella la admiración sin reservas de los letrados más conspicuos y exigentes. Una naturaleza original había aparecido en medio de nuestro ambiente de opaca simetría”.

Amaya hablaba en 1927 de una “naturaleza original” y a lo mejor no era del todo consiente de las implicaciones de esta frase. Después de un Modernismo tan prolongado, sólo interrumpido por la voz de Luis Vidales -reconocida y valorada mucho después-, el país literario por fin encontraba en Arturo una voz que lo identificaba. “Un referente nacional”, como no se veía desde José Asunción Silva y sus Nocturnos.

Hoy, más de ochenta años después, cuando su obra ha influenciado a tantos poetas colombianos y está tan entroncada en el paisaje, podría pensarse que lo que estaba ocurriendo entonces no sólo era el nacimiento de un poeta, era el reencuentro de un lenguaje con un territorio. Cuando Arturo publicó Morada al sur en 1963, su único libro, fue recibido como una antología del que era considerado por muchos como el poeta más importante de Colombia. La demora en la publicación ha creado el mito de un poeta silencioso y huraño, que nunca existió, insular y apartado como nunca lo fue. Esta morosidad sólo podría entenderse como un respeto por el silencio.


La posibilidad de lo amoroso

Por supuesto, no tienen estos primeros poemas la sugestión de los trabajos posteriores, su cuidado verbal. Muchos de ellos todavía tienen la marca de un romanticismo tardío con músicas más cercanas a Porfirio Barba Jacob que al propio Arturo: el poeta del Sur tendría que esperar hasta 1932 para encontrar su expresión única con “Canción del ayer”, incluido posteriormente en Morada al sur. ¿Cuál fue el secreto que despertó la admiración de sus contemporáneos? Puede que la respuesta se encuentre en la actitud con la que este poeta asumía sus materiales, la serenidad amorosa de sus palabras: “la mariposa que trajo en sus alas salvada gota de un cielo desmesurado,/de un cielo roto, fracasado con sus días y sus cantos”.

Quizá el vuelo de estos primeros poemas no nos sorprendiera hoy tanto si no tuviéramos en cuenta las realidades en que fueron escritos. Arturo era un poeta de la naturaleza en una ciudad de demoliciones. Hablaba de músicas lejanas en medio de un país todavía anclado en el recelo a lo distinto. Lo vemos en las fotos vestido de sombrero y gabardina clara, su infancia campesina entre los gestos, la timidez característica de los habitantes de Nariño cuando llegan a La Capital, y que desde los primeros días de la República les ha deparado el desprecio del resto del país. Lo que se esconde en este maltrato es un odio criollo hacia la marca indígena, mayoritaria en el sur de los Andes colombianos, el desdén con el que siempre se ha mirado al Ecuador. No en vano los habitantes de este departamento nunca fueron muy entusiastas con la Independencia, desde el comienzo se mostraron desconfiados frente a las leyes centrales.

En estos tiempos una elección poética, por tangencial que fuera, era en el fondo una escogencia de país. Arturo, plenamente consciente de su época, simpatizó abiertamente con las revoluciones de izquierda, algunos de sus primeros poemas reflejaron la voluntad del que quiere un cambio a través de sus palabras, sitiar el poema, género por excelencia del poder letrado, para volverlo un instrumento de choque que cambiara lo establecido. Poemas como “El grito de las antorchas” son de un compromiso directo. Había que hacer del mundo un lugar más apropiado para la poesía, de las palabras el vehículo de los sueños colectivos: “Tenemos una sola palabra/ para hablar a todas las razas de la tierra. Más fuerte que la luz es la palabra: LENIN”.

Pero no podía ser este el destino de un poeta que quería encontrar en las palabras su residencia expresiva. De seguir por este camino habría hecho de su casa una trinchera, sacrificando la poesía en los avatares del discurso. El otro camino era la desconexión, el poema como un rapto hacia la fantasía desentendido de los entornos más inmediatos. Es el caso de cierta poesía de Arturo que imagina “islas rosadas”, “marineros” alados sin sustrato ni mar. Pareciera que la belleza y el mundo fueran por dos caminos contrarios, y el poeta, incapaz de conciliar este divorcio, sólo pudiera nombrar la sin salida. Me refiero específicamente a los poemas “Entre la multitud” y “Mendigos”, que aunque no han sido muy leídos por la crítica esconderían varias claves para entender lo que ocurrió después con esta obra. Dice Arturo “Entre la multitud”:

“Un hombre quiere hacer una canción del sueño de mi ciudad.

Pero no puede hacer ese cantar, no lo hará nunca,

porque hay niños gimiendo, una mujer con ojos vidriosos que no duerme;

con palabras procaces, con vocablos horribles,

entre el sueño que sube luchando con alas luminosas”.

