De Los Ecos
El otro
el niño que fue lo mira con rabia.
que se abre camino en la mitad del mar, la casa, su olvidado lenguaje de peldaños, de redes y vacíos luminosos, nació en el sueño del arquitecto.
“huella de la vida, que tenga por rostro la prudencia del anónimo…” “Que interprete la montaña sin cortes sin remedos.” “Pura y aislada como la hoguera.”
Sus altos muros fueron perdiendo la extrañeza, cuando por el pasillo circularon las visitas haciendo de los rincones escondites, refugios, donde la hombría pudo llorar las deudas de rejas para dentro y habría de llegar el sexo a la lengua de los niños.
El abandono en las caídas del fútbol. También hubo películas dobladas que hablaban del África, de una aridez distinta a la que comenzó en los muslos y terminó en el trazo de los rostros.
que se robó la mansarda. La capa adusta del abuelo, Caracoles de ecos prófugos. Los niños jugando a la guerra con sombreros de copa o emprendiendo la caza del Mohán en la selva imaginada. Mientras tanto, en la noche, los otros oían a su conciencia traquear en la madera, dando sus primeros pasos.
viendo la luz colarse en los vitrales, por la ventana entró el sonido de un antiguo clarinete, poblando la casa de fantasmas y de barcos que se hunden.
quizás solo hubo tiempo de mirarse a los ojos para estrellar las copas de cara a la montaña. Hubo tiempo de alzarlas y volver a brindar por los ausentes.
“diáspora de estrella”, es para Don Orlando kilos peso tibio entre las manos. Y el tiempo, del negro al blanco, le zumba al oído como moscas en la tarde.
blancos puñados de grasa, pasan los días de Don Orlando. Por eso alza las carnes al hombro sin pensar en los cortejos. Lee los mensajes de las fibras sin detenerse en augurios.
besó a su hijo entre placentas. Cuando lo tuvo en los brazos, y en los ojos del uno y del otro la misma bruma, sus manos, sin saberlo, imitaron la balanza romana.
al ver la luz por el cuchillo de otros. Don Orlando no hace conjeturas, su madre le enseñó que era malo especular. Y sin embargo no olvida la bendición antes de hacer los cortes. Hay que lavarse bien las manos sin importar el precio del jabón.
Tintas frescas
José Manuel Arango
con rumores y presagios pasa la moto del periódico.
va esquivando botellas, pétalos, las ruinas de una noche larga. Lleva en su carga el día que comienza. Las palabras con sus muertos a cuestas.
Distante cercanía
padre, sentado en el bar de los sesenta, y busco tus pasos rectos en las huellas de la nieve. Las nuevas de un joven que hablaba del progreso -Whisky, algo de soda-, y leía las revistas de vanguardia. Era tu nariz el trazo de la mía: no había porque temerle a la sangre cuando la sangre corre.
Hacías sonar las puertas con tu andar tortuoso. Sabíamos, padre, que algo tenías de perseguido que a tu espalda la curvaban los múltiples adioses. Entrabas, con tu bastón de roble, y en los pasillos por el biombo chinesco un suave olor de eucalipto impregnaba la casa. Allí aprendimos que hay parte de daño, parte de asceta tras el digno silencio de los árboles.
Pero siempre hubo tiempo para entrar al cuarto, a oscuras, y dejar un billete doloroso en la mesa de noche. Hubo para comprar los discos -un rincón para no huir más- lejos del ruido y los escombros.
Sabiendo de ti por la música que lenta llegaba del estudio, respirándote, nos enteramos de un mundo que era menos cansado. Pues era la historia un hacer fila, ¿recuerdas? y no este fatigar entre difuntos.
de segunda mano. Durrell, Stendahl, y tus subrayados a tres tintas. Así supe de tu amor por el paisaje, que te gustaba el erotismo sin ninguna culpa. Que aquello que te rondaba era también un cuerpo.
Cruzan tus sueños a caballo dejando en los rincones de la casa algo de niebla, algo de los aplausos que ellos, tus amigos, te supieron aplazar. Padre, no era esta tierra de cálculo un lugar para ti, y quizás no era para nadie. Mas nunca olvidaste al niño de los campos, eras uno con la noche cabalgando en Santander. Te negaste a desmontar las bestias cuando tus piernas lo quisieron.
No hubo muchos abrazos. Sólo una distante cercanía. Pero decirte que el café sigue humeante en la cocina, como la hoguera que un ángel prolonga y las vidas alimentan. Que tus nudillos rotundos siguen golpeando a mi puerta, con un pocillo, la sonrisa de siempre, y apagas cada una de las luces. Tu, padre, y el verde olor del accidente, sus calmantes de eucalipto.
Que tus caídas nos dolían hasta los huesos pero había que mantener la dureza. Envidio tus ejemplos de silencio. La odiosa calma que no heredé.
Y sin embargo, lo sé, habremos de asomarnos a la misma música mientras se hilvana la vida en paralelo. ¿No oyes los barcos, su aviso en los parlantes? ¿El amplio mar y los pájaros que vuelan al reencuentro? Tu con tus planos, la placas tectónicas. Yo y mis cuadernos, pero oigámosla, padre, una vez más, antes de que una tierra sin palabras, menos geológica, blandamente nos reúna.
con otra sal enrojecer los ojos… Guiseppe Ungaretti
Podría tu nombre iluminar otros ojos la lluvia, su escándalo lejano en los sucios ventanales, traer algo distinto a las derrotas. Pero escucha, detente. Ahora el niño que fuiste deja en la mesa los juguetes y mira el verde en las montañas detenidamente.
escoge sus caminos. Míralo haciéndose a tus propias expresiones. Escogiendo las canciones, los libros de segunda. Va con la madre y su saco nuevo, a rayas.
Su golpe de segundos por los parques, los cuartos al blanco, y un suave rumor que se teje en los huesos.
Cambió la moda, cambiaron los tiranos. Sonoro pasó el siglo en su barco de ebriedades y otro cráneo adornó el anaquel.
la abuela no haber muerto tan temprano. Podría ser otro mar el que sacude desde el fondo. Pero persiste, no se doblega. Ahora un hombre se afeita ante el espejo en completa soledad.
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