Basta con llevar esas frases a la boca
Por Marta Ortiz
…tú estás /donde tu ojo está
Paul Celan
Alzo los ojos / no veo a Dios / pero veo la lluvia
Susana
Szwarc
El ojo de Celan, Susana Szwarc, Alción Editora, Córdoba, 2014
En El ojo de Celan, último poemario
publicado (2014) de Susana Szwarc (Quitilitpi, Chaco, 1954), el ojo es testigo
de su tiempo: de un pasado donde conviven la infancia y los relatos del horror en
el curso del siglo XX, y un presente que apela a la cotidianidad. Ojos que espejean, deforman, adornan, indagan, reflejan; en
ocasiones desprendidos del cuerpo que los contiene, al modo de la imagen
surreal, tienen vida independiente (al punto de esconderse –para no ver- en las
páginas de un libro).
La poeta expresa en líneas de poesía, lo visto y
mirado, muta en cronista propensa al diálogo, hay siempre un otro, un nosotros,
un interlocutor que comparte lo visto, lo oído y lo dicho, lo disfrutado y lo
padecido, una conversación que a lo largo del poemario no se interrumpe: “¿te
acordás?”, “Vos querrías –Yo no”, “te
pregunto”, “reímos”, “te digo”, “decimos”, “te leía”, “a vos te quise tanto”, “¿qué
decís?”, “me oigo escucharte”, “habíamos gritado”.
A veces -muchas veces-, es un ojo que elige mirar a
medias (el horror), que no quiere ver: “Me destapé primero un ojo / después la
mano / y el guante se fue al fondo / de una fosa común” (p.10); o se cierran
apretados para no ver nada, según la intensidad de lo evocado: “lejos está el
recuerdo y cuando / se acerca / aprieto los ojos”. Puede también tratarse de un
ojo vidrioso y aún derretirse si el estímulo corresponde, por ejemplo, a los
gritos de los torturados (viejos y nuevos, siempre resuenan en la poesía de S.
Szwarc: “El grito es un cuerpo que levanto con la mano.” (p.55); pero está
claro que pueden también irradiar, reír, si la evocación va más lejos y alcanza
el paraíso de la vida en familia, anterior a la pesadilla: “…los gritos / de
alegría irradian sobre el ojo vidrioso, / el otro ojo se derritió”.
Sucede
también que el ojo (los ojos de dos: el otro, el vos) admiten relajarse y se
tienden a mirar las estrellas o apuntan a deseos básicos–un trozo de carne apetecible,
un corte de carne vacuna (lomo) que “brilla como el oro”, guiño a ciertos
alimentos que “hoy no son cosa de todos los días”. En El desorden de las
relaciones de propiedad, una garza se replica en los trocitos de los
cristales rotos de un par de anteojos; y en Grisines
“espejea a
mis ojos / un efecto de error, de amor, sobre las cosas del mundo” (p. 28). El
ojo del poema puede también jugar con las palabras y explayarse desde el
interior de la lengua y sutilezas afines: “Veo cómo te miro. Me oigo
escucharte” (p.16). Nunca está ausente el tren, un viaje ininterrumpido que une
estaciones del pasado y del presente: el ojo ve estrellas, mientras “Esos
chicos del tren juegan: bailan / ahora
sobre mi esternón / y reímos de los panes en las bolsas” (Pasajeros, p.13).
No está ausente el pueblo de infancia, un clon de
cualquier otro pueblo: “(podría ser Avia Terai, Napalpí, Machagai, Pampa del
Infierno)…” (p.44), adonde una y otra vez se vuelve y el ojo mira y la lengua
escrita ventila la denuncia de las inequidades que el tiempo cristaliza: “¿Con
cuántas manos / se cuenta la insistencia de la crueldad?”. Aunque en el bar
cubran la ventana con lonas que oscurecen, hay otras ventanas desde donde mirar
y escribir el poema, que ironiza: “…es que no hacen nada los indios, / toman
tereré / y miran las alondras…/ Pero no hay alondras en este pueblo.” Y
continúa: “Aunque
veo el sombrío entrelineado/ u'yalh i'hi” (p.45), y aquí, como en otros poemas
de otros libros suyos, necesita una palabra escuchada antes, ligada también a
experiencias infantiles, y que retorna, como u'yalh i'hi (en lengua wichi), que encierra significados diversos:
respiro, suspiro, resisto…
El trabajo de la poeta brilla en la elección,
asociación, torsión, re-creación de la palabra, su material. Domina el poemario
una sintaxis interrogativa que instala un
zigzagueo: se detiene porque duda de lo afirmado, vuelve atrás (y el
lector también vuelve, a reconsiderar lo leído). Compone y descompone, y
plantea un nuevo giro que sorprende y/o sacude y desentierra silencios:
“Re-vol-ver. Volver y volver y volver, así/ muchísimas veces / ¿Se puede volver
sin haberse una ido? Idas a veces estamos y otras nos llamamos…” (p. 46). Hay un poder evocador de la palabra, nombrar
es redescubrir paisajes: decir almidón, por ejemplo, en el poema Antes
de comer, despierta la visión (almidonada) del delantal blanco de la
escuela y el gran moño atado en la cintura que detiene el tren. La
palabra poética irradia así un mapa de significaciones que es necesario
indagar, interrogar, limpiar de clichés y de rutinas paralizantes, y ésa es
tarea del poeta que sabe que una palabra no se agota en un sentido único, sino
que, en la modulación, se multiplica: “Leo en el éter alguna palabra, agarro
otra, / con la boca...” (p. 39); “No entendemos/ y ni falta que nos hace. Basta
con llevar/ esas frases a la boca.” (p. 65).
El aire se deja sentir, minúscula parodia de la tragedia de Hamlet donde
el reino es un pueblo y el lugar para el
suicido de Ofelia es una palangana, remite al teatro de papel (kamishibai), y cierra el libro, que
termina como comienza, con una burla al saber de occidente. En una peculiar vuelta de tuerca, desde la mirada
(o el ojo) de Hamlet, se afirma que es en la representación donde se asiste a la
verdadera Historia, razón suficiente para que cuidemos a los actores (es decir,
‛cuidémonos entre todos’): “¿cuidarás que los cómicos
/ duerman y coman bien ¿Oíste?, /porque ellos son el compendio, la breve
crónica de los tiempos.” (p. 67).