 

Parece que hay un grito silenciado en cada pausa. Que una acumulación de horrores terminará por desgarrar la poesía o al poeta. Quiere cantar pero sólo hay “tonadas rotas” -“En la feria de mi ciudad un hombre canta. Canta tonadas rotas…”-. En estas circunstancias sólo podría darle fragmentos a un mundo de por sí desintegrado. ¿Qué hacer? La situación del artista es en determinados momentos la de quien transita por un filo. El riesgo de anularse o de frustrar su obra siempre estará presente. Pero quizá sea en estos momentos de peligro cuando los grandes artistas reinventan sus posibilidades, trazan sus marcas en las fronteras de lo insospechado, recordándonos a todos que todavía hay aventuras que merecen ser vividas. Y en este sentido Aurelio Arturo inventa una de las más promisorias, o al menos una que sigue abriendo puertas para el que quiera sentarse a escribir. 

Eugenio Montale asumió los mismos desgarramientos, trató de encontrar en los escombros su integridad. Pero el poeta de Huesos de Sepia termina reconociendo su derrota afectiva, como el que se estrella de frente contra el acantilado del sentido: “no nos pidas la fórmula que mundos pueda abrirte/ sí alguna sílaba seca y torcida como una rama./ Sólo eso podemos hoy decirte,/ lo que no somos, lo que no queremos”. T.S. Eliot -muy admirado por Arturo-, se muda a los dominios de lo ilusorio para tratar de escenificar el tiempo. Pero quizá el poema sólo alcance con esto una imagen detenida del infierno, el hastío de un mundo desangelado y náufrago. Pound buscó una salida en lo oriental, pero una congestión de culturas raya en la indigestión de sus Cantos.

Buena parte de los evangelios poéticos de la Modernidad pasan por la renuncia. Apollinaire asumiría con alegría esta fragmentación, en el juego y la guerra, pero aquella actitud difícilmente sobreviviría a los contrastes de una calle latinoamericana. Y es aquí donde Arturo encuentra su verdadera dimensión. Su palabra “balsámica”, que cura al mismo tiempo en que rememora, irrumpe en un mundo de vestigios como un nuevo comienzo.

Puede que esta alternativa no tenga mayores precedentes en América Latina. En la poesía de otras latitudes estaría Saint John Perse y Robert Frost, Sergei Esenin, en música sólo sería comparable con Messiaen, aquellas transcripciones de pájaros que son como un depurado regreso a la inocencia del color. Como ellos, Arturo descubre que el lenguaje no es meramente referencial, también puede fundar una morada distinta.

Así como el artista imagina ventanas en las cárceles, sueñan los torturados, el poeta abre con sus canciones una casa ilusoria. Encuentra en la escritura, a la manera del Fedro de Platón, la posibilidad de una huerta imaginaria, trabajada en silencio no necesariamente por su cosecha sino para impedir que el jardinero se hiera las manos, para que un hombre cuide sus memorias a través de las plantas. Escribe Arturo en su poema “Bordoneo”: “…Creció la hierba en los caminos./ Uniendo aldeas con canciones…bien puede un hombre decir canciones/ llenas de sombras si tiene estrellas/ para sus sueños y ambiciones…”

Aquella alternativa comenzaría a vislumbrarse con el poema “Esta es la tierra”, publicado en 1929. En esta naturaleza recordada estarían cifradas las posibilidades de un encanto, la conexión afectiva con un espacio: 

“…Aquí aprendí a amar los sueños –los dulces sueños

sobre todas las cosas de la tierra.

Esta es la tierra oscura que ama mi corazón.

Esta es la tierra en que quiero morir,

bajo la espada del sol que todo lo bendice”.

 

La queja de otros poemas aquí se redime en la evocación, el compromiso político se vuelve sensibilidad. Un hallazgo que le permite a la imaginación desplegarse libremente, protegida de los horrores que la cercaban. Tal sería el verdadero despojo de esta poesía, su vuelta al mundo de la sensibilidad y de los rostros en medio de un arte vanguardista entregado a la abstracción y a los vacíos.

En estos versos la música ha vuelto a triunfar sobre la adversidad, de pronto es por eso que son tan entrañables. Hay que escuchar cómo suenan para comprender su hechizo. El poeta “sin aureola” de Baudelaire se ha convertido nuevamente en el “cantor” que atestigua y celebra lo que oye, alguien que canta a la vuelta de sus viajes como a través de una inocencia rescatada de lo oscuro: “Yo soy el cantor./ Cantaré toda la cosa bella que hay en tierras de hombres,/ cantaré toda cosa loable bajo el cielo…si una hoja se mueve en los bosques,/ yo lo sabré…Haré de ella un ave, o lo que quiera,/ haré de ella un pajarillo…”

No es esta una música separada del sentido, alejada de lo que quiere expresar como un burladero sonoro. Precisamente diría el mismo Arturo años después: “considero cosa vana definir la poesía. Creo en ella, simplemente, y la prefiero cuando se confía al valor expresivo de las palabras, mejor que a su elocuencia”. Lo que habría en estos poemas es un gesto de amistad frente los seres y las cosas, una trama que envuelve los sentidos, sólo expresable en el silencio o al borde de él.

Pues fue la posibilidad del silencio -de su poesía y de lo poético en general-, lo que le hizo encontrar a Arturo las posibilidades del canto. En el silencio, más que en la herencia de otras músicas. Y aquí hay que recordar la situación de una lengua saturada por el uso y el abuso, con demasiados fantasmas a cuestas. “Un silencio clamoroso”, nos dice Arturo en su poema “Silencio”, donde el poeta busca una “palabra encadenada”. Una “palabra” hallada en la sin salida de la poesía y de los días, pensamos, también frente al silencio de un país con tantos muertos anónimos, donde cantar es en muchos casos enfrentar la impunidad: “…ronco tambor entre la noche suena/ cuando están todos muertos, cuando todos,/ en el sueño, en la muerte, callan llenos/ de un silencio tan hondo como un grito…”

Quizás sólo un latinoamericano, resultado violento de miradas impuestas, cruce de caminos entre ficción y realidad, haya podido entender de esta manera el papel que tiene la creación en nuestra vinculación con un espacio. Ciudades planeadas como novelas, la historia que comienza con una crónica fantástica. América también es el resultado de un intercambio de literaturas, “un gigantesco arsenal de metáforas”, para usar la expresión de Alfonso Reyes. Arturo, como en su momento Juan Carlos Onetti, entendería que en la palabra reside la posibilidad de reinventarnos, curar con las fabulaciones la herida del tiempo, desdibujadas las fronteras entre la historia y el invento. 

 

Se oye un descubrimiento en las fronteras del lenguaje

Esta respuesta estética encuentra en Morada al sur su máxima expresión, y conforma en sus pocos poemas el que podría ser el mejor  libro que se haya escrito en Colombia. Hay en sus versos una honda resonancia, un delicado contrapunto entre la luz y el silencio –“negras estrellas sonreían en la sombra con dientes de oro”- que en una suerte de encantamiento lleva a los lectores de su mano por regiones donde la memoria se confunde con los ensueños. La palabra, como ocurre con el sonido en los grandes maestros de la música, nos recupera un tiempo que fluye y respira con nosotros, que se sucede, verso a verso, imagen tras imagen, con la serenidad de los ríos o la maduración de los frutos: “en los días que uno tras otro son la vida, la vida/ con tus palabras, alta, tus palabras, llenas de rocío…”.

En tiempos de aturdimiento, donde la cultura no se opone a la naturaleza sino al contrario, ocurre en ella un reaprendizaje sensorial. Y es en los libros y en las pinturas, en la música o en el cine donde volvemos a contemplar el entorno sin frialdad o apetencia, rutina o cálculo, los poemas de Morada al sur recobran su calidad de ceremonia integradora. Vuelven a ser árbol o intemperie, montaña, se funden con todo y de todo manan, al punto en que, como lo sugería al comienzo, no sabemos si fue la palabra la que reveló esta naturaleza, despertándola en su esencia, o si es la palabra el bosque mismo, el viento, el “sol” “amigo” de uno de estos poemas:

“Mi amigo el sol bajó a la aldea

a repartir su alegría entre todos,

bajó a la aldea en todas las casas

entró y alegró los rostros.

 

Avivó las miradas de los hombres

y prendió sonrisas en sus labios,

y las mujeres enhebraron hilos de luz en sus dedos

Y los niños decían palabras doradas.

 

El sol se fue a los campos

y los árboles rebrillaron y uno a uno

se rumoraba su alegría recóndita.

y era de oro las aves…” 

 

Como a través de un encanto regresan a nosotros las tierras del Sur, una mujer que amó el poeta, salones donde “el grande oscuro piano llenaba de ángeles de música toda la vieja casa”. El libro se constituye, a la manera de Saint John Perse, como una Celebración a la infancia, en ese espacio el poeta se indaga, redescubre la abundancia de la naturaleza, como a través de una mitología personal. No creo que el mito sea la infancia de la cultura. Es una “racionalidad alternativa”, lo recordaba Habermas, es en ellos donde el saber de los antiguos se resiste a morir. A veces aparece entre los sueños, a veces en la memoria de un poeta:

 “Y aquí principia, en este torso de árbol

en este umbral pulido por tantos pasos muertos,

la casa grande entre sus frescos ramos.

En sus rincones ángeles de sombra y de secreto”.

 

“Morada al sur” también es un “país que sueña”, su “sur” el Sur de América. Al fundar sus mitos en la infancia Arturo le estaría dando una dimensión distinta a la naturaleza americana en general, traza cartografías diversas en las fronteras del verbo. Como lo señala Rafael Gutiérrez Girardot en estos poemas, como resultado de su naturaleza “serenamente evocada”, de su lenguaje “cuidado en el silencio”, se le devuelve a la naturaleza del “Nuevo Mundo” una espontaneidad perdida.

Desde las crónicas de Indias, cientos de literaturas han hablado de América como de esa supuesta paradoja entre una tierra de abundancias, digna del prodigio y la riqueza, pero habitada por seres inferiores a sus latitudes, “caníbales” o “buenos salvajes” a los que sólo se les ha dado la pasión o la fuerza para fabricar “cosas curiosas”. Sin exotizar la tierra ni hacer una caricatura de sus gentes, Arturo habla de unos hombres que trabajan en sintonía con el paisaje: “trajimos sin pensarlo en el habla los valles/ los ríos, su resbalante rumor abriendo noches/un silencio que picotean los verdes paisajes…”; que saben, mientras cantan, que un pasado ancestral los une con la tierra: “los muertos viven en nuestras canciones”.

Podríamos decir que en estos poemas, como en los del venezolano Vicente Gerbasi, un poeta muy cercano a la sensibilidad de Arturo, ocurre un nuevo descubrimiento de América sin Evangelización ni Conquista, el encuentro amoroso de la lengua y el territorio, lo señalaba antes. Recuerda William Ospina que Aurelio Arturo planeaba escribir un poema sobre el Descubrimiento de América. Aunque parece que nunca lo llevó a cabo sospecho que este proyecto podría ser una forma velada para hablar de Morada al sur. Si en la Conquista no estuvo esa pulsión afectiva que impidiera el genocidio, sólo un conocimiento instrumental para “tomar y destruir”, lo señalaba Tsventan Todorov, en poetas como Arturo vuelve ese amor desinteresado por la diversidad, mundos se juntan en un mestizaje espontaneo, pacíficamente, precisamente lo que nunca ocurrió en la realidad:

“En las noches mestizas que subían de la hierba

jóvenes caballos, sombras curvas, brillantes,

estremecían la tierra con su casco de bronce.

Negras estrellas sonreían en la sombra con dientes de oro.

 

Después, de entre grandes hojas, salía lento el mundo.

La ancha tierra siempre cubierta con pieles de soles…”.

 

En Colombia, prácticamente desde la Conquista, se ha perpetuado una lucha violenta por el dominio de la tierra. Si este es uno de los países más desiguales del mundo las cifras son más alarmantes en el campo que en la ciudad, donde la concentración de la propiedad tiene unas cifras muy similares a las del siglo XIX. Este sería el único Estado del continente que nunca ha propiciado una Reforma Agraria integral, quizás la causa principal de los conflictos del XX y de las guerras civiles del siglo que le precedió. Pero también hubo un drama lingüístico. En el afán de conseguir recursos los que vinieron no estaban para “Adanes”, menos a la hora de nombrar las cosas. Así que fue que llamaron a los cerros “tablazos” y a los árboles “amarra bollos”, cuando no se traslaparon nombres europeos ante la desidia de asumir desde el lenguaje la novedad de un espacio. 

Tal como ocurre en las Crónicas Marcianas de Ray Bradbury, aquellos nombres mágicos de los primeros habitantes, que reunían en el acto de nombrar una unidad con la naturaleza, fueron reemplazados por etiquetas mecánicas y sin mayores relaciones con el entorno. Quizá esto explique por qué en la literatura americana, con inusual frecuencia, parece que el espacio se le revela a las palabras al no existir una connotación profunda. La sola existencia de nombres fabulados como Macondo o Yoknapataupa, Santa María, hablaría de una compensación literaria para suplir aquel vacío nominativo.

Arturo sería muy sensible a estos problemas, la dificultad que hay en nombrar estos territorios: “¿Cuál tu nombre, tu nombre tierra mía,/tu nombre Herminia, Marta?”. Por eso observa desde lo más pequeño, escucha sus resonancias, devuelve un nombre afectivo a lo que fue la tiranía de la lengua en su afán de adueñarse de un continente. Aquella relación amorosa en ocasiones llega al punto en que como lo señala Eduardo Camacho Guisado no sabemos si el poeta se está refiriendo a la  amada o la tierra: “déjame ya ocultarme en tu recuerdo inmenso,/ que me toca y me ciñe como una niebla amante”.

Como en Rulfo o Guimarães Rosa, el uso de un lenguaje poético parece más arraigado que los coloquios mismos. Hay algo más decisivo en estos autores y es que plantean un vuelco en la actitud del que mira, enriqueciendo la perspectiva que tienen los mismos americanos sobre la tierra que habitan. América ha sido espacio de fecundos desarraigos, ni hablar de Colombia, lugar de El Dorado, corredor privilegiado para la plata del Potosí. Sus moradores, como el que establece una tienda de campaña, construyeron sus ciudades de espaldas a los cerros y a los ríos. Asolaron las montañas como cantera. Usaron los ríos como desagües. Talaron los encenillos y los nogales sagrados hasta limpiar los cerros, necesitaban materia para los barcos, reservas de un improbable regreso. Prueba de este fenómeno es que en la ciudad de Bogotá, entre la altura y los terremotos, los españoles no dejaron edificios gubernamentales de mayor importancia. Salvo la arquitectura religiosa no existía nada con pretensiones perdurables en el centro del país.

Aurelio Arturo parecería ser consciente de que la identidad latinoamericana pasa por encontrar una conexión espacial, asumir una tierra como propia a sabiendas de que, como lo decía Alfonso Reyes en su Visión de Anáhuac, “el choque de la sensibilidad con el mismo mundo labra, engendra un alma común”. Esta poesía, como lo señalaba Rafael Gutiérrez Girardot, “bendice” el paisaje americano, pero también tendría el don de poblar los espacios. Al hablar de América como un lugar encantado “donde es dulce la vida”, “las noches balsámicas”, al sentir que en una hoja cualquiera “…vibran los vientos que corrieron/ por los bellos países donde el verde es de todos los colores”, este poeta vuelve la vista hacia el paisaje, habla de los rincones de la infancia con admiración y asombro, como el que ha nacido en estas tierras para quedarse.

Desde una perspectiva bogotana, Arturo le da la vuelta a la ciudad para encontrarse de nuevo con el altar de sus cerros. Rescata en su memoria los ríos que sulfataron los desagües y sobre los que hoy pasan las avenidas. Les devuelve a los lectores una memoria ajena, con ella la posibilidad de un territorio poético:

“…dispútanse las hojas cada cual susurrando

tener un más hermoso país ignoto y verde

y las nubes, se dicen, sedosas resbalando:

aún más bello y dulce otro país existe”.

 

Esta poesía canta lo que ve y lo que oye con un gozo sosegado. Donde el colonizador vio “Tierras de nadie”, una expresión que justificaba el pillaje contra los indígenas, Arturo encuentra unos rumores ancestrales, la seducción por la naturaleza sin otro interés que la naturaleza. En estos “países del viento” se puede mirar la inmensidad desde las partes, en lo pequeño de una hoja la inmensidad. Las hojas suben “hasta ser las estrellas”.

Como lo advierte Santiago Mutis Durán, Morada al sur haría desde la poesía lo que Enrique Pérez Arbeláez desde la botánica: integrar a una comunidad de lectores en la contemplación de la naturaleza. Crear la “Utopía”. Una palabra que, lo recuerda Montaigne en su ensaño “De los Caníbales”, está asociada con América incluso antes del descubrimiento.

Resulta sorprendente que en los mismos años en que Herbert Marcusse hablaba de una “desublimación represiva”, del “Fin de la utopía”, cuando la racionalidad del artista se pensaba tan domesticada que hasta en sus creaciones se sospechaba la dominación de los sistemas, aparece este poeta del Sur para imaginar un mundo nuevo, abre un tiempo dentro del tiempo, logra la sensación de un espacio habitable en respuesta a la asfixia de casi todos los espacios. En los ríos de este Sur hasta el trabajo parece “bueno”, sin dioses ni patronos que lo enajenen: “…Trabajar era bueno. Sobre troncos/ la vida, sobre la espuma, cantando las crecientes./ ¿Trabajar un pretexto para no irse del río,/ para ser también el río, el rumor de la orilla?”.

 

Para habitar un duelo

¿Qué tipo de morada es esta, cuál es la relación que nos plantea con un espacio y que la hace tan seductora? Creo que no es una coincidencia que mientras existen casi 5 millones de desplazados al interior del país, otros 5 millones de colombianos dispersos por el mundo, Aurelio Arturo sea unánimemente celebrado como el mayor poeta de Colombia.

En su texto Construir, habitar, pensar, Heidegger plantea el problema del habitar desde la relación más primordial entre el hombre y la naturaleza, el cuidado del uno hacia el otro: “…los mortales habitan en la medida en que salvan la tierra…salvar la tierra no es adueñarse de la tierra, no es hacerla nuestro súbdito, de dónde sólo un paso lleva a la explotación sin límites”. Esta relación no podría ser más adecuada a Morada al sur. Para Arturo la poesía sería precisamente esto, salvar la tierra en el cuidado de las palabras. Concluye Heidegger en este párrafo que le hubiera agradado mucho a Arturo: “los mortales habitan en la medida en que reciben el cielo como cielo. Dejan al sol y a la luna seguir su viaje; a las estrellas su ruta, a las estaciones del año su bendición y su injuria; no hace de la noche día ni del día una carrera sin reposo”.

Para habitar la tierra hay que aprender a estar, esto se logra aceptando los tiempos de lo que nos rodea, encontrando en sus ciclos la medida de los nuestros. Al asumir su entorno como despliegue el poeta tendría que aceptar lo pasajero de su existencia y de los fenómenos que lo rodean,  “los mortales”, advierte Heidegger, sólo podrían habitar en la medida en que “son capaces de asumir la muerte como muerte”. Y esto no ocurriría en Morada al sur.  Al menos no de una manera evidente. Incluso José Manuel Arango se refería a Morada al sur como una “insistencia en la infancia”, “como si el adolescente tardío se obstinara en el duelo por el niño, como si siguiera velando su cadáver”.

¿Existe en Morada al sur una evasión a la muerte, esta renuncia es su halo “paradisíaco? Antes de una evasión, sospecho, habría en estos poemas una compleja reflexión sobre el duelo. La muerte aparece de una manera obsesiva en esta poesía, especialmente en los primeros poemas. Incluso el primer escrito que le conocemos a Arturo, “Noche oscura”, es un poema sobre la muerte: “Volaban arcángeles negros/ y búhos de alas de duelo”. En “El alba llega”, poema de 1926, el poeta se diferencia de los demás como el hombre que mira la noche y ve la tumba de su madre: 

“Los poetas miraron la noche

como un gigantesco árbol negro

cargado de manzanas de oro.

 

Los labradores miraron la noche

como una arada de tierra fecunda

regada de semillas áureas…

 

Yo miré la noche.

Pobre madre cubierta de lutos

que al fenecer el sol adolescente

vino a guardar su tumba”.

 


Incluso Vicente Gerbassi habla de Morada al sur como de un “libro elegiaco”. Parecería haber un secreto trágico que esconden estas canciones. La presencia de un duelo que le hizo perder el Sur y del que las páginas son su reverso mágico o su “bálsamo”: “A ti, lejano Esteban, que bebiste mi vino,/ te lo quiero contar, te lo cuento en humanas, míseras palabras…quizá entonces comprendas, quizá sientas,/ por qué en mi voz y en mi palabra hay niebla”. Leídos estos poemas nos queda la sospecha de una presencia que se ha dejado atrás y de la que el poema es “herida en el costado”, “yo amé un país y de él traje una estrella/ que me es herida en el costado…”. Hasta se dice en la última estrofa del libro reafirmando la sospecha: “No es para ti este canto que fulge de tus lágrimas,/ no para ti este verso de melodías oscuras,/ sino que entre mis manos tu temblor aún persiste/ y en el fuego eterno de nuestras horas mudas”.

¿Es esta presencia una amada perdida? ¿La tierra que se ha dejado atrás y que en la visión de este poeta se vuelve cuerpo, rostro? ¿El duelo es simplemente una despedida del niño que se fue? ¿“O acaso, acaso esa mujer era la misma música”, la música primordial de la que estas palabras del adulto son sólo ecos dispersos?  William Ospina habla de la muerte de la madre como el suceso que concluyó esa “edad balsámica". Con este dato se abre una lectura insospechada, pero creo que el verdadero valor de esta escritura reside en la ambigüedad de sentidos con la que asume estas pérdidas, no en lo anecdótico. Después de todo lo que realmente importa sería la capacidad que tiene esta poesía para responder a las muertes con la vida del poema. Y eso hace, como si lo perdido se repitiera cada vez que lo leemos, volviendo a vivir desde el principio, más lentamente, como si aquello que ha muerto en nosotros no se quedara impune en las palabras:


“En el umbral de roble demoraba,

hacía ya mucho tiempo, mucho tiempo marchito,

un viento ya sin fuerza, un viento remansado,

que repetía una yerba antigua, hasta el cansancio”.

 

¿No esconde esta decisión una poderosa respuesta para asumir la muerte, especialmente en un país en guerra? Morada al sur es un libro de celebración a la infancia, una casa, también sería una hermosa respuesta frente a los tiempos violentos, aún sin nombrarlos directamente, algo similar a lo que ocurre en la narrativa con El coronel no tiene quien le escriba de Gabriel García Márquez. Arturo creció con los relatos de los bandoleros, hasta llegó a escribir sobre ellos en los años 20 como se muestra en las Baladas “de Juan de la Cruz” y “Max Caparroja”. Fue parte de una generación que se educó con los relatos de las guerras civiles. Más tarde presenció las matanzas entre liberales y conservadores, vio cómo esta exclusión bipartidista comenzaba a despertar la ira entre las guerrillas campesinas, a los terratenientes, financiando grupos de seguridad privada para cuidar sus intereses.

Cuenta Fernando Charry sobre su amistad con Arturo en estos años de La Violencia: “llegamos a tener una amistad estrecha por haber llegado a compartir no sólo gustos y opiniones sino también, infortunadamente, dificultades derivadas de la dramática situación que desde entonces comenzábamos a vivir en Colombia. Vivir esa vida ha sido para muchos lo mismo que estar muerto”. Y Arturo fue plenamente consciente de esta “vida entre las muertes”. Hasta uno de sus poemas tempranos, “Balada de la guerra civil”, sería la pieza que marcaría en la poesía colombiana un cambio de sensibilidad frente al conflicto. En “Balada de la guerra civil” el poeta vuelve a escenificar la guerra como tantos cronistas e historiadores, pero ya no ve en ellas heroísmos ni causas que la justifiquen. Mira la guerra y piensa en la sangre de los jóvenes, piensa en las mujeres solas que esperan entre sus camas:

“…Y cuando el viento y la lluvia danzan desenfadadamente

-igual que un vagabundo y una cortesana-,

sobre los cuerpos de los guerreros,

esas mujeres están solas y están desnudas en sus blancos lechos,

demasiado amplios, entonces.

 

Ala roja, la guerra cubrió la comarca…”

 

Pasan los pelotones pero no hay gloria, “tras de ellos viene la lluvia roja, la lluvia de sangre”. Si en los primeros poemas Arturo buscaba una respuesta a la violencia mediante lo épico, puede que con el tiempo haya comprendido que su respuesta era profunda y necesaria por el canto, no por la queja. Morada al Sur es una utopía porque logra la posibilidad de una memoria distinta, lo que muchos latinoamericanos añorarían, otra relación con la tierra, cuando parece que todo se desplaza o se marcha, también es este libro una utopía porque habla de la vida y sus rumores en un país que a diario la cercena.

 

“Nos rodea la palabra”

Tras la publicación de Morada al sur, Aurelio Arturo escribió un ciclo de Canciones y otro puñado de poemas sueltos, trabajos que aparecieron publicados en revistas como Eco y Golpe de dados. Algunos críticos han resaltado unas diferencias formales: la entrada de un ritmo escalonado que en muchos casos altera los órdenes tipográficos, un cambio en el tono que se acerca a lo reflexivo. Todo esto ya se ha dicho. Faltaría averiguar si esa ruptura de lo formal, evidente en los poemas, es en verdad el resultado superficial de una transformación anímica más silenciosa y profunda.

Los últimos poemas de Arturo asumen la ciudad, saben que entre el presente y el “Sur” hay un abismo de silencio y de ladrillos. Hablo de la distancia que ya se vislumbraba en el poema “Interludio”, eje de Morada al sur -“…errante por la ciudad o ante la mesa de trabajo,/ ¿a dónde mis pensamientos en reverente curva?”.-, pero que ahora se muestra como una pérdida irreparable. En adelante el poeta es quien espera los mensajes. Sabe que el verbo reúne y convoca los espacios, pero también sabe que a fin de cuentas es sólo un verbo, palabras que dan vueltas sobre otras palabras, como inquietas emisarias de un reino que fue, o nunca existió independientemente del lenguaje:

“…no la noche de las aguas melódicas

voltejeando las hablas de la aldea;

no la noche de musgo y del suave

regazo de hierbas tibias de una mozuela…

 

Yo amo la noche que se embelesa

en su danza de luces mágicas,

y no se acuerda de los silencios

vegetales que roen los insectos...”.

 

Dice el poeta que no ama la noche del campo pero no se lo creemos. De ser así no se habría tomado el trabajo de enumerar tan detalladamente los insectos, las muchachas, los héroes de su infancia como “Max Caparroja”. Hasta el ritmo del poema revela las cadencias de una congoja invertida, como el que nombra un pasado aldeano para que pueda irse, describe el presente urbano como un recurso verbal para poder aceptarlo. El final del poema sería un intento metafórico de fundir ambos escenarios: “…la luz de las lámparas/ que son como gavillas húmedas/ o estrellas de cálidos recuerdos,/ cuando todo el sol de los campos/ vibra su luz en las palabras…”

En estos poemas persiste la mirada amorosa, el canto. Pero el poeta ahora es consciente de que el tiempo ha pasado, que va a morir y ese silencio que animó su escritura será en última instancia el suyo. Un momento privilegiado donde se evidencia este tránsito ocurre en el poema “Canción de hadas”, especialmente si se miran los cambios entre su primera y segunda versión. En el primer borrador, posiblemente de la época de Morada al sur, el poema finaliza del siguiente modo:

“La primera entre las hadas

era mi vieja haya, tosca

la cara y las manos largas,

pero yo sabía que era una hada verdadera

cuando en el cielo de sus ojos

subían rosas encendidas,

y porque bajo las sedas de su corpiño

le palpitaban palomas blancas”.

 

Algunos años después aparece la segunda versión. El poeta agrega una última estrofa donde el cambio es evidente:

“Ahora el silencio,

un silencio duro, sin manantiales,

sin retamas, sin frescura,

un silencio que persiste y se ahonda

aún detrás del estrépito

de las ciudades que se derrumban.

Y las hadas se pudren en los estanques muertos

entre algas y hojas secas

y malezas

o se han transformado en trajes de seda

abandonadas en viejos armarios que se quejan,

trajes que lucieron ciñéndose a la locura de las danzas

entre luces y músicas”.

 

Otro poema que evidenciaría este tránsito es “Sequía”, y lo expresa desde sus primeros versos: “porque la sed había herido toda cosa,/ todo ser, toda tierra de hombres…/ y nunca más volvería la lluvia”. Ha ocurrido el fin del sortilegio. Las hojas y las vacas se han vuelto polvo, los bálsamos sed y los bosques arena. Morada a sur se ha convertido en Tierra baldía. Como resultado de la caída esa “Colombia donde el verde es de todos los colores” ha abierto sus fisuras, por ellas se cuelan la miseria y los desgarramientos de esa otra Colombia, también verdadera y que busca su salida sin posibilidad de redención: “Y la joven madre cobriza,/ inclinada y desnuda como una hoja de plátano,/ prendido de sus senos/ tiene un hijo de barro,…”.

Tierra que anhela las lluvias, el poema como la espera de la poesía misma, que rumora no ya dentro del mundo sino en su periferia: “y esa palabra húmeda sonando lejos del monte./ Ese fresco tambor no se sabe dónde”. Es así como la luz de lo poético se ha vuelto la visita de un forastero, “Tambores” que suenan en los dominios de lo perdido. “Lluvias” que ocurren en su “pausado silabeo”, transforman los espacios y el tiempo mientras duran; lluvias que como llegan se van, dejando su eco en el rumor de las cosas, su implacable vacío entre lo húmedo. Esta escritura es el recordatorio de la lluvia pero ya no la lluvia misma. Nunca el “aquí” del “aquí principia…” al que nos tenían habituados Morada al sur, cuando el poema se concebía como una actualización efectiva de los espacios perdidos.

Más que a una casa la poesía se asemeja ahora a un espejismo, es en sus claros transitorios donde aparece el encanto, el milagro que irrumpe como un relámpago. Hasta el poema mismo daría la sensación de la fugacidad del instante, el viento que nombraba las cosas ahora parece circundar entre los vacíos de los versos, esparce y moldea los materiales en el ascenso del ritmo. Contemplada la revelación, parece que el poema se disuelve y se aleja, nos deja su ruta de escombros sobre el blanco del papel. El poeta, consciente de lo falible de sus credos, a sabiendas de que el poema es una huella de identidad y una promesa, nunca un resultado acabado y firme, puede cerrar esta poética con la ambigüedad del que trata y duda, espera la muerte en el umbral de lo posible:

“…y cuando es alegría y angustia

y los vastos cielos y el verde follaje

y la tierra que canta

entonces ese vuelo de palabras

es la poesía

puede ser la poesía”.

 

El filósofo Danilo Cruz Vélez consideraba a estos últimos poemas de Arturo “como lo grande de su arte”, quizás esto se deba a la distancia reflexiva que hay en ellos. Sin embargo, no creería con Cruz que la primera poesía de Arturo fuera puramente musical y la segunda un despertar del pensamiento. La música de Morada al sur era respuesta conceptual a las dinámicas del mundo, la reflexión de los últimos poemas una búsqueda sensible ante la muerte del “cantor”. En ambos casos se escribía para "no envilecer", parafraseando la expresión de Eliseo Diego.

La obra de Arturo, una composición de la memoria a través de la naturaleza, las músicas y los dominios del sueño, concluye con la sabiduría del que ha ganado el olvido. Se cuenta que Leonard Bernstein, cuando hablaba de la Novena sinfonía de Gustav Mahler, planteaba el primer movimiento como la acción de una pequeña araña que con todo el cuidado, puntal por puntal, iba creando su mundo en la extensión de sus hilos, abriendo espacios de luz entre las redes. La misma araña, para el último movimiento, desandaba las mismas melodías con algo de estoicismo. Hilo por hilo cortaba su telaraña hasta llegar mansamente al silencio original.

Esta sería la hazaña de “Yerba”, último poema que le conocemos a Arturo. Según testimonios de su hijo Gilberto este poema sería el eje de lo que Arturo prepara años antes de morir, posiblemente un segundo libro de poemas: 

“…La yerba

se desliza

serpea

como diez mil diminutas serpientes

hechicera

hechizada

susurra

se adormece

y nos sume en sueño traspasado…”.

 

Palabras como yerba hechizada y que hechiza. Se crean y se ramifican como las melodías de Ligeti, un mundo mágico es alumbrado por ellas. Pero estas mismas plantas, epifanía donde comienza la memoria, terminan por cubrir esos rumores en su propio ciclo, como el tiempo del mito y de los frutos mismos:

“…sutil, grata a la mano

muerde el talón que se aleja

y silba su imperio desolado

hasta el límite del horizonte

y cubre huellas

ciudades/ años”.

 

Es entonces cuando el bálsamo de la memoria se vuelve en estas páginas finales un bálsamo del olvido. Cuando aprendemos a dejar ir las cosas, a morir y a olvidar en ellas con la misma sensualidad con la que recordábamos. Aurelio Arturo es un poeta que funda el mito entre nosotros,  lo asume en sus paradojas y ambivalencias, logrando habitar lo pasajero. Esta poesía, que recupera la memoria y los espacios, es además una sabiduría antigua frente a la muerte, nos ayuda a olvidar sin renunciar al sentimiento. 

De Escribir en la niebla, 14 poetas colombianos. Valparaíso ediciones, Granada, España: 2015 

 


[1] SANTIAGO ESPINOSA (Bogotá, Colombia, 1985) Crítico y poeta. Estudió Literatura y Filosofía en la Universidad de los Andes. Actualmente es profesor del Gimnasio Moderno de Bogotá donde coordina su Escuela de Maestros. Poemas y ensayos suyos han aparecido en diversas publicaciones de su país y del exterior. Fue jefe de redacción del periódico La Hoja de Bogotá hasta su desaparición, en 2008. Escribe habitualmente para La Opera de Colombia y el Museo de Arte Moderno de Bogotá. En 2010 publicó Los ecos, su primer libro de poemas. Lo lejano, su segundo libro, fe publicado en Ecuador por El Ángel Editor en Junio de 2015. En mayo la editorial Valparaíso de Granada, España, publicó su libro Escribir en la niebla, compilación de ensayos sobre 14 poetas colombianos